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AMIGAS PARA SIEMPRE

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En sus memorias, poco por no decir nada consignó Talleyrand sobre su ordenación. En cambio, en sus notas sobre la ceremonia de la consagración regia a la que había asistido se refiere a las que pueden considerarse sus primeras amigas en las altas esferas. Con los Montmorency, los Luynes y los Fitz-James entrará con todos los honores no en tal o en cual salón, sino en el universo de la corte y de la gran nobleza de París, un universo destinado a ser el de toda su vida. Y lo hace de la mano de tres mujeres singulares. La duquesa de Fitz-James era la hija única del conde Thiard, teniente general de los ejércitos del rey, guillotinado durante la Revolución. Casada muy joven con el duque de Fitz-James, bisnieto (por una rama bastarda) de Jacobo II de Inglaterra, el último Estuardo coronado, será elegida dame du palais de la reina María Antonieta, a la que permanecerá fiel desde su exilio en Bruselas.

Veinteañera como ella, la duquesa de Luynes, de soltera Montmorency, hija menor del duque de Laval, fue casada a los trece años con el de Luynes. Pronto se hizo inseparable de su cuñada, la vizcondesa de Laval, que, con un padre estrechamente vinculado a las finanzas, no fue aceptada en la corte de Madame, la cuñada de la reina1. Su padre, Tavernier de Boullongne, había hecho su fortuna financiando las guerras del mariscal de Sajonia en la década de 1750. Cuando no estaban en Versalles, las tres mujeres tenían sus salones en París, la de Luynes en su palacete de la Rue Saint-Dominique. En los tres salones reinaba una pasión furiosa por el juego que hacía muy feliz al futuro obispo de Autun.

Las tres damas fueron íntimas amigas e inmunes al demonio de los celos. Parece que la vizcondesa de Laval fue amante del abbé, aunque no tardó en decantarse por Calonne y luego por el conde de Narbonne, al cual ya no dejará, aunque sí él a ella en el tiempo en que fue el primer gran amor de Mme de Staël. La hija de Necker lo hizo ministro de la Guerra y padre de dos hijos. Cuando Germaine se entregó al regicida sueco Ribbing y luego a Benjamin Constant, el militar regresó a los brazos de la de Laval. Divorciada finalmente por iniciativa de su marido, se reconciliará con «el mundo decente», aunque siguió cambiando de amante todos los años. Caprichosa y voluble como ella sola, su amistad con Talleyrand se mantuvo firme en todo momento y posiblemente fue la mujer que más ascendiente tuvo sobre él. El curita justifica su conducta de aquellos años por la necesidad de «completar su educación» en las materias que no se aprendían en el seminario ni en la Sorbona:

Tenía una reputación más que suficiente, pero no un conocimiento bastante del mundo, y vi con placer que tenía ante mí unos años para dejarme arrastrar a todas las tendencias [mouvements] de la sociedad. [...] Iba a casi todas partes.

Charles-Maurice se había dado cuenta de que «el poder de lo que en Francia se llama la sociedad fue prodigioso en los años que precedieron a la Revolución e incluso en todo el siglo pasado [el XVIII]». Y, también, de que las mujeres eran las mejores educadoras que un joven abbé podía desear, condenado hasta entonces a vivir rodeado solo de personas de su mismo sexo. «Allí donde los hombres han fracasado, una mujer puede triunfar», solía decir. De sus amigas aprende que, si el vicio no tiene consecuencias, el ridículo resulta mortal. También le enseñan a medir las relaciones entre la cortesía y la impertinencia, y lo que significan el bon ton y el bon goût para triunfar en París. Las mujeres eran la auténtica esencia del plaisir de vivre que la Revolución anulará para siempre. El París postermidoriano de las merveilleuses será una grosera parodia de aquel temps perdu pour toujours, y lo mismo cabe decir de las cortes consular e imperial que trató de impulsar Bonaparte. Solo bajo el Segundo Imperio se recobrará algo parecido en la corte de Compiègne, dominada por la granadina Eugenia de Montijo.

