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«Cuando me examino a fondo, me preocupo, pero cuando me comparo, recobro la seguridad en mí mismo».

CHARLES-MAURICE DE TALLEYRAND-PÉRIGORD

«Seguramente Napoleón era superior a los demás. Lo esencial era el hecho de que los hombres estaban seguros de alcanzar sus objetivos bajo su dirección. Por ello se comprometían con él como lo hacen con cualquiera que les inspire una certidumbre parecida. Los actores siguen a un nuevo director del cual esperan obtener un bello papel. Es una vieja historia que se renueva sin cesar. La naturaleza humana está hecha así. Nadie sirve gratuitamente a los otros, pero si uno sabe que por este medio se sirve a sí mismo, lo hace con gusto. Napoleón conocía a los hombres y sabía sacar partido de sus debilidades».

J.W. VON GOETHE, Conversaciones con Eckermann

«Era un personaje raro, temido y considerable: se llamaba Charles-Maurice de Périgord. Era noble como Maquiavelo, sacerdote como Gondi, défroqué como Fouché, ingenioso como Voltaire y cojo como el diablo. Podría decirse que todo cojeaba junto con él: la nobleza, que había convertido en sierva de la república, el sacerdocio, que había arrastrado al Campo de Marte y luego arrojado al arroyo, y el matrimonio, que había roto con mil escándalos y una separación voluntaria. También su talento, que deshonró con su bajeza...

Había hecho todo eso en su palacio y a este palacio, como una araña en medio de su tela, había atraído y capturado héroes, pensadores, conquistadores, grandes hombres, reyes, príncipes y emperadores. Bonaparte, Sieyès, Mme de Staël, Chateaubriand, Benjamin Constant, Alejandro de Rusia, Guillermo de Prusia, Francisco de Austria, Luis XVIII y Luis Felipe: las moscas doradas que zumban en la historia de los últimos cuarenta años. Todo este enjambre brillante, fascinado por el ojo profundo de este hombre, había pasado sucesivamente por debajo de la puerta cuya arquitectura lleva la inscripción Hôtel Talleyrand.

Pues bien: anteayer, 17 de mayo de 1838, este hombre ha muerto. Han venido unos médicos y han embalsamado su cadáver. Para ello, a la manera de los egipcios, han extraído las entrañas de su vientre y el cerebro de su cráneo. Concluido el proceso, una vez encerrado el príncipe de Talleyrand y convertido en momia en un sarcófago tapizado de satén, se han retirado dejando sobre una mesa su cerebro, ese cerebro que había pensado tantas

cosas, inspirado a tantos hombres, construido tantos edificios, dirigido dos revoluciones, engañado a veinte reyes, contenido el mundo entero. Cuando hubieron partido los médicos, ha entrado un criado, ha visto lo que han dejado: ¡Vaya! ¡Han olvidado eso! ¿Qué hacer con ello? Entonces se ha acordado de que había una cloaca en la calle, ha ido a ella y ha arrojado el cerebro a la cloaca».

VICTOR HUGO

«Entre el clero democrático el único orador digno de ser mencionado fue el párroco de Emberménil, Hénri Grégoire, un cristiano fervoroso y un jansenista más fervoroso todavía, todo él hecho de odios: odio a la impiedad, odio a los papistas, odio a la realeza. Se creía “evangélico”, pero lo era en una versión lúgubre. Y, sin embargo, era sincero, honesto y, a veces, mostró una gran nobleza de carácter. Maurice de Talleyrand, obispo de Autun, fue su contrafigura: ya entonces era “una mierda en una media de seda”. La víspera misma de los días de octubre estaba buscando aún su camino con su hocico al viento. A la mañana siguiente su mente se había decidido: la Revolución había triunfado y él, sentado con la izquierda, iba a traicionar su orden, su Iglesia, su rey, su propia alma y, sonriendo mientras lo hacía, las ropas que llevaba. Sin ni siquiera levantar odios entre aquellos a quien vendía, vendió a todo el mundo... Seductor, persuasivo, corrupto, deshonesto, elevó el espíritu de la traición al nivel del genio».

LOUIS MADELIN, 1911

«Los “racionalistas” —los defensores de la modernidad, de una monarquía popular, de un orden económico y legal de carácter liberal, como Barnave, Talleyrand, el marqués de Condorcet y el astrónomo Sylvain Bailly— eran todos producto del iluminismo tardío. Creían en la libertad, el progreso, la ciencia, la propiedad privada y una administración justa, y eran herederos de la ética reformista de Luis XV y auténticos predecesores de la “nueva notabilidad” que surgiría después de que la Revolución hubiera completado su curso. Usaban un lenguaje razonable y mantenían la cabeza fría. Lo que tenían en mente era una nación dotada, a través de sus representantes, del poder de apartar todo lo que se oponía a la modernidad. Un estado (muy probablemente una monarquía) no haría la guerra a la Francia de 1780, y, en cambio, esta realizaría sus promesas».

SIMON SCHAMA, 1989

«Vivió en una de las épocas más peligrosas que Europa ha conocido dirigiéndola, sobreviviendo, moldeándola sin un pestañeo. El gran juego de la vida del más aristocrático de los estadistas consiste en no abandonar nunca el juego, y juega muy bien, tan bien que muy pocos se le han podido comparar en el arte de encarrilar el mundo».

DAVID LAWDAY, 2006

Talleyrand

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