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ALBERTO CORTÉS Y EL DOCUMENTAL POLÍTICAMENTE COMPROMETIDO

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Declarado admirador de la obra cinematográfica de Emilio Fernández y Win Wenders, Alberto Cortés nació el 27 de mayo de 1952 en México D.F., donde hizo estudios elementales en el Colegio Madrid. Antes de su ingreso al CUEC, había cursado dos años de la carrera de Etnología en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, lo que sería importante en la orientación de su obra como cineasta, la cual mostraría un marcado interés por abordar la cultura y los conflictos sociales de los pueblos indígenas. Además, Cortés es uno de los pocos colaboradores del AEA-INI que reunía en una sola persona ambas figuras: la de etnólogo y cineasta. Al margen de sus películas de ficción, mientras cursa la carrera en la escuela de cine de la UNAM Cortés dirige o colabora en la realización de los cortos documentales 20 de marzo (1976), La institución del silencio (1977) y La marcha (1977), y codirige con Alejandra Islas el mediometraje La indignidad y la intolerancia serán derrotadas (1978-1980).

Poco después de haber concluido sus estudios formales en el CUEC, y gracias a un contacto con Juan Carlos Colín, otrora estudiante de la London Film School, Alberto Cortés hizo un primer documental para el AEA-INI: La montaña de Guerrero (1980), basado en una investigación del antropólogo Margarito Molina R. y el trabajo de campo de Blanca Alonso. Pero en este caso particular, el cineasta Cortés rememora haber ido a solicitar trabajo en esa institución:


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La montaña de Guerrero

Alberto Cortés, 1980 Culturas nahua, me’phàà (tlapaneca) y na savi (mixteca). Región de la Montaña, Guerrero.

32 min.

Acervo de Cine y Video Alfonso Muñoz, Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas.

(Ficha completa en p. 458)

[...] la primera película que me ofrecieron fue para editarla [...]. Había una serie de materiales en el INI que habían sido filmados anteriormente en esa región y que ahí se habían quedado en latas; entonces yo ni siquiera conocía a Alfonso Muñoz [acreditado como el “director de locación”], vamos, ni siquiera lo conocí, y me dijeron ‘a ver qué haces con este material’. Aparte de editarlo, nada tuve que ver en el rodaje, ni en la investigación, puesta en cámara, etcétera.8

Es de suponer que los rushes filmados por el ya para entonces muy experimentado cineasta Alfonso Muñoz quedaron pendientes del trabajo de montaje, y que luego de pasado un tiempo se los ofrecieron a Cortés para que los editara. Como se verá más adelante con el caso de Rafael Montero, al parecer, durante la etapa en el AEA-INI, el cineasta se propuso hacer simplemente registros de imagen de las fiestas y formas de vida de diversas etnias, pero sin propósitos inmediatos de editarlos y divulgarlos. Un giro a esta idea —hecho vinculado al momento en el que Juan Carlos Colín se integró al AEA-INI— permitiría ofrecer a cineastas de prestigio como Cortés y Montero ese tipo de materiales para ser convertidos en cortos o mediometrajes. Lo que ya no queda del todo claro es la razón por la cual se les dio a ellos (y quizá a otros de sus colegas) el crédito de realización sin siquiera haber estado presentes en algún momento de la pre-producción y del rodaje. En ese sentido, puede afirmarse que el AEA-INI se propuso, al menos en algunos casos, una noción de realización vinculada a una sofisticada práctica del montaje.

