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UNA CONSAGRACIÓN REAL Y NUEVAS AMISTADES

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El 3 de mayo es nombrado canónigo de la catedral de Reims y el 3 de octubre abad comanditario de Saint-Denis de Reims, un cargo que le asegura unos ingresos considerables. Cinco días después agradece a sus compañeros canónigos que lo hayan aceptado entre ellos mediante este discurso, auténtico modelo de diplomacia:

Recibo con el más vivo reconocimiento la gracia que me habéis acordado. Un gran respeto por vuestra compañía, la más firme adhesión a sus miembros, el deseo más vivo de formar parte de vuestro cuerpo y la amistad que siempre habéis manifestado a mi tío son los únicos títulos que me reconozco para merecerlos. Espero, señores, que seguiréis conservando vuestras bondades para conmigo. Os garantizo todos mis esfuerzos para hacerme digno de ellas.

Entre ambas fechas hay un episodio que no se puede pasar por alto. El 11 de junio de 1775 Charles-Maurice asistió a la consagración de Luis XVI, en la cual participaron su tío como coadjutor del arzobispo consagrador (aún no era titular del cargo) y su padre, que tenía el honor de ser uno de los cuatro otages de la sainte Ampoule, los cuatro señores encargados de escoltarla desde la abadía de Saint-Remi de Reims hasta la catedral. Entre

sus obligaciones figuraba nada menos que «defenderla hasta la muerte». Entraban en la catedral a caballo precedidos por sus respectivos escuderos.

¿Qué era esa sainte Ampoule que parecía tener tanta importancia? Según un episodio de mitología cristiana recogido por Hincmar, arzobispo de Reims (802-882), era el frasquito que una paloma había traído volando a Remigio de Reims, futuro san Remigio (saint Rémy), para que untara con su aceite la frente del rey Clovis (Clodoveo I) cuando lo bautizó hacia el año 496. La historia nos recuerda la del santo Grial de la mitología artúrica y tal vez se inspiró en ella, pero no encontró un Wagner que la inmortalizara. Con el mantenimiento de esta tradición se pretendía insistir en la idea de que «Dios y solo Dios hace al rey, con la ayuda visible del sacerdote». Casi todos los reyes franceses fueron consagrados en la catedral de Reims hasta 1825, fecha en la cual el rey Carlos X de Francia accedió al trono. Este fue destronado por la Revolución de julio, en la que se coronó a Luis Felipe de Orleans, hijo de su tío el regicida Philippe-Égalité. También en su consagración estuvo presente Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord en calidad de gran chambelán de la corte.

En sus memorias no se detiene en la regia consagración salvo para decirnos que fue con motivo de ella que trabó las primeras amistades femeninas a su altura, destinadas a ser las fundadoras del «serrallo» episcopal y, luego, ministerial, que Talleyrand dominó con su personalidad y encanto:

Fue a partir de la consagración de Luis XVI que datan mis relaciones con varias mujeres cuyos méritos en diversos aspectos las hacían sobresalientes y cuya amistad no ha dejado nunca de arrojar un encanto sobre mi vida. Son madame la duquesa de Luynes, madame la duquesa de Fitz-James y madame la vizcondesa de Laval, de las que voy a hablaros...

También en sus memorias nos informa por extenso de una aventurilla picante de sus tiempos de seminarista que parece extraída de una novelita de Marivaux o del abbé Prévost. Su protagonista, Dorotea Dorinville, era una actriz de reparto de la Comedia Francesa, Luzy de nombre artístico, a la que conoció saliendo de misa en un día de lluvia. El joven le ofreció su paraguas y acompañarla a casa. «Ne permettrez-vous pas, ma belle demoiselle...?», nos parece escucharle cantando estas palabras de Fausto a Margarita en la ópera de Gounod. Y Luzy accedió.

