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LA MADRE DE SU HIJO

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Entre las muchas mujeres que se cruzaron en su camino, dos muy distintas entre sí merecen especial consideración2. Nos referimos a Adélaïde de Flahaut, que le dio su único hijo, y a la condesa de Brionne, que intentó hacer de él un cardenal sin pasar por el escalón del episcopado. Allá por el año 1783 Charles-Maurice empezó a mostrar una especial predilección por el palacio del Louvre. El apartamento del primer piso se hallaba en un principio reservado a artistas protegidos por la corte, pero en aquel momento lo ocupaba el conde Alexandre de Flahaut (1726-1793) y su joven esposa Adélaïde-Emilie (1761-1836), que con el paso del tiempo se ganaría una notable fama como escritora. Su madre, Marie Irène Catherine de Buisson, hija del señor de Longpré, había contraído matrimonio con un burgués parisino llamado Filleul. Se ha dicho que fue una de las numerosas amantes de Luis XV, aunque no hay pruebas que lo demuestren. Su marido fue nombrado secretario del rey y el matrimonio se movió en círculos cultos, contando entre sus amigos al mismísimo Jean-François Marmontel, novelista, dramaturgo y crítico literario prestigioso en el París prerrevolucionario.

Su hija mayor, Marie Françoise Julie Filleul, se casó con un hermano de Mme Pompadour, y la pequeña, Adélaïde-Émilie, con el citado conde de Flahaut, un mariscal de campo muy zoquete, hermano del director de las construcciones del rey, que le llevaba treinta años y pasaba la mayor parte de su tiempo fuera de la capital. Para distraerse y estar a la moda, Adélaïde abrió a los veintidós años su saloncito particular en su apartamento del Louvre. La joven compensaba sobradamente su carencia de sangre azul con su cultura, un talante decididamente liberal y su belleza (se le atribuían «los ojos más hermosos del mundo»), de modo que no le costó mucho hacerse con un puñado de incondicionales que acudían a celebrarle las gracias y hacerse leer fragmentos de los ensayos que decía estar escribiendo. En cuanto Talleyrand puso por primera vez los pies en aquel salón, quedó atrapado. También él, especialista en deslumbrar en los salones, a quien el orden sagrado (ya era vicario general de la diócesis de Reims) y sus reconocidas aspiraciones en el campo de la política hacían especialmente atractivo, deslumbró a la joven salonnière.

Además, en cuanto se supo que Charles-Maurice era un habitual del apartamento del Louvre, empezaron a hacer acto de presencia en él personalidades de la vida política y económica del momento como Calonne, que no se cansaba de explicar en todas partes la reforma impositiva que proponía (con poco éxito, todo hay que decirlo). Aunque según parece Calonne compartía los favores de Adélaïde con el marqués de Montesquieu, cuando dos años más tarde la joven dio a luz, nadie tuvo la menor duda (empezando por sus progenitores) de que el niño era hijo del vicario de Reims. Aquel mismo año de 1785 tuvo lugar la Asamblea general del clero, en la cual Talleyrand iba a ser uno de sus dos secretarios. El hombre anhelaba hacer méritos, porque tenía treinta y un años y el obispado que perseguía seguía resistiéndosele.

Ninguna de sus conquistas (empezando por la madre de la criatura) veía nada malo en el hecho de tener descendencia de un clérigo. En la víspera de una revolución que iba a trastocarlo todo y amenazaba con arruinarlas, las autoridades de la Iglesia francesa tenían muchísimas preocupaciones más acuciantes que controlar el cumplimiento del celibato eclesiástico. Lo que más le encantaba a Talleyrand de aquel triunfo amoroso era que ponía celosos a muchos, especialmente a un americano, el gobernador Morris, también enamoradísimo de Adélaïde. El hombre, cojo como el abbé a raíz de una caída de caballo y por aquel tiempo embajador de George Washington en París, se consolaba haciendo circular que, al decir de la joven madre, a la hora del amor físico, el reverendo resultaba más suave in modo que fortiter in re, en otras palabras: más mimoso que potente. La indiscreción, cierta o no, no disminuyó en caso alguno la fascinación que Charles-Maurice siguió ejerciendo sobre el otro sexo hasta su muerte.

La madre de su hijo no tardó en convertirse a ojos de tout Paris en su maîtresse en titre. Nuestra pareja mantuvo sin timidez alguna una relación serena, casi conyugal, que duró entre 1783 y 1792. A poco que podía, el abbé de Périgord iba a pasar la noche junto a su amada y su hijito, al que esperaba una gran carrera, como se verá en su momento. La Revolución los separó. Mme de Flahaut, realista acérrima, huyó de París en 1792 para reunirse con la sociedad de emigrados instalados en Mickleham (Surrey). Había aprendido la lengua de Shakespeare de una gouvernante inglesa y allí tuvo algunos amantes ingleses antes de abandonar la isla. Su pobre marido, cornudo y guillotinado, permaneció en Boulogne-sur-Mer, donde fue arrestado y ejecutado el 29 de enero de 1793.

Cuando Talleyrand pasó dos años y medio en el exilio, primero en Inglaterra y luego en Estados Unidos, la muy inteligente Mme de Flahaut consiguió mantenerse con sus novelas, una de las cuales, Adèle de Sénanges (Londres, 1794), parcialmente autobiográfica, obtuvo un notable éxito. Tras viajar por Suiza e instalarse temporalmente en Hamburgo, donde ejerció de sombrerera, regresó a París en 1798 y en 1802 contrajo un segundo matrimonio con el diplomático portugués dom José Maria de Souza Botelho Mourão e Vasconcelos, el cual, aunque se le ofreció la embajada de San Petersburgo, prefirió seguir instalado en París hasta poner punto final a una edición maravillosa de Los Lusiadas de Camões (1817). Con la caída del primer Imperio, Adélaïde, ahora Mme de Souza-Botelho, desapareció de la vida social parisina, aunque siguió publicando novelas históricas. Fue la única amante de Talleyrand que no mantuvo su amistad con él hasta la muerte, pero el obispo de Autun no dejó nunca de ocuparse de su hijo Charles (como su padre) de Flahaut.

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