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SCENA PRIMA

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Roma. —El Capitolio. —El Senado en sesión

En la calle contigua al Capitolio, muchedumbre de gente; entre ella, ARTEMIDORO y el ADIVINO. Trompetería. Entran CÉSAR, BRUTO, CASIO, CASCA, DECIO, METELO, TREBONIO, CINA, ANTONIO, LÉPIDO, POPILIO, PUBUO y otros

CESAR. — (Al ADIVINO.) ¡Ya han llegado loa idus de marzo!

ADIVINO. — Sí, César; pero no han pasado aún.

ARTEMIDORO. — ¡Salve, César! Lee este escrito.

DECIO. — Trebonio desea que echéis una ojeada, en un momento libre, sobre esta humilde petición suya.

ARTEMIDORO. — ¡Oh César! Lee primero la mía, que toca más cerca a César. ¡Léela, gran César!

CÉSAR. — Lo que no atañe más que a nuestra persona, será examinado lo último.

ARTEMIDORO. — ¡No lo difieras, César! ¡Léela en seguida!

CÉSAR. — ¡Pero qué! ¿Está loco ese mozo?

PUBLIO. — ¡Deja paso, tunante!

CASIO. — ¿Qué es eso? ¿Insistís en vuestras peticiones en la calle? Venid al Capitolio.

CÉSAR entra al Capitolio. Los demás le siguen. Todos los senadores se levantan

POPILIO. — Deseo que vuestra empresa pueda hoy triunfar.

CASIO. — ¿Qué empresa, Popilio?

POPILIO. — ¡Que lo paséis bien!

(Se adelanta hacia CÉSAR.)

BRUTO. — ¿Qué dice Popilio Lena?

CASIO. — Que desea que nuestra empresa pueda triunfar. ¡Temo que se hayan descubierto nuestros planes!

BRUTO. — ¡Mira cómo se aproxima a César! ¡Obsérvale!

CASIO. — ¡Sé rápido, Casca, pues tememos que se prevenga! ¿Qué debemos hacer, Bruto? ¡Si esto se descubre, ni Casio ni César volverán jamás vivos, pues me daré la muerte!

BRUTO. — ¡Firmeza, Casio! ¡No es de nuestro proyecto de lo que habla Popilio Lena, pues, mirad, se sonríe y César no cambia!

CASIO. — ¡Trebonio aprovecha su tiempo, pues ved, Bruto, cómo se lleva afuera a Marco Antonio!

Salen ANTONIO y TBEBONIO. CÉSAR y los senadores ocupan sus asientos

DECIO. — ¿Dónde está Metelo Címber? Que se adelante y presente ahora su solicitud a César.

BRUTO. — ¡Está preparado! ¡Poneos junto a él y secundadle!

CINA. — ¡Casca, vos sois el primero que ha de levantar la mano!

CÉSAR. — ¿Estamos todos dispuestos? ¡A ver ahora! ¿Qué cosa hay mal hecha que deben rectificar César y su Senado?

METELO. —¡Muy alto, muy grande y muy poderoso César! Metelo Címber depone ante tus plantas un humilde corazón...

(Arrodillándose.)

CÉSAR. — ¡Debo advertirte, Címber, que estas genuflexiones y rastreras cortesías pueden conmover a un hombre vulgar y transformar las sentencias y decretos primordiales en juego de niños! No te ilusiones pensando que César lleva una sangre tan rebelde que pueda cambiar su verdadera calidad con lo que hace palpitar al necio, es decir, con dulces palabras, con humillantes y encorvadas reverencias y bajas adulaciones serviles. ¡Tu hermano está desterrado, por un decreto! ¡Si te postras y ruegas y adulas por él te aparto de mi camino como a un perro! ¡Sabe .que César no es injusto, ni sin causa se dará por satisfecho!

METELO. — ¿No hay ninguna voz más digna que la mía que suene más grata a los oídos del gran César, para pedirle el retorno de mi expatriado hermano?

BRUTO. — Te beso la mano, César, pero sin adulación, suplicándote que otorgues a Publio Címber un regreso inmediato y sin condiciones.

CÉSAR. — ¡Cómo! ¡Bruto!

BRUTO. — ¡Perdón, César; César, perdón! Casio se postra igualmente a tus pies para implorar la libertad de Publio Címber.

