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EL PRIMER CARGO IMPORTANTE

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Aunque la sede de su oficio se halla en Reims, Charles-Maurice tiene claro que en Francia todo lo realmente importante pasa por París, de modo que no duda en instalarse también en la capital. En noviembre del mismo año, 1777, alquila a las Damas Agustinas de Bellechasse por 2.2000 libras anuales «una casita pequeña y cómoda» de dos pisos en la Rue Saint-Dominique, comunicada por detrás con el patio del convento. La casita se encuentra en pleno faubourg Saint-Germain, a dos pasos del palacete de Guerchy que habían alquilado sus padres y el arzobispo. También su hermano Archambaud y su esposa viven cerca. Fueran los que fuesen sus sentimientos hacia sus padres, siempre hizo todo lo posible para no estar lejos de su familia. Parece que a partir de ese momento su relación con sus padres y hermanos se fue normalizando. La posición a la que había llegado neutralizó las barreras levantadas durante su juventud, en especial con su madre, algo que no impidió que años después les recriminara de vez en cuando en sus memorias pasados agravios de falta de cariño y de imposición de la carrera eclesiástica, quizá, como se ha dicho, para justificar su muy criticada conducta ulterior.

En febrero del mismo año su tío y mentor le había hecho elegir diputado y promotor de la Asamblea general de la Iglesia de Francia, que solía durar cinco o seis meses y se reunía, como ya se ha dicho, cada cinco años para revisar la administración del clero, resolver los conflictos de jurisdicción con la administración real y votar, entre otras cosas, la «donación gratuita» que se hacía al soberano mediante la cual la Iglesia contribuía a los gastos del reino. Cada una de las dieciséis provincias de la Iglesia francesa enviaba cuatro diputados. Aquel año la presidencia correspondía a monseñor de La Roche-Aymon, protector de su tío. En principio nuestro protagonista no tenía derecho al cargo porque solo era subdiácono (y la normativa exigía un ordenado in sacris) y, además, ni siquiera residía en la diócesis que le tocaba representar. Era imprescindible, como mínimo, que fuera ordenado.

A pesar de todo, parece que nadie se opuso a su nombramiento, quizá porque era «el más civilizado de los hombres, el más dueño de sí mismo y el más orgulloso, pero también el más discreto y evitaba injuriar y quejarse». Para salvar las apariencias, fue nombrado promotor juntamente con el abbé de Vogüé, que fue quien le había iniciado en las finanzas eclesiásticas, ámbito en el cual resultó un discípulo aventajado. Su función consistía básicamente en defender los bienes de la Iglesia contra las pretensiones del fisco real. La situación era complicada porque reinaba una enorme confusión sobre ciertos derechos feudales cedidos al clero que este se empeñaba en defender, ya que, en cuanto bienes de la Iglesia y no feudales, estaban exentos de impuestos. El memorial que Talleyrand redactó sobre esta cuestión fue excelente y determinó que a sus veintiún años fuera nombrado agente general del clero francés, es decir, representante y defensor permanente de los derechos económicos de la Iglesia francesa ante las finanzas reales, algo así como un ministro de Finanzas del clero.

Talleyrand

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