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ANSIEDAD PROLONGADA POR SEPARACIÓN: CUANDO EL APEGO ES CAUSA DE INSEGURIDAD

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Infundirle confianza y saber interpretar las necesidades de tu bebé son habilidades vitales. Sin embargo, muchos padres confunden la sensibilidad con una vigilancia extrema, sobre todo aquellos que acuden a mí porque sus bebés sufren ansiedad por separación. Cuando les pregunto cómo es un día típico en su vida, enseguida me doy cuenta de que creen que ser unos buenos padres significa que deben cargar a todas horas con el niño, dejarlo dormir con ellos en la cama, y nunca, jamás, permitirle que llore. Responden inmediatamente al más mínimo balbuceo de su pequeño, sin esperar a comprobar si se trata sólo de un ruido normal de bebé o de una llamada de angustia. Y cuando no llevan a su hijo en brazos, están prácticamente encima de él, vigilándolo constantemente. En consecuencia, no pueden abandonar la habitación donde está el bebé sin que éste padezca una crisis. La mayoría de las veces, cuando contactan conmigo, ya han perdido el sueño, la libertad y los amigos. No obstante, racionalizan lo que les está ocurriendo diciendo: «Pero nosotros creemos en la crianza de apego»,6 como si hablaran de una religión.

Sin duda, a fin de aprender cómo empatizar con sus propios sentimientos y leer las expresiones faciales de otras personas, los bebés necesitan sentir conexión y seguridad. Sin embargo, esta difusa noción de la crianza de apego o vínculo paternal a veces se sale de madre. Los bebés sienten apego cuando se los comprende. Podrías llevar a su hijo en brazos todas las horas del día, dejar que se durmiera en tu pecho y compartir la cama con él hasta que fuera un adolescente. Pero si no reconoces su especificidad, su carácter único, si no conectas con él ni le das lo que necesita, no va a sentirse seguro por mucho que lo mimes y lo cojas en brazos. Las investigaciones han demostrado que, de hecho, los bebés con madres asfixiantes se sienten menos seguros que aquellos cuyas madres reaccionan de forma oportuna, pero no inmediata ni excesiva.

Este hecho se ve de manera más clara en algún momento entre los siete y los nueve meses, una época en la cual prácticamente cualquier niño siente una ansiedad por separación normal. Se encuentran en un punto de desarrollo en que su memoria les permite darse cuenta de lo importante que es su madre, pero su cerebro todavía no está lo suficientemente maduro como para entender que cuando mamá se marcha, no significa que se haya ido para siempre. Si se tranquiliza adecuadamente al bebé, en un tono de voz animado y optimista («Tranquilo, no pasa nada. Vuelvo enseguida»); y si se tiene un poco de paciencia, este sentimiento de ansiedad normal desaparecerá al cabo de uno o dos meses.

Considerad, en cambio, lo que le sucede a un niño cuyos padres se muestran demasiado solícitos y sobreprotectores. Al bebé nunca se le permite sentir frustración y nunca se le ha enseñado a calmarse solito. Tampoco aprende a jugar de manera independiente porque sus padres creen que es tarea suya entretenerlo. Cuando empieza a experimentar la ansiedad por separación propia de su edad y llora reclamando la presencia de sus padres, éstos acuden corriendo a su rescate, reforzando sin querer sus miedos. Nerviosos, le dirán: «Estoy aquí, cariño, no te preocupes. Mamá está aquí»; y su tono de voz reflejará el pánico del bebé. Si esto dura más de una o dos semanas, lo más probable es que se convierta en lo que yo llamo un trastorno de ansiedad prolongada por separación.

Uno de los ejemplos más contundentes de este fenómeno fue Tia, una niña inglesa de nueve meses, cuya madre necesitaba ayuda desesperadamente, y cuando conocí a esta familia, comprendí por qué. En todos mis años como asesora de padres y madres, éste fue el caso más serio de ansiedad prolongada por separación que yo había tratado nunca. Decir que Tia era dependiente sería quedarme muy corta. «Desde el momento en que me levanto, me explicó Belinda, tengo que cargarla conmigo a todos lados. Juega sola dos o tres minutos como máximo. Y si no la cojo enseguida, empieza a gritar hasta el punto de hacerse daño o ponerse enferma.» Entonces, la madre recordó el día en que volvió a casa en coche, tras hacerle una visita a la abuela. Tia, que se sentía abandonada porque estaba en el asiento del coche y no en los brazos de su madre, rompió a llorar. Belinda trató de consolarla, pero los gritos de la niña continuaron subiendo de volumen. «Decidí que no podía seguir parando el coche a cada momento. Pero cuando llegamos a casa, vi que había vomitado.»