CÉSAR. — ¡Podría ablandarme si fuera como vosotros! Si pudiera rebajarme a suplicar, los ruegos me conmoverían, pero soy constante como la estrella polar, que por su fijeza e inmovilidad no tiene semejanza con ninguna otra del firmamento. ¡Esmaltados están los cielos con innumerables chispas, todas de fuego y todas resplandecientes, pero entre ellas sólo una mantiene su lugar! Así ocurre en el mundo: poblado está de hombres, y los hombres se componen de carne y sangre y disfrutan de inteligencia. Y sin embargo, sólo conozco uno entre todos que permanezca en su puesto, inquebrantable a la presión. ¡Y que ése soy yo lo probaré de la siguiente manera: firme he sido en que se desterrase a Címber, y firme soy en mantenerlo así!

CINA. — ¡Oh César!...

CÉSAR. — ¡Fuera! ¿Pretendes elevar el Olimpo?

DECIO. — ¡Gran Cesar!...

CÉSAR. — ¿No está Bruto arrodillado en vano?

CASCA. — Hablen mis manos por mí.

(CASCA hiere primero a CÉSAR, después los demás conspiradores, y finalmente BRUTO.)

CÉSAR. — ¡Et tu, Brute! ¡Muere entonces, César!

(Muere. Los senadores y el pueblo huyen en tropel.)

CINA. — ¡Libertad! ¡Independencia! ¡La tiranía ha muerto! ¡Corred, proclamadlo, pregonadlo por las calle!

CASIO.—Que suban, algunos de los tribunos populares y griten: «¡Libertad, independencia y emancipación!»

BRUTO. — ¡Pueblo y senadores, no os asustéis! ¡No huyáis! ¡Permaneced quietos! ¡La ambición ha pagado su deuda.!

CASCA. — ¡Ocupad la tribuna, Bruto!

DECIO. — Y Casio también. BRUTO. — ¿Dónde está Publio?

CINA. — ¡Aquí, completamente azorado con este tumulto!

METELO. — ¡Aprestémonos juntos a la defensa, no sea que algún amigo de César intentara...!

BRUTO. — ¡Nada de aprestarse a la defensa! ¡Ánimo tranquilo, Publio! ¡Ningún peligro amenaza a vuestra persona ni a la de ningún otro romano! ¡Decidlo así, Publio!

CASIO. — ¡Y dejadnos, Publio, ya que el pueblo, precipitándose sobre nosotros, podría causar daño a vuestra ancianidad!

BRUTO. — Sí, hacedlo, y que nadie responda de las consecuencias de esta acción sino nosotros, sus autores.

(Vuelve a entrar TREBONIO.)

CASIO. — ¿Dónde está Antonio? TREBONIO. — ¡Ha huido atemorizado a su casa! ¡Hombres, mujeres y niños se miran con terror, corriendo y gritando como si fuera el día del juicio'.

BRUTO. — ¡Dadnos a conocer vuestra voluntad, destinos! ¡Sabemos que hemos de morir! ¡Sólo el instante y los días que restan es lo que importa al hombre!

CASIO. — ¡Bah! Quien merma veinte años de su vida, ésos suprime de estar temiendo a la muerte.

BRUTO. — ¡Convenid en eso, y la muerte resulta entonces un beneficio! De este modo, somos amigos de César, pues hemos abreviado su tiempo de temor a la muerte. ¡Inclinémonos, romanos, inclinémonos y bañemos nuestras manos hasta el codo en la sangre de César, y de ella salpiquemos nuestras espaldas! Salgamos después hasta la calle pública y, blandiendo sobre nuestras cabezas las enrojecidas armas, clamemos todos: «¡Paz, independencia y libertad!»

CASIO. — ¡Inclinémonos, pues, y lavémonos en su sangre! ¡Cuántos siglos verán representar esta sublime escena en naciones que están por nacer y en lenguas aún desconocidas!

BRUTO. — ¡Cuántas veces se verá sangrar a César sobre el teatro! ¡Y ahora yace a los pies de Pompeyo, no más preciado que el polvo!

CASIO. — ¡Y cuantas veces suceda, otras tantas se dirá de nosotros que fuimos hombres que dieron la libertad a su patria!

DECIO. — ¿Qué? ¿Salimos?

CASIO. — ¡Sí, en marcha todos! ¡Bruto nos guiará, y nosotros le daremos por séquito los mejores y más valerosos corazones de Roma!

(Entra un CRIADO.)

BRUTO. — ¡Atención! ¿Quién llega? ¡Uno de los de Antonio!

CRIADO. — Mi señor me encarga que así me arrodille, Bruto. Marco Antonio me ordena que así me postre, y una vez postrado, que diga de este modo: «Bruto es noble, sabio, valiente y leal. César era prepotente, temerario, regio y bondadoso. Di que amo a Bruto y que le honro. Di que temía a César, que le veneraba y le quería. Si Bruto da seguridad a Antonio de que puede sin temor ir a su encuentro y de que ha de convencerle de que César ha merecido la muerte, Marco Antonio no amará más a César muerto que a Bruto vivo, sino que seguirá la suerte y riesgos del noble Bruto, a través de los azares de esta situación crítica, con entera lealtad.» He aquí lo que dice Antonio mi señor.

