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LA MITRA AL FIN

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Fue justamente entonces cuando llegó la mitra que venía esperando desde hacía años la hermosa cabeza empolvada de Charles-Maurice. Poco tiempo después del fallecimiento del obispo de Bourges, murió el de Lyon. El elegido para dicha diócesis dejó vacante la de Autun, en la Borgoña, y dicha carambola favoreció a nuestro biografiado, aunque el abbé de Périgord no recibiera una diócesis importante. Consta que el rey, que tenía muy mal concepto de Talleyrand (y la reina peor), se oponía en un principio a su nombramiento, pero el padre del interesado, tras obtener de su hijo la promesa de que dejaría de una vez por todas sus turbias especulaciones financieras, el juego y las mujeres, se postró ante su soberano y le imploró que fuera clemente con su retoño y no frenara por más tiempo su ascensión en el escalafón eclesiástico. Después de todo, había obtenido grandes logros como agente general del clero de Francia.

El rey se ablandó y firmó el nombramiento diciendo, según cuentan: «Esto lo pondrá en el buen camino» («Cela le corrigera»). El decreto se firmó el 2 de noviembre de 1788. Dos días más tarde falleció Charles-Daniel, pero el mal (o el bien) ya estaba hecho. No parece, en cambio, que el nombramiento hiciera muy feliz a Alexandrine, la madre del obispo electo, pues lo consideraba indigno del honor que se le iba a hacer (Waresquiel). Sea como fuere, si Charles-Maurice guardaba todavía algún rencor contra su padre, este último favor tuvo por fuerza que compensarlo con creces. Curiosamente, en este último episodio no parece que interviniera el tío arzobispo. El 15 de diciembre llegó el visto bueno del papa.

Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord fue consagrado obispo de Autun el 4 de enero de 1789 por Louis-André de Grimaldi, obispo-conde de Noyon, en una ceremonia discreta que tuvo lugar en la capilla de la Soledad de Issy, cerca de París. Grimaldi tenía también una pésima reputación y solía decirse de él que debía su cruz pectoral «a su apellido, a la intriga y a las mujeres, con todo lo cual se llega a todas partes» (marqués de Bombelles). Peleado con su capítulo, vivía en París, y el mismo Talleyrand lo coloca en sus memorias entre los que denomina obispos «disipados».

El consagrando acababa de levantarse de la cama, donde lo había mantenido postrado un fuerte resfriado. Parece que se puso pálido como un espectro cuando extendió las palmas de las manos para recibir los óleos, tanto que tuvieron que suspender la ceremonia hasta que se hubo recuperado. Acababa de comprometerse a «preservar, defender, fortalecer y promover los privilegios y la autoridad de la Iglesia de Roma». El obispado de Autun y las dos abadías de que era titular en aquel momento le aseguraban una renta mínima por sus empleos eclesiásticos de 56.000 libras. Sabía perfectamente que los grandes príncipes de la Iglesia ingresaban más de 200.000, pero para empezar no estaba mal teniendo en cuenta que su padre, que acababa de morir, solo dejó reconocimientos de deuda. Paradójicamente, el abandono ulterior de su dignidad episcopal no le quitó nunca «la vanidad de su nacimiento y del rango ocupado en la Iglesia» (Pasquier).

Talleyrand

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