Bonita e inocente, aunque era mayor que él, debió de sentirse muy halagada por la compañía de aquel elegante seminarista de hábito bien planchado que la acompañaba a diario a casa. Nos los imaginamos paseando cogidos de la mano por l’allée des Philosophes, frecuentada por Rousseau en 1741, y la llamada promenade des Soupirs, refugio de enamorados furtivos, dos espacios abiertos a los paseantes parisinos del jardín del Luxemburgo que «fundara» María de Médicis, como una Manon y un abbé des Grieux hechos realidad. La historia duró dos años y el memorialista nos cuenta que se sentían almas gemelas porque ambos se habían visto obligados por sus familias respectivas a seguir «vocaciones impuestas», pues ni ella quería dedicarse al teatro ni él al sacerdocio.

Aquella relación fue pronto del dominio público y la parejita empezó a formar parte del paisaje urbano de los alrededores de Saint-Sulpice (ella vivía en la Rue Férou). Charles-Maurice no hizo nada por disimular la situación (lo cual demuestra cuán poca importancia confería a las obligaciones que, en teoría, le esperaban), y su superior en el seminario tampoco se esforzó por atajarla. Hubiera debido despedir al muchacho de la institución que dirigía y quizás hubiese hecho un gran servicio a la Iglesia y a Talleyrand... o no. Pero seguramente prefirió «hacer la vista gorda» y evitar un escándalo. Comenta Lacour-Gayet: «[…] el muchacho debió a las condiciones inseparables de su cuna y, sobre todo, al respeto y consideración que se tenía por los méritos y virtudes del arzobispo de Reims, su tío, que no se le echara a cajas destempladas».

Es el primer amor que se le conoce. A partir de la consagración real tomó conciencia de que un personaje como el que se

proponía llegar a ser algún día (dentro o fuera de la Iglesia) no debía ni podía enredarse con gente de la farándula. Y se mostró fiel a su compromiso, pues entre la larga lista de mujeres que le adoraron no hallamos actrices, bailarinas ni cantantes de l’Opéra, como en el caso del obispo de la canción citada, aunque acabó contrayendo matrimonio con algo mucho peor: una cortesana gastada y necia. Pero fueron órdenes de Napoleón.

No cuesta mucho imaginar lo que pensaba Talleyrand de la sainte Ampoule y de toda la ridícula parafernalia que la rodeaba, pero cuando el rey le dio el 24 de septiembre del mismo año la abadía de Saint-Remy de Reims, que disponía de un beneficio de 18.000 libras, es seguro que se puso muy contento. Tras haber vivido hasta entonces dependiendo de su familia y del seminario, sintió, como él mismo nos cuenta, «l’orgueilleux plaisir de tenir de lui seul toute son existence» («el placer orgulloso de obtener de sí mismo toda su existencia») y califica de moment doux aquel en que recibió el primer pago. Hay que decir en su honor que lo primero que hizo con aquel dinero fue saldar las deudas que sus padres mantenían todavía con el colegio de Harcourt y este con el pobre profesor Langlois, el cual, al parecer, hacía tiempo que no cobraba. A estos emolumentos vinieron a unirse los que le correspondían como titular de la capilla de la Virgen en la parroquia de Saint-Pierre: otras 18.000 libras. Si no se convirtió, empezó a resignarse.

Cuando en septiembre de 1779 fue incorporado definitivamente a la diócesis de Reims, recibió el diaconado, que le fue conferido por monseñor de La Rochefoucauld, obispo-conde de Beauvais. Ya podía, pues, con plena legitimidad, «servir al altar, bautizar y predicar», pero le faltaba ascender el último escalón, imprescindible para lo que la Iglesia quería hacer de él: la ordenación sacerdotal. Y el tema alberga importancia suficiente como para que pasemos a un nuevo capítulo.

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1 In partibus (infidelium). Locución latina que significa literalmente «en tierra de infieles». En su sentido originario se aplica al obispo al que se le asigna una diócesis en territorio no cristiano, donde no reside y, en consecuencia, no ejerce: «Se le ha asignado una diócesis desaparecida de Mauritania (Partenia)».

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