Con ayuda de varias de sus amigas, Belinda había hecho tímidos intentos de salir de la habitación mientras una de ellas sostenía a Tia en brazos. Una ausencia de tan sólo dos minutos podía provocar en su hija la histeria más exagerada. Invariablemente y aunque sus amigas estaban ahí para darle apoyo, la madre sucumbió y recurrió a su remedio habitual: «Tan pronto la cojo, deja de llorar al instante».

Para complicar aún más la situación, la niña todavía se despertaba durante la noche. En aquella casa, cuando se despertaba únicamente un par de veces, se consideraba que había sido una «buena noche». Martin, que en los últimos seis meses había intentado compartir la carga con su mujer, no lograba sosegar a Tia, que sólo quería a su mamá. Durante el día, con ella constantemente en sus brazos o chillando a pleno pulmón cuando no lo estaba, Belinda estaba exhausta. Además, le resultaba imposible hacer nada en casa y, menos aún, pasar un tiempo razonable con Jasmine, su hija mayor, de tres años. Y, por supuesto, había tenido que olvidarse de su pareja. Belinda y Martin apenas tenían un momento de paz para estar a solas.

A los pocos segundos de hablar con Belinda y de observar cómo interactuaba con Tia, vi claro que, sin darse cuenta, ella estaba reforzando los peores temores de su hija cada vez que se abalanzaba sobre ella y ponía fin a sus lágrimas. Al cogerla tan a menudo era como si le dijera: «Tienes razón: aquí abajo hay muchos peligros, es normal que tengas miedo». Además, también estaba el problema del sueño, pero antes había que solucionar la grave ansiedad por separación que sufría la niña.

Le dije a Belinda que dejara a Tia pero que continuara hablando con ella mientras terminaba de lavar los platos en el fregadero. Y que, si tenía que salir de la cocina, gritara un poco para que la niña pudiera oír su voz. También tuve que asegurarme de que Belinda no empleara más ese patético tono de «pobre bebé» para dirigirse a su hijita. Tenía que sustituirlo por un alegre y enérgico tono tranquilizador: «Vamos, vamos, Tia. ¿No ves que no me he ido a ningún sitio?». Cuando Tia, efectivamente, empezó a llorar, le sugerí a Belinda que en lugar de cogerla se agachara hasta estar a su mismo nivel. Podía consolarla y mimarla, pero no cogerla en brazos. Esta actitud era otra forma de decirle: «No te pasa nada, cariño, yo estoy aquí mismo». En cuanto el bebé comenzó a calmarse, aconsejé a su madre que la distrajera con algún juguete o cantándole una canción: cualquier cosa que le hiciera olvidar el miedo.

Les dije que regresaría al cabo de seis días. Me llamaron al cabo de tres. Al parecer, mis sugerencias no acababan de funcionar. Belinda estaba más exhausta que nunca y enseguida se le agotaron las ideas para distraer a Tia. Jasmine, sintiéndose aún más desatendida, había empezado a hacer pataletas, una manera de pedirle unas migajas de atención a su madre. En mi segunda visita, aunque Belinda y Martin no vieran muchos progresos, yo noté que Tia estaba un poco mejor, sobre todo en el salón. En la cocina, en cambio, donde Belinda realizaba la mayor parte de sus tareas, todavía se sentía bastante infeliz. Me di cuenta de cuál era la diferencia: en el salón, Tia se entretenía jugando sobre la alfombra rodeada de juguetes —las distracciones eran múltiples—, mientras que en la cocina permanecía sentada en un gimnasio de bebé. Por eso a la madre le resultaba mucho más difícil distraer a su hija, ya no le divertían los distintos chismes y artilugios que contenía el gimnasio y se aburría. Además, la niña se sentía recluida. No sólo tenía que soportar la separación de su madre —aunque fuera de menos de dos metros—, sino que encima no podía moverse.

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