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TALLEYRAND EN FAMILIA
ОглавлениеLa relación de Talleyrand con Adélaïde de Flahaut, madre de su hijo desde 1785, no se había acabado y la visitaba siempre que podía en su apartamento del Louvre. Allí se cruzaba con su rival en el corazón de la dama, el también cojo gobernador Morris, representante en París del presidente Washington. Morris llevaba un diario de los acontecimientos empezado antes de la toma de la Bastilla en el cual calificaba a nuestro biografiado de «agudo, astuto, ambicioso y malicioso». También lo trataba en el salón de los Necker y constató la enorme admiración que Germaine sentía por el abbé de Périgord. El hombre, americano al fin, juzgaba su conversación brillante en exceso y confesaba «no sentirse en su constelación». Como era natural en un ciudadano de las antiguas colonias británicas independizadas, Morris confiaba en el éxito de la Revolución, aunque a veces parecía más interesado en el comercio del grano y las señoras guapas.
En sus cenas à trois chez Flahaut (nos las imaginamos pintadas por Greuze) se cansaba pronto de las disertaciones de Charles-Maurice sobre política y finanzas y solía dormirse. Convencido de que el obispo de Autun no daba la talla en la cama, se vanagloria en sus memorias de haber «satisfecho» a Adélaïde al menos en una de cada tres de sus visitas, salvo cuando tenía la regla o, excepcionalmente, el anciano marido se hallaba en casa. Con todo, reconocía los méritos de su rival y apoyaba la idea de que fuera nombrado ministro de Finanzas, aunque lamentaba que no tuviera más gente capaz a su alrededor y que no fuera un poco más trabajador. En dos palabras, daba a entender que era perezoso (y no solo en la cama). Siempre que se le presentaba la ocasión, el americano «lo aleccionaba» sobre los principios generales que redundan en beneficio de la salud y la riqueza de las naciones. Según él, la fuente de todo se hallaba «en el corazón del hombre». Desmiente, sin embargo, el mito de la pereza del obispo de Autun, que se encargó de poner en circulación Morris, pero que acompañó al obispo a lo largo de toda su vida, el hecho de que, aunque Charles-Maurice se levantara tarde, su labor en el naciente parlamento merece ser calificada sin reparos de titánica. Nunca volverá a trabajar tanto en su vida.
Cuando Morris discurseaba, Charles-Maurice, que no podía permitirse el lujo de renunciar a la eventual influencia que pudiera tener aquel hombre en su carrera, lo escuchaba con atención fingida. Pero no sirvió de mucho. El pobre Morris tenía mucha menos influencia en los asuntos de París de la que creía y el abbé de Périgord, aunque contaba también con el apoyo de Mme de Staël y sus íntimos, no se convirtió en ministro por el momento. A pesar de su inteligencia y moderación, le seguía persiguiendo la leyenda de su inmoralidad y codicia, de ser un jugador empedernido y un obispo «disipado». A su leyenda negra, el gobernador Morris había añadido (injustamente) su «insuperable pereza», quizá porque Talleyrand había aprendido del viejo Choiseul que el buen político es «el que sabe hacer trabajar a los demás». Y de hecho siguió mostrándose fiel a este consejo bajo el Directorio, el Consulado, el Imperio y la Restauración monárquica.
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1 El 20 de junio de 1789, los diputados que se dirigían a la reunión de los Estados Generales encontraron las puertas de la Cámara donde se celebraban las sesiones cerradas por orden del rey (so pretexto de unas reparaciones). A la vista de ello, los representantes del Tercer Estado se desplazaron al juego de pelota de Versalles (jeu de paume: hoy diríamos «la pista de tenis») para continuar sus deliberaciones. Allí juraron, inspirados por Mounier y Sieyès, «no separarse jamás y reunirse cuando así lo exigiesen las circunstancias hasta que la constitución del Reino sea establecida».