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VIAJEROS EN BUSCA DEL PARAÍSO TERRENAL

Eugenia Popeanga

UCM

El concepto de hombre medieval, entidad abstracta y globalizadora, nos sirve para hablar, también en términos generales y a modo de introducción, del entorno que le acoge y, especialmente, de su relación con el espacio. Este hombre medieval, que vivía en condiciones físicas tan adversas en comparación con las del hombre moderno, es un ser que se desplaza continuamente, un ser itinerante o viajero y su necesidad, deseo, afán o placer de estar en camino nos plantea una serie de preguntas. Se habla del hombre medieval como un homo viator, pero creemos que hay pocas investigaciones, como no sea la más reciente, debida a P. Zumthor (1993), que habla de una realidad espacial vista a través de los textos literarios medievales.

En primer lugar o, quizás, la primera pregunta sería: ¿qué es el espacio?, ¿cómo entiende este hombre medieval el espacio? Sin duda alguna, hay al menos dos respuestas seguras. El hombre medieval vive y se mueve en un espacio que es para él, a la vez, conocido y desconocido. Conocido, porque todo espacio (real o imaginario) está mencionado o descrito de antemano por las «autoridades religiosas o profanas». Desconocido también, porque la aventura personal, individual, de un cruzado, un misionero, un viajero o un mensajero diplomático convierte este espacio conocido en un espacio desconocido, conquistable o al menos nuevo a nivel de la aventura individual. El viaje, al ser, la mayoría de las veces, textualizado, pierde el carácter único, personal e individual, y se llega a interpretar como una aventura de naturaleza simbólica que contempla, aparte de la semantización de los núcleos espaciales fundamentales, la inclusión del eje temporal también significativo, específicamente medieval. El uso de los elementos retóricos, de los cuadros intertextuales que configuran determinados subgéneros relacionados con el «viaje», lleva esta experiencia personal, individual, al mundo de las «figuras»; así pues, se empieza a distinguir el libro de viajes que cuenta e informa (con pretensiones científicas) sobre una experiencia real a través del así llamado discurso mixto, del libro de viaje que cuenta igualmente una experiencia personal, pero esta vez puramente espiritual. Tenemos, pues, viajes reales y viajes imaginarios, estos últimos cristalizando en lo que se ha llamado la literatura de las visiones. Tanto estos viajes «espirituales» como los viajes contados «desde un sillón» suelen ser viajes puramente librescos, cuya fuente es constituida por un conglomerado de textos mezclados en un afán, quizás, de crear una enciclopedia del viaje, obra a medio camino entre las conocidas imágenes del mundo y los correctores de la ilusión espacial, esto es, libros que cuentan viajes reales. Nuestro intento clasificador no evita que el texto medieval referente a viajes sea muchas veces de carácter misceláneo, incluyendo descripciones de tipo zoológico y botánico, lapidarios y una fuerte carga de datos históricos, al uso especialmente de la historia sagrada. Los títulos, cuando existen, suelen ser genéricos, del tipo El libro de las maravillas o El libro del conocimiento de todos los reinos.

Este trabajo pretende centrarse en uno de los motivos principales de desarrollo de muchos de los viajes reales, esto es, la búsqueda del Paraíso Terrenal. Qué duda cabe: el hombre medieval necesita ampliar su espacio con otros descubrimientos espaciales, sin especial distinción entre los espacios míticos y los reales. Aún más, tratándose de un espacio mítico de origen, un espacio primordial, lugar donde se produce uno de los acontecimientos más importantes de la historia del ser humano. Es el «espacio sin tiempo» (Eliade), que el primer hombre abandona en búsqueda de su trayectoria histórica y de su muerte. El retorno al Paraíso Terrenal, entendido como una de las metas del hombre en general, aparece