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EDUCACIÓN: CÓMO PUEDEN LOS PADRES MEJORAR EL TEMPERAMENTO DE SUS HIJOS

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El temperamento no es una sentencia de por vida. A pesar de que la naturaleza proporciona a los bebés el carácter con el que vienen al mundo, sus experiencias —la educación que reciben, empezando desde la infancia— los condicionan justo en la misma medida. Dicho de otra manera, la vida emocional de vuestro bebé estará determinada tanto por su temperamento, que se manifestará ya en los primeros días después del nacimiento, como por su historia vital: acontecimientos, experiencias y, lo más importante, la gente que cuida de él. Los padres pueden tener un efecto beneficioso en el temperamento de los niños o bien todo lo contrario, ya que sus jóvenes cerebros todavía son moldeables. Esto lo sabemos porque diversos estudios han demostrado que el comportamiento de los padres puede modificar las conexiones cerebrales del bebé. Por ejemplo, los bebés de madres deprimidas se vuelven irritables y retraídos ya desde el primer año de vida y les cuesta más sonreír que a los bebés de madres no deprimidas. Del mismo modo, el sistema límbico de los bebés maltratados es diferente del que tienen los niños que no han sufrido malos tratos.

Éstos son ejemplos extremos de las formas en que sabemos que el entorno puede afectar al temperamento. Sin embargo, esta plasticidad del cerebro también puede funcionar de maneras más sutiles. Durante mi trayectoria profesional, he conocido a bebés susceptibles que han superado su timidez y se han convertido en adolescentes sociables y desenvueltos. Y también he visto cómo niños gruñones, al crecer, encontraban su propio lugar en el mundo. Además, sé de muchos niños movidos que, de adultos, se transforman en líderes responsables y no en alborotadores. No obstante, lo opuesto también es cierto. Cualquier tipo de niño, independientemente de lo buena que sea su disposición innata, está en peligro, si sus padres no atienden a sus necesidades y deseos. Un bebé angelito podrá convertirse en un refunfuñón, y un niño de libro, en un auténtico terror.

Constantemente recibo mensajes de correo electrónico que comienzan con la frase: «Mi hijo era un bebé angelito, pero ahora…». Así pues, ¿qué ocurre con estos niños? ¿Por qué cambian? Bien, analicemos el triste caso de Yancy, un bebé sano que pesó 3 kilos y 700 gramos al nacer. Su madre, Amanda, es una abogada del mundo del espectáculo de cerca de cuarenta años. Al igual que muchas mujeres de hoy, al terminar sus estudios Amanda luchó por labrarse una carrera profesional; estaba tan decidida a establecerse y triunfar en su especialidad que de los veinte a los treinta y tantos años se concentró exclusivamente en su trabajo. Tras alcanzar el sueño de montar su propio despacho, con algunas de las mayores estrellas de Hollywood como clientes, conoció a Matt, un compañero de profesión. Después de casarse, ambos sabían que querían tener hijos «algún día»; así que cuando a los treinta y siete años, Amanda descubrió que estaba embarazada, decidió dejar las dudas a un lado y se dijo: «Supongo que es ahora o nunca».

Amanda aplicó las mismas técnicas de gestión a su nuevo «proyecto», tal como había hecho con los casos que llevaba en su bufete. Cuando Yancy nació, su madre ya había conseguido plaza en una guardería y tenía un armario lleno de leche maternizada y biberones. Había planeado darle el pecho pero quería flexibilidad…, sólo por si acaso. Tenía intención de regresar al trabajo después de una baja de seis semanas.

Afortunadamente, Yancy resultó ser un bebé muy cooperativo. «Bueno como el pan», era la frase que se escuchaba más a menudo en su casa durante aquellos primeros días. El niño dormía bien, comía bien y se lo veía siempre feliz. Al reincorporarse al trabajo, tal como había previsto, Amanda continuó amamantando a Yancy por las mañanas, dio instrucciones a la niñera para que le diera el biberón durante el día y volvía a darle el pecho al regresar de la oficina. Sin embargo, cuando su hijo tenía unos tres meses, Amanda estaba fuera de sí. «No sé qué ha sucedido», me dijo un día por teléfono llorando. «Ya no duerme tan bien como antes. Solía dormir de un tirón de las 11 de la noche a las 6 de la mañana, pero ahora se despierta dos o tres veces cada noche. He tenido que volver a las tomas nocturnas porque parece tener hambre y no quiere que le dé el biberón de ninguna manera. Así que ahora yo estoy exhausta y él totalmente descontrolado.»