Aclarado al menos en parte ese confuso punto, ya puede decirse que, en casi 31 minutos de duración, La montaña de Guerrero ofrece, en efecto, una perspectiva muy panorámica de la situación vivida por una buena parte de las etnias nahuas, tlapanecos y mixtecos habitantes de los municipios guerrerenses de Acatlán, Chilapa, Atzacoaloya, Tlapa, Álvarez y Olinalá, región en la que a principios de la década de los ochenta del siglo XX vivían alrededor de 120 000 indígenas. Aunque varias veces la voz en over de Enrique Velasco hace énfasis en las condiciones de explotación padecidas por los descendientes de los pobladores originales a manos de intermediarios y acaparadores mestizos, la cinta se atiene al registro de los trabajos de siembra, pastoreo y fabricación de artículos de lana, palma, barro y maderas aromáticas que han perdido su esencia por la tala irracional, la mayoría de ellos hechos para consumo interno o ceremonial, como las máscaras de tigres similares a las que tiempo después veremos usadas con pleno sentido ritual en Peleas de Tigres. Una petición de lluvia nahua, el extraordinario documental filmado para el AEA-INI en 1987 por Alfredo Portilla y Alberto Becerril. De ahí se pasa a convertir al espectador en testigo de ensayos de ejecución musical; del trueque de mercancías efectuado los domingos en las plazas de pueblos circunvecinos; de las celebraciones del Día de muertos, fecha en la que los mestizos ponen altares en sus casas mientras los indígenas llevan ofrendas a los cementerios, y de un sepelio a la usanza local, es decir con música de banda u orquesta y alimentos que pueden servir a los difuntos en su viaje “a la otra vida”. En el irónico momento concluyente del filme, un avejentado campesino de 58 años de edad toma a broma su condición de ser mortal (“¡Ya me va a comer la tierra!”) y suelta estruendosas carcajadas.


Foto fija del documental “El eterno retorno: testimonios de los indios kikapú” en Provo, Utah, Estados Unidos.

GRACIELA ITURBIDE, 1981.

D.R. Fototeca Nacho López, Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas.

A cuarenta años de haber sido filmada, La montaña de Guerrero permite atisbar el oficial y muchas veces poco inspirado estilo de Alfonso Muñoz, hecho que contrasta con otro depurado trabajo fotográfico de Henner Hofmann, lo que deriva en una serie de imágenes que en y por sí mismas resultan valiosas. Ejemplo a la mano: las niñas y jóvenes que sonríen discretas a la cámara mientras sus madres elaboran sombreros tejidos en palma traída desde muy lejos, lo que encarece demasiado su manufactura. En este momento se descubren ecos de las mejores secuencias de El día de la boda, la obra maestra de Muñoz, todo un tratado de la aproximación tan respetuosa como regocijante al universo de las culturas originales que intentan sobrevivir en sus ritos y la prevalencia de sus mitos.

Una vez concluida la tarea de editar los materiales para La montaña de Guerrero, Alberto Cortés aceptó realizar una cinta sobre los habitantes de la comunidad ejidal de Pisaflores, estado de Veracruz. El rodaje de lo que sería La tierra de los tepehuas se llevó a cabo en 1982 y, contra lo propuesto por los antropólogos que iban como parte del equipo, Cortés decidió permanecer en la localidad durante una semana sin hacer ninguna toma: en la línea propuesta por Robert Flaherty, a la vez inspirada en los extensos trabajos de campo del antropólogo social cracoviano Bronislaw Malinowski, sintetizados en la noción del “observador participante”, era necesario, primero, entablar contacto, así fuera en muy poco tiempo, con la gente de la región, y conocer sus problemas más inmediatos y acuciantes.

Pese a sus poco menos de 37 minutos de duración, La tierra de los tepehuas alcanzó notoriedad por su manera de afrontar la situación de un grupo étnico: sin hacer a un lado el registro de algunos aspectos de la ritualidad que caracteriza a esa particular región, el cineasta privilegió detalles que tenían que ver con los problemas derivados de la propiedad de terrenos de cultivo, factor de luchas ancestrales. En esa misma tradición flahertiana, a la vez matizada por la lucha social que en este caso se remite al periodo de dotación de tierras por parte del gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940), la cinta de Cortés es puntuada por los comentarios y la presencia de un vivaz niño al que la cámara capta por vez primera luego de que hemos visto en pantalla una terrible noticia aparecida en el diario Excélsior: un grupo de pistoleros a sueldo han asesinado a 25 campesinos y herido a otros 18 en el municipio de Pantecec, Puebla.

