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¿ACCIDENTE O TARA?

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Como ocurría por lo general con los infantes de su clase, Charles-Maurice fue enviado a un faubourg de París, en este caso el conocido como Saint-Jacques, para que lo criara una nodriza hasta los cuatro años. No fue, pues, una excepción; el hermano mayor, fallecido, también había sido llevado a una nodriza y no había ocurrido nada. No puede decirse lo mismo en su caso. He aquí cómo nos lo cuenta él en sus Memorias del príncipe de Talleyrand, a las que recurriremos con frecuencia. En líneas generales son bastante creíbles porque, aunque calla lo que no le interesa que se sepa, no suele mentir. Talleyrand resultó a lo largo de su vida un celoso dueño de sus silencios, que fueron muchos, pero casi nunca pretende engañarnos.

A los cuatro años [...] la mujer con la que me habían puesto a pensión me dejó caer de encima de una cómoda. Me dañé un pie [el derecho]. Pasó meses sin decirlo y solo se dieron cuenta cuando me vinieron a buscar para enviarme al Périgord, a casa de Mme de Chalais, mi bisabuela. [...] Por entonces había pasado demasiado tiempo desde el accidente como para poder curarme. El otro pie, que a lo largo de aquel tiempo de dolor tuvo que soportar solo el peso de mi cuerpo, se había debilitado. Quedé cojo de por vida.

Desde su primera infancia se vio obligado, pues, a andar apoyado en una especie de muleta rudimentaria. Puede verse su calzado «especial» en su mansión de Valençay y en el Museo Carnavalet de París. El zapato tiene la forma de un pie de elefante de armadura metálica completado por una férula de hierro que discurre por la cara interior de la pantorrilla y se fija por

debajo de la rodilla a un sólido collar de cuero. Su visión estremece como la de un instrumento de tortura. De todos modos, frente a esta versión que sostiene el propio interesado y que no se discutió en un principio, a lo largo del siglo XIX y del que le siguió otros especialistas mantuvieron muy pronto que el defecto era hereditario y que el niño nació «marcado»: no cabía hablar, pues, de accidente, sino de «tara». Además, como el sabio doctor e historiador Agustin Cabanès (1862-1928) sostenía que este defecto venía acompañado de anomalías intelectuales y morales, el detalle encantó a los que de entrada detestaban al personaje. Explicaba la maldad de aquel auténtico «monstruo de la naturaleza», al que odiaban más que a ningún otro hombre público de la época. Pero seguramente Cabanès no se equivocaba del todo.

Casi dos siglos después, en 1988, uno de sus biógrafos, Michel Poniatowski, afirmó a partir de estudios médicos que el niño había nacido con una malformación que afectaba no a uno sino a los dos pies. Se trataba del llamado «síndrome de Marfan», consistente en un crecimiento desproporcionado de pies y manos. En su caso, había nacido con un pie izquierdo plano y largo y un pie derecho corto, gravemente atrofiado. A mayor abundamiento, el defecto se daba también en su tío Gabriel-Marie, que cojeaba ostensiblemente, uno de cuyos retratos nos lo muestran con un extraño calzado ortopédico parecido al de nuestro protagonista. Ello no privó al tío de hacer carrera militar, una carrera que a Charles-Maurice le fue negada. En 2003, uno de sus últimos y mejores biógrafos, Emmanuel de Waresquiel, se decantó decididamente por esta segunda versión y sostuvo que la finalidad de entregar el niño «estropeado» a la Iglesia no se debió tanto a su defecto físico ni a una especial falta de afecto paterno, sino al propósito de obtener para el chico, difícil de casar con una rica heredera por su «tara», puesto que «la marca» representaba un indudable peligro para la descendencia, la cuantiosa herencia de su riquísimo tío arzobispo.

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