Como Amanda había vuelto a trabajar tan pronto, se sentía culpable por no pasar más tiempo con su hijo. Y en lugar de hacer que Yancy cumpliera la estructurada rutina que había seguido desde que nació, le había ordenado a la niñera que mantuviera al niño despierto hasta más tarde, de modo que ella pudiera estar con él al regresar a casa y darle la última toma de pecho. La mayoría de los días, en lugar irse a la cama a las 7 de la tarde, Yancy estaba despierto hasta las 8 o las 9. Si antes le habían dado una comida de refuerzo y luego una toma nocturna antes de acostarlo, ahora, a medida que su rutina había empezado a modificarse, estas estrategias de llenar su barriguita se habían abandonado por completo. Su sueño ya no era apacible porque se iba a dormir excesivamente cansado. Y cuando Yancy se desvelaba por la noche, Amanda recurría a la solución más a mano —su pecho— porque no sabía qué otra cosa hacer. Lo que comenzó como un arreglo rápido se convirtió en un flagrante caso de error de crianza. De repente, su bebé angelito se comportaba más bien como un bebé gruñón, puesto que lloraba inconsolablemente. Estaba «descontrolado» porque le habían alterado su rutina. Y en cuanto su madre había empezado a ocuparse de él por la noche, Yancy enseguida se acostumbró a esperar que lo hiciera. Durante el día, mientras Amanda estaba fuera trabajando, también comenzó a rechazar el biberón. Él quería solamente el pecho de su madre (de hecho, algunos bebés emprenden verdaderas huelgas de hambre; véase el recuadro de la página 132).

Dado que la disposición natural de Yancy era tan tranquila y acomodaticia, no fue difícil que recuperara el ritmo de su rutina anterior. A fin de que pudiésemos remediar las consecuencias de aquel desbarajuste, Amanda accedió a volver de la oficina a casa antes, al menos durante un par de semanas. Puesto que el niño se despertaba de forma errática, deduje que estaba dando un estirón. Sin embargo, en lugar de que esperara recibir sus comidas por la noche, yo quería incrementar las calorías que ingería durante el día, así que añadimos 30 gramos de leche a cada uno de sus biberones diurnos y retomamos la costumbre de juntar comidas a las 5 y a las 7 de la tarde y la toma nocturna de las 11. También le adelantamos la hora de irse a la cama, fijándola en las 7 de la tarde. Además, nos aseguramos de que Yancy no hiciera siestas de más de dos horas y media durante el día, para que no le robaran tiempo a su descanso nocturno.

La primera noche fue un poco infernal, ya que le hice prometer a Amanda que no le daría de comer a Yancy cuando se despertara. Le expliqué que, aumentando sus calorías como estábamos haciendo, su hijo se acostaba con más alimento en el estómago de lo que era habitual y que, por tanto, no se moriría de hambre. Yancy se despertó tres veces y cada vez Amanda lo tranquilizó con el chupete y con mi método de susurrarle «shh» al oído y darle palmaditas suaves en la espalda (véase la página 185). Nadie pudo dormir mucho aquella noche. Pero la segunda, tras un día de comidas abundantes y sólidas siestas, el niño se despertó solamente una vez y, en lugar de tardar cuarenta y cinco minutos en volverlo a dormir, a su madre le costó sólo diez. La tercera noche durmió de un tirón. ¿Y sabéis qué?, volvía a ser el bebé angelito de Amanda y Matt y la calma había regresado a su hogar.

Porque, por supuesto, de la misma manera en que unos padres pueden «arruinar» el buen temperamento de su hijo, lo contrario también es cierto, afortunadamente. Podemos hacer muchísimo para ayudar a nuestros hijos a superar la timidez, canalizar la agresividad, autocontrolarse y mostrarse más predispuestos a implicarse en situaciones sociales. Por ejemplo, Betty sabía y aceptaba que su tercer retoño, Ilana, era una mezcla entre bebé susceptible y bebé gruñón. Cuando Ilana soltó su primer grito en el paritorio, miré a su madre y le dije: «Me temo que tenemos a un bebé gruñón entre manos». He estado en tantos partos y he acompañado a tantas criaturas a casa, que sé perfectamente que las diferencias se establecen ya desde el nacimiento: los bebés susceptibles y los bebés gruñones actúan como si no quisieran nacer.

