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EN BUSCA DE AIRES SALUTÍFEROS: LOS AÑOS EN CHALAIS

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Aunque los pies de su hijo mayor no parecían inquietar mucho a los progenitores y Talleyrand se lo reprocha numerosas veces (todavía en 1792, exiliado en Londres y sin un céntimo, cuenta a un amigo que ni su padre ni su madre le habían besado nunca, algo que resulta difícil de creer), su salud sí les preocupaba, sobre todo tras haber perdido al que hubiera sido el auténtico primogénito de la familia, por lo que su madre lo llevó en 1757 a tomar las aguas de Forges. Desde el principio fue confiado a los cuidados de la ya citada Mademoiselle Charlemagne, mujer de confianza de la familia que había pasado de servir a la marquesa d’Antigny a ocuparse de su hija, que es la que se encarga en 1758 de llevarlo a pasar dos años en la mansión de la princesa de Chalais en Santonge. Ya empezaba a estar extendida en la época la fe en los poderes salutíferos de la vida campestre, que Rousseau se encargaría de reforzar.

La madre se excusa: tras un aborto, su salud es precaria y, aunque no lo dice, quitarse el niño de encima le resulta claramente beneficioso dada la mala situación financiera del aún joven matrimonio. Incluso a la hora de costear el viaje se nota el afán ahorrador de los padres, al menos en lo que respecta al que entonces era todavía su único hijo, puesto que Archambaud no había nacido aún. De la mano de Mademoiselle Charlemagne, que sentía un enorme afecto por el «cojito», un afecto que el niño le devolvió con creces, Charles-Maurice viajó en una democrática diligencia, de manera que para hacer un recorrido de cuatrocientos veinte kilómetros tardó diecisiete días, durante los cuales se alojaba por las noches en las posadas más baratas que había por el camino.

En sus memorias Talleyrand se extiende largamente sobre esos dos años en casa de su bisabuela, Marie-Françoise de Rochechouart-Mortemart, princesa de Chalais. La anciana era nieta de Colbert e hija de M. de Vivonne, padre de Mme de Montespan, la que fuera amante de Luis XIV. Viuda de su matrimonio con Michel Chamillart, marqués de Cany, tenía a la sazón setenta y dos años. Había sido dama de palacio de María Leszczyńska, la esposa polaca de Luis XV, y se había retirado de la corte en los años cuarenta para instalarse en su dominio de Chalais hasta su muerte, ocurrida en 1771. La dama conservó siempre lo que se

llamaba l’esprit Mortemart, una forma particular de humor que se asociaba tradicionalmente a los miembros de la casa Rochechouart-Mortemart a partir del siglo XVII. Se ha definido como «brillante y cáustico» y, en general, poco respetuoso con los cortesanos más altivos, de los que se burlaban sin llegar a la ofensa. Saint-Simon lo advirtió y lo glosó en sus memorias.

En las suyas el propio Talleyrand reconoce que aquella mujer «avait conservé ce que l’on appelait encore l’esprit des Mortemart: c’était son nom». A su lado, el chico tuvo la revelación inconsciente pero imborrable de su personalidad y se inició en el arte de vivir propio de su raza, una representación de la cual parecía haber subsistido en la persona de su bisabuela para transmitírselo. Lo conservará en la escuela, en el seminario, en la Iglesia y fuera de ella, en definitiva, durante toda su vida. Fue la primera vez (y quizá la última) en que tuvo la ocasión de conocer una corte digna de tal nombre a partir del ambiente un tanto feudal pero exquisitamente cortés que rodeaba a aquella gran dama. Los domingos después de misa recibía en la «farmacia» de su casa a los enfermos y baldados de la región para, siguiendo el buen criterio de dos monjas enfermeras, proporcionarles los tratamientos más adecuados a sus males. Allí aprendió que la nobleza no consistía en coleccionar títulos y blasones, sino en hacer sentir su superioridad espiritual y educar al mundo mediante su sola presencia.

En la madurez de su vida la recuerda vivamente en sus memorias:

También es la primera [mujer] que me hizo degustar la felicidad de amar... ¡Le doy las gracias por ello! Sí, la amaba mucho. Su memoria me resulta aún muy cara. ¡Cuántas veces a lo largo de mi vida no la he echado de menos! ¡Cuántas veces he notado con amargura el precio que costaba contar con un afecto sincero en mi propia familia!

También es cierto que en su testamento aquella mujer singular se olvidó de su huésped y su generosidad se dirigió a Archambaud. Religiosa, debió de pensar también que Dios (o, en

su lugar, la Iglesia de Francia) velaría por aquella criatura tan lista pero lisiada que tal vez con un poco de suerte llegaría a papa. La Iglesia ya había conocido seis o siete papas franceses desde Esteban IX, en la época de Federico de Lorena. En Chalais Talleyrand aprendió a leer. Además, en aquel pequeño mundo reservado y cálido como una corte de cuento nadie le hizo sentir nunca que era un «tarado». Cojeaba como en París, pero, como él mismo nos dice, «su corazón se bañaba en ternura».

Dos años después de su llegada a Chalais, sus padres lo reclamaron. Dejó a su bisabuela llorando: nunca más volverían a verse. Acompañado otra vez por Mademoiselle Charlemagne, hizo el viaje de regreso a París en las mismas precarias condiciones en que había hecho el de ida. Llegó a su casa en la madrugada del 1 de septiembre de 1760. Sabemos muy poco sobre los dos años siguientes2, pero intuimos que sirvieron para que sus padres se ratificaran en su plan de hacerle seguir la carrera eclesiástica a la sombra de su tío arzobispo. En 1762, el año de la publicación del Emilio, Charles-Maurice entró en el prestigioso colegio de Harcourt. Tenía ocho años.

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1 Hemos decidido traducir el término francés hôtel por «palacete» o «mansión» para evitar confusiones. En algunos lugares de España (en Madrid, sobre todo) y de Latinoamérica se ha seguido usando hasta hace poco la palabra hotel uhotelito en el sentido de «casa más o menos aislada de las colindantes y habitada por una sola familia» (DRAE).

2 En sus memorias Talleyrand da a entender que fue llevado directamente del «campo» al colegio de Harcourt, pero no es cierto. Se come dos años. ¿Por qué?

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