El punto de vista subjetivo de la cámara de Alejandro Gamboa, también egresado del CUEC, capta desde el lomo de una mula la simbólica llegada del grupo de cineastas al poblado de Pisaflores, donde el hijo de un viejo luchador por la tierra narra a un grupo de infantes la historia que dio origen a su comunidad, hecho ilustrado con imágenes viradas de un desplazamiento de gente rumbo a su destino común (son los mismos habitantes de la región representando el viaje alguna vez emprendido por sus antepasados). En ese momento, el tono del filme, claramente inspirado por la denuncia desmitificadora de Etnocidio: Notas sobre Mezquital (Paul Leduc, 1976) y Jornaleros (Eduardo Maldonado, 1977),9 ya alcanzó su primer objetivo porque también hemos visto al ejidatario Juan Tirso hacer planteamientos y demandas en torno a la difícil situación de la comunidad. La explicación territorial mediante un mapa dibujado sobre la tierra se alterna con la denuncia de las carencias sufridas por los pobladores, entre ellas una carretera y la escuela que tienen años de haber sido prometidas por las autoridades. El reparto de la tierra se ha tornado un problema agudo por la evidente explosión demográfica iniciada hace apenas tres décadas: las parejas se van a vivir juntas sin necesidad de casarse. Un ensayo del vals “El Danubio azul” por parte de las y los adolescentes en una cancha deportiva se plasma con un sobrio travelling transversal (aquí resalta el trabajo de sonido de José Iván Santiago, otro exalumno del CUEC); la elaboración de curiosas artesanías preludia el apunte acerca del trabajo “a mano vuelta”, una forma de compensar el déficit de tierras de cultivo, que ya están sobreexplotadas. A estas alturas, el documento fílmico ya se siente compenetrado con toda esa problemática. Viene entonces una larga y bella secuencia que nos permite acceder a la intensa ritualidad con danzas y rezos a la efigie del Dios-Maíz. La modernidad irrumpe con las imágenes de alguna de las 40 televisiones que hay en el pueblo: los niños se reúnen en torno a las pantallas para conocer series y películas gringas. Un nuevo testimonio se lamenta de la inexistencia de predios afectables, lo que permitiría compensar un poco la pobreza de la región. La obra fílmica concluye con una desafiante manifestación de campesinos que, encabezados por Juan Tirso, se preparan para invadir unas tierras en la zona de Pantepec: son los mismos que serían masacrados por las guardias blancas de un terrateniente, es decir, el hecho denunciado al principio.


Enrique Kulhmann, Rafael Montero y Alejandro Gamboa en la comunidad kikaapoa (kikapú) de El Nacimiento, Múzquiz, Coahuila.

Foto fija del documental “El eterno retorno: testimonios de los indios kikapú”.

GRACIELA ITURBIDE, 1981.

D.R. Fototeca Nacho López, Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas.

Esto último se explica porque, ya de vuelta a México y luego de haber filmado a los trabajadores agrícolas previo a su traslado a Pantepec, Cortés leyó en el diario la impactante noticia del asesinato de muchos de ellos ocurrida apenas unos días después de haberlos registrado con la cámara de Alejandro Gamboa.10 Con eso, el drama social expuesto en el filme adquirió una inusitada contundencia política, que si bien no fue objeto de censura, parece no haber gustado mucho a las autoridades del AEA-INI, no obstante que La tierra de los tepehuas, ejemplo de testimonio disidente en toda la extensión de la palabra, ganó en 1983 dos importantes reconocimientos: el Ariel al mejor cortometraje documental y una Mención Honorífica en el Festival Internacional de Cortometraje de Oberhausen, Alemania.


Foto fija del documental “El eterno retorno: testimonios de los indios kikapú”, en El Nacimiento, Múzquiz, Coahuila.

GRACIELA ITURBIDE, 1981.

D.R. Fototeca Nacho López, Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas.

Tiempo después, la cinta se exhibió ante la comunidad de Pisaflores y Alberto Cortés realizó un video sobre ese acontecimiento: la filmación de una proyección en la que buena parte de los asistentes pudo ver en pantalla a sus familiares poco antes de que fueran agredidos o asesinados como resultado de la permanente, hasta nuestros días, lucha por la tierra.

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