A medida que Ilana fue creciendo, se cumplió mi profecía inicial. Se convirtió en una niña vergonzosa, a menudo malhumorada y a punto de coger un berrinche en cualquier momento. Betty, que tenía experiencia con sus otros dos hijos, se daba cuenta de que Ilana nunca sería una niña alegre y feliz. No obstante, en lugar de lamentarse por lo que su hija no era o intentar cambiar su naturaleza, ella se concentró en lo que Ilana era realmente. A partir de ahí, se esforzó para que siguiera una buena rutina, protegió sus horas de descanso y prestó mucha atención a sus altibajos emocionales. Nunca la forzó a sonreírle a los extraños ni insistió para que realizara alguna actividad. No se preocupó por el hecho de que Ilana siempre fuese la última en probar nuevas cosas o que a veces ni siquiera quisiera intentarlo. Por otro lado, también se percataba de que su hija era una niña creativa y brillante y procuró fomentar esas cualidades. Jugaba a numerosos juegos de fantasía con ella, le leía cuentos a todas horas y, en consecuencia, Ilana enseguida adquirió un vocabulario sorprendentemente amplio. La paciencia de Betty valió la pena. Con la gente que conocía y, siempre y cuando se le concediera el tiempo suficiente para «entrar en calor», Ilana podía mostrarse incluso muy comunicativa.

Actualmente, esta niña está a punto de ir al jardín de infancia. Todavía es una pequeña de personalidad muy introvertida, pero en el ambiente adecuado consigue salir de su cascarón. Además, tiene la suerte de que su madre sigue esforzándose por allanarle al máximo el camino. Betty ya ha tenido una charla con la nueva maestra de Ilana, aconsejándole sobre las mejores formas de aproximarse y tratarla. Al conocer perfectamente el carácter de su hija, Betty es consciente de que, como mínimo, la primera semana en su nueva clase va a ser un gran cambio y todo un reto para Ilana. Pero con una mamá tan comprensiva y cariñosa, estoy convencida de que se adaptará con éxito al nuevo entorno.

He visto incontables ejemplos más de padres cuya paciencia y concienciación han ayudado a suavizar un tipo de temperamento que quizás en otras familias hubiese sido problemático. He aquí otro caso: antes incluso de que Katha naciera, su madre, Lillian, ya sabía que el bebé que llevaba en su vientre era una pequeña muy activa y decidida. En su útero, Katha daba patadas sin cesar, como si quisiera mandarle un mensaje a su madre: «Aquí estoy y mejor que te vayas preparando». Una vez en el mundo, Katha no decepcionó a nadie. Era el típico bebé movido que exigía el pecho de su madre y lloraba inmediatamente si la leche tardaba demasiado en comenzar a fluir. Al parecer más interesada en mantenerse despierta que en dormir —no fuera a ser que se perdiera algo—, Katha se resistía a meterse en la cuna y normalmente se las apañaba para librarse de la mantita en que la habían envuelto. Afortunadamente, Lillian instauró una rutina estructurada desde el primer día. A medida que su pequeña fierecilla crecía, se aseguró de que Katha, que a los nueves meses ya andaba, tuviera sobradas oportunidades de descargar su energía por las mañanas. Ambas pasaban mucho tiempo fuera de casa, al aire libre, cosa que sin duda resulta mucho más fácil en el soleado sur de California. Y por las tardes, dado que su madre sabía cuánto le costaba a Katha serenarse, realizaban actividades más tranquilas. Más adelante, cuando la hermanita de Katha apareció en escena, la situación fue particularmente delicada. Como era de esperar, a esta niña no le hacía ninguna gracia compartir las atenciones de mamá. Pero Lillian lo solucionó creando lugares especiales en casa para ella, espacios que eran «sólo para niñas grandes» («y donde el bebé no podía entrar»). Además, también se organizó para poder pasar ratos a solas con su energética hija mayor. Hoy, a los cinco años, Katha continúa siendo una niña valiente y aventurera, pero también es educada y bastante dócil, porque sus padres siempre la han vigilado y han puesto freno a su temeraria conducta cuando ella era incapaz de controlarse. Katha es también una atleta precoz, lo cual, indudablemente, es fruto de todas las escaladas y juegos de pelota a los que su madre la había animado. Lillian nunca se hizo ilusiones de que su primogénita cambiara de temperamento. En lugar de esperar milagros, trabajó a conciencia para sacar lo mejor de la naturaleza de Katha; una estrategia que aconsejo a todos los padres.

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