BRUTO. — Tu señor es un discretísimo y valiente romano. Jamás he pensado menos de él. Dile que si gusta venir a este lugar, será satisfecho, y juro por mi honor que partirá sin ofensa.

CRIADO. — Voy a traerle inmediatamente. BRUTO. — Espero que lo tendremos por amigo.

CASIO. — Celebraría que fuese posible; pero confieso que lo temo mucho, y mis presentimientos sagaces acertaron siempre.

(Vuelve a entrar AHTOSÍIO.)

BRUTO. — Pues aquí llega Antonio. ¡Bienvenido, Marco Antonio!

ANTONIO. — ¡Oh excelso César! ¿Tan abatido yaces? ¿Todas tus glorias, conquistas, triunfos y despojos se han reducido a esto? ¡Adiós a ti! Desconozco, patricios, lo que intentáis; quién todavía deberá verter su sangre, qué otro de rango elevado. ¡Si soy yo, ninguna hora mejor para morir que la que ha visto caer a César, ni ningún instrumento la mitad tan digno cómo esas vuestras espadas, enriquecidas ya con la sangre más noble de todo el universo! ¡Si os soy odioso, os suplico que satisfagáis vuestro resentimiento ahora, mientras vuestras manos purpúreas humean y exhalan el vapor de la sangre! ¡Viviera cien años, y nunca me hallaría tan dispuesto a morir! ¡Ningún sitio me agradaría tanto como aquí, con César, ni ningún género de muerte como recibirla de vosotros, los altos y selectos espíritus de esta edad!

BRUTO. — ¡Oh Antonio! ¡No supliquéis de nosotros la muerte! ¡Aunque ahora aparezcamos sanguinarios y crueles, como podéis juzgar por nuestras manos y por este acto que acabamos de consumar, no veis más que nuestras manos y su obra sangrienta! ¡No veis nuestros corazones! ¡Son compasivos, y la compasión al infortunio general de Roma —pues como el fuego apaga el fuego, la compasión apaga la compasión— ha realizado este hecho en César! ¡En cuanto a vos, Marco Antonio, nuestras espadas carecen de punta! ¡Nuestros brazos, fuertes contra la malicia, nuestros corazones, de temple fraternal, os acogen con todo afecto, sana intención y reverencia!

CASIO. — Vuestro voto alcanzará tanto influjo como el que más en el reparto de las nuevas dignidades.

BRUTO. — Esperad únicamente a que hayamos apaciguado a la muchedumbre loca de miedo, y entonces os explicaremos por qué yo, que amaba a César en el instante de herirle, he procedido así.

ANTONIO. — No dudo de vuestra rectitud. Tiéndame cada uno su mano ensangrentada. Primero, Marco Bruto, estrecharé la vuestra. En seguida, Cayo Casio, la de vos. Ahora, la de Decio Bruto, la de Metelo; la vuestra, Cina, y la vuestra, mi valiente Casca. Y por último, aunque no inferior en mi afecto, la vuestra, buen Trebonio. Caballeros todos..., ¡ay!, ¿qué diré? Mi reputación se asienta ahora sobre una pendiente tan resbaladiza, que sólo podréis considerarme de una de estas dos odiosas maneras: o como cobarde o como adulador. ¡Te amé, César! ¡Oh, es verdad! Si tu alma nos contempla ahora, ¿no te afligirá aún más que tu muerte ver a Antonio hacer la paz estrechando las manos sangrientas de tus enemigos —¡oh tú, el más noble!— en presencia de tu cadáver? ¡Si tuviera yo tantos ojos como tú heridas y corrieran mis lágrimas con tanta abundancia como tu sangre, esto parecería más digno en mí que unirme en términos de amistad con tus adversarios! ¡Perdóname, Julio! ¡Intrépido ciervo, aquí fuiste cazado! ¡Aquí caíste y aquí están en pie tus cazadores con las señales de tus despojos y el carmesí de tu sangre! ¡Oh mundo!, tú eras el bosque de este ciervo, y él era en verdad, ¡oh mundo!, tu corazón. ¡Semejante a un ciervo herido por muchos príncipes, yaces aquí!

CASIO.—Marco Antonio...

ANTONIO. — ¡Perdóname, Cayo Casio! ¡Los enemigos de César dirían esto mismo! Luego en un amigo es fría moderación.

CASIO. — No os censuro porque así elogiéis a César; pero ¿qué pacto pensáis hacer con nosotros? ¿Queréis ser contado en el número de nuestros amigos, o seguiremos nuestra marcha prescindiendo de vos?

