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LA CAPITAL DE FRANCIA ANTE EL ARRANQUE DE ALGO QUE IBA A CAMBIARLO CASI TODO

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¿Y qué ocurría en París mientras en Versalles los representantes de los tres órdenes, hoy convertidos en una única masa de 1.200 diputados desligados de sus mandatos, escuchaban propuestas que a veces apenas entendían y, cuando las daban por buenas, se enfrentaban a la espinosa cuestión de cómo hacerlas realidad? Curiosamente la vida en la capital no parecía haber cambiado mucho, aunque no pocos escuchaban en su interior el crujido de la madera de un trono que se cuarteaba por momentos. Talleyrand dejó de vestir la indumentaria episcopal y la cruz pasó a ocultarse debajo de la camisa, si no fue depositada en un cajón. El odio callejero contra el clero y la nobleza iba engordando como el vientre de una vaca embarazada de trillizos.

Y, sin embargo, la vida de salón no había muerto y el de Mme de Staël, la hija de Necker y amante de Narbonne, era el más concurrido. Germaine hallaba a Charles-Maurice brillante por el acierto de sus intervenciones y, sobre todo, por su conversación insuperable, que era la vara de medirlo todo de la embajadora de Suecia. Se hablaba, incluso, de la posibilidad de hacerlo ministro, aunque el hombre remoloneaba.

Para quitar importancia a una situación crítica que amenazaba a todos, se celebraban bailes de máscaras en los que los aristócratas se disfrazaban de Fígaros y Sganarelles y las aristócratas de fruteras de los Halles o pescaderas. Un día, Talleyrand descubrió bajo la apariencia de una plebeya y deslenguada «Mme Denis» nada menos que a la duquesa de Luynes. ¡Muchos seguían pensando que todo en la vida (y en especial los episodios desagradables) debía tomarse en broma! Rire de tout..., como aconsejaba Voltaire a D’Alembert.

Talleyrand

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