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CHARLES-MAURICE EN EL VIVERO DE LOS OBISPOS

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En 1770 Talleyrand entró al fin en el seminario de Saint-Sulpice, conocido como «el vivero de los obispos», donde pasó los siguientes cuatro años. La pensión no era barata: 580 libras al año, y los estudios que ofrecía consistían en dos años de filosofía y tres de teología que preparaban a los alumnos para pasar su tesis de bachiller. Luego, tres años más de teología en la Sorbona completarían la formación exigida al «buen sacerdote». Resulta creíble, dada su tendencia a sentirse en todo distinto y superior a

los demás (quizá porque lo era), que no mienta cuando nos describe su actitud en el seminario en estos términos:

Durante los recreos me retiraba a una biblioteca en la que buscaba y devoraba los libros más revolucionarios que podía hallar, y me alimentaba de la historia, de los amotinamientos, las sediciones y los trastornos políticos que se habían dado en todos los países.

Con todo, no debía de ser tan mala la vida del seminario, puesto que en 1815 contó a Alexis de Noailles que el superior general M. Bourrachot le daba excelentes consejos y que estimaba a M. Legrand, doctor en teología. Muchos años después, en 1821, elogió a monseñor Bourlier, obispo de Evreux y antiguo «sulpiciano», quizá porque durante la Restauración siempre se agradecía un elogio de la institución, pero fuerza es reconocer que a lo largo de toda su vida Talleyrand nunca dejó de mostrarse respetuoso con los sacerdotes, tal vez porque nunca dejó de considerarlos de algún modo «colegas suyos».

Las clases se impartían en una gran aula de la planta baja con capacidad para ochocientos alumnos. Allí aprendió, por encima de todo, esa manera particular de estar en sociedad, a la vez discreta, amable, mesurada y cortés, que se llevaba en Saint-Sulpice, a la que llama le bon maintien, expresión difícil de traducir equivalente a guardar las formas. Él mismo trata de explicárnosla en una nota:

Como el lenguaje de la acción o la palabra, la contención [le maintien] es también una lengua, la más limitada de las tres, pero también la más sencilla y la más exacta. Cuando la palabra con sus acentos y la acción con sus movimientos se lanzan a todos los excesos, saltándose los límites, la buena contención suele detenerlas, hacerles dar marcha atrás y encuadrarlas dentro de los límites de la circunspección. [...] Es gracias a la confianza que la buena contención inspira y merece como Saint-Sulpice ha logrado conservar y restablecer una paz siempre fácil de romper entre la Iglesia y el mundo.

El difícil Concordato firmado por Napoleón y Roma en 1801, en cuya redacción tanto intervino Talleyrand, a la sazón ministro de Asuntos Exteriores del primer cónsul, es una prueba de hasta qué punto Charles-Maurice dominaba el arte de la contención. En líneas generales, no guarda un mal recuerdo de aquellos años. En 1814, hallándose en Viena en representación de su país en el Congreso, reconoció al conde de Noailles y le dijo: «Cuando quiero sentirme feliz, sueño con Saint-Sulpice y evoco los recuerdos de aquellos tiempos. Había entonces buenas cabezas en el seminario». Entre sus compañeros de estudio se contaban retoños de familias notables como M. La Coste de Beaufort, primo hermano del marqués de Pompignan. Tutelaron a Charles-Maurice los abbés Bourlier, futuro obispo de Evreux, y Charles Mannay, que no tardó en convertirse en vicario general de Reims.

Con todo, su auténtica «hada madrina» sigue siendo su tío Alexandre-Angélique, que, a partir de 1777, tras la muerte de su antecesor de La Roche-Aymon, pasa a ser el todopoderoso arzobispo-duque de Reims. No pocos historiadores le han reprochado su «ciego nepotismo». En efecto: fue él quien obtuvo para su sobrino la dispensa necesaria «por su aplicación al estudio y su talento» para que pudiera presentar y aprobar su tesis de bachiller dos años antes de los veintidós obligatorios. Talleyrand la expondrá el 22 de septiembre de 1774. El tema: Quaenam est scientia quam custodient labea sacerdotis, («¿Cuál es la ciencia que guardan los labios del sacerdote?»), y en su redacción intervino no poco su director, el abbé M. Mannay, al cual el bachiller guardó siempre un sincero reconocimiento. En cuanto pudo, lo hizo obispo de Tréveris.

Paralelamente a sus estudios, su carrera eclesiástica resultó meteórica: el 28 de mayo de 1774 recibe las órdenes menores del obispo de Quimper y el 1 de abril de 1775 el subdiaconado del de Lombez en la iglesia de Saint-Nicolas-du-Chardonnet, primera orden mayor, que imponía ya la castidad perpetua. Se cuenta que la vigilia de ser ordenado dijo a su superior, M. de Cussac: «Me fuerzan a ser eclesiástico y se arrepentirán». La frase, recogida por Georges Lacour-Gayet (1856-1935), autor de la biografía más voluminosa (cuatro tomos) que se ha escrito sobre el personaje, sigue siendo repetida por los historiadores que, como Orieux, responsabilizan de todas las traiciones y diabluras del personaje a una vocación impuesta por sus padres. No obstante, la consistencia de su carácter y la ligereza con que pasa de una situación a otra obteniendo siempre algún beneficio para sí mismo nos permiten ponerlo en duda y nos impiden compadecerlo demasiado. Para ello ya tenía a la infeliz Luzy de paño de lágrimas, a la cual no tardaremos en referirnos.

Talleyrand

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