ANTONIO. — Con ese fin os apretó las manos; pero, en verdad, me desvié de la cuestión al ver yacente a César. De todos vosotros soy amigo y a todos os aprecio, en la esperanza de que me daréis razones de cómo y por qué era César peligroso.

BRUTO. — ¡De otra manera sería éste un espectáculo salvaje! Nuestras razones son tan justas y bien fundadas, que aunque fuerais hijo de César quedaríais satisfecho, Antonio.

ANTONIO. — Eso es cuanto busco. Y solicito además licencia para exhibir su cuerpo en la plaza pública y hablar desde la tribuna, como cumple a un amigo, en la celebración de sus exequias fúnebres.

BRUTO. — Lo harás, Marco Antonio. CASIO. — Bruto, una palabra con vos.

(Aparte, a BRUTO.)

¡No sabéis lo que estáis haciendo! ¡No permitáis que hable Antonio en el funeral! ¿Sabéis hasta qué punto puede conmoverse el pueblo con sus palabras?

BRUTO. — (Aparte.) Con vuestro permiso. Yo mismo subiré primero a la tribuna y expondré los motivos de la muerte de César; diré que hablará Antonio; que cuanto diga lleva nuestro consentimiento y sanción, y que nos complacemos en que se tributen a César todos los ritos y ceremonias legales. Esto nos proporcionará más ventaja que culpabilidad.

CASIO. — ¡No sé lo que pueda sobrevenir! ¡No me gusta esto!

BRUTO. — Marco Antonio, aquí, tomad el cuerpo de César. En vuestra oración fúnebre no nos censuréis; pero hablad de César cuanto de bueno podáis imaginar, y decid que tenéis para ello nuestra venia. De lo contrario, no intervendréis de ningún modo en su funeral. Y hablaréis en la misma tribuna que yo ocupe y una vez qué yo haya terminado mi discurso.

ANTONIO. — Sea así; no deseo más. BRUTO. — Recoged, pues, el cuerpo y seguidnos.

(Salen todos, menos ANTONIO.)

ANTONIO. — ¡Oh, perdóname, trozo de barro ensangrentado, que aparezca suave y humilde con estos carniceros! ¡Tú representas la ruina del hombre más insigne que viviera jamás en el curso de las épocas! ¡Ay de las manos que vertieron esta preciosa sangre! ¡Ante tus heridas, frescas todavía —cuyas mudas bocas, cuyos rojizos labios se entreabren para invocar de mi lengua la voz y la expresión—, profetizo ahora: caerá una maldición sobre los huesos del hombre: discordias intestinas y los furores de la guerra civil devastarán a Italia entera! ¡Sangre y destrucción serán tan comunes y las escenas de muerte tan familiares que las madres se contentarán con sonreir ante la vista de sus niños descuartizados por las manos de la guerra! ¡Las acciones bárbaras sofocarán toda piedad! ¡Y el espíritu de César, hambriento de venganza, vendrá en compañía de Atis ( La diosa de la venganza), salida del infierno, y gritará en estos confines con su regia voz: «¡Matanza!», y desencadenará los perros de la guerra! ¡Este crimen se extenderá a todo el universo por los ayes de los moribundos solicitando sepultura!

(Entra un CRIADO.)

¿Estáis al servicio de Octavio César? ¿No es cierto?

CRIADO. — Sí, Marco Antonio.

ANTONIO. — César le escribió para que viniera a Roma.

CRIADO. — Recibió sus cartas y está en camino. Me encargó que os dijera de viva voz una palabra... ¡Oh César,.,

(Viendo el cuerpo.)

ANTONIO. — ¡Tu corazón, es generoso! ¡Apártate y llora! Veo que la aflicción es contagiosa, pues mis ojos, mirando esas gotas de dolor que destilan los tuyos, se anegan en lágrimas. ¿Está en camino tu amo?

CRIADO. — Esta noche quedará a unas siete leguas de Roma.

ANTONIO. — ¡Vuelve en seguida a su encuentro y dile lo ocurrido! ¡Aquí no hay más que una Roma enlutada, una Roma peligrosa, no una Roma donde Octavio esté todavía seguro! Sal de aquí y adviérteselo... Pero quédate un instante. No te marches hasta que haya yo transportado este cadáver a la plaza pública. Allí sondearé con mi arenga cómo ha recibido el pueblo la cruel resolución de esos hombres sanguinarios. Según lo que ocurra, darás cuenta al joven Octavio del estado de las cosas. Ayúdame. (Salen con cuerpo de CÉSAR.) .

Las Tragedias de William Shakespeare

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