En aquel mundo se le han atribuido numerosas amantes: Mme de Genlis, Mme de Valence, Mme de Buffon, Mme de La Chatre, la misma de Staël, y numerosas amigas y protectoras, como la condesa de Bufflers, la de Brionne, la princesa de Vaudémont, la duquesa de Montmorency, la de Bauffremont ... Después de la Revolución oiremos hablar largamente de estas «conquistas»: sus amigos se referirán a ellas para resaltar la fascinación que desprendía su personalidad única; sus enemigos, por el contrario, para presentárnoslo como un sátiro perverso que nunca se tomó en serio sus votos, que traicionó al mismo Dios, que corrompió a jovencitas, engañó a maridos, etc. La Lujuria en persona con una mitra en la cabeza y la tricolor en la mano.

Resulta difícil afirmar cuánto hay de verdad y de mentira en estas historias. La enorme discreción del protagonista, que siempre procura salvar las apariencias, dificulta la investigación. Y, sin embargo, Charles-Maurice no dudará en utilizar su gusto por las mujeres para «construir» su personaje. El aura de sus primeros

éxitos amorosos (auténticos o imaginarios) enmascara el trabajo del gran ambicioso que fue y que ya pondrá de relieve su labor como agente general del clero francés. A lo largo de toda su vida Talleyrand hizo lo posible para disimular su hiperactividad en todos los terrenos que pisó (y, en especial, en el económico y el diplomático) bajo una indolencia más fingida que real propia de un hombre que, por tener él mismo un lado femenino según han subrayado algunos de sus contemporáneos, parecía incapaz de ser constante ni serio.

Las mujeres no lo ayudaron solo por su influencia en el gran mundo, que funcionaba a otros niveles, sino por la manera en que las trataba, su cortesía, su finura y, ¿por qué no?, su sentido del humor. «Qui fait rire l’esprit se rend maître du coeur», solía repetir otro gran favorito de las damas, François-Joachim de Pierre de Bernis (1715-1794), escritor, obispo y diplomático como él e íntimo amigo de Giacomo Casanova, cuyo libertinaje compartió en Italia. Talleyrand no fue un gran seductor a la manera de don Juan, del citado Casanova o de su amigo Narbonne, sino un «fascinador», un encantador de serpientes femeninas que se dejaron hipnotizar por él desde que lo conocieron y en su gran mayoría se mantuvieron «a su servicio» hasta el final.

Con independencia de si se acostaron con él o no, ejerció sobre todas ellas (su «serrallo») una magia especial que siempre le funcionó. Como nos explica el ultrarrealista Eugène François Auguste d’Arnauld, barón de Vitrolles (1774-1854), un político importante en las dos restauraciones que lo conoció y admiró cuando ya contaba sesenta años:

Tenía todas las debilidades, la afectación y la blandura del otro sexo. Exagerado tanto en sus odios como en sus amistades, en sus gustos y en sus cóleras, había en él mucho de una vieja coqueta mimada.

Supo siempre dispensarles un trato y una atención particulares y «creía» en su eficacia. Cuando una situación se presentaba complicada en exceso, decía: «Hay que movilizar a las mujeres» («Il faut faire marcher les femmes»). Y no solía equivocarse. Como constató el marqués de Giambonne, uno de sus íntimos de los días del Imperio: «Cuando empieza una relación, la continuará por hábito, pero jamás la romperá». Sea como fuere, el término habitude no lo explica todo, y, mucho menos, sus amistades de más de cincuenta años. Hizo sus confidencias más íntimas a mujeres en cartas que, por desgracia, han sido quemadas o se han extraviado. Ellas lo adoraban por su discreción, por su encanto y por su inteligencia, no por su vigor sexual, sobre el cual incluso la madre de su único hijo tenía sus reservas. La leyenda de que también fue el padre del pintor Delacroix, tantas veces repetida, está hoy completamente desacreditada y reducida a lo que realmente es: una leyenda nacida del imaginario de quienes se obstinan en emparentar a famosos a toda costa (Waresquiel).

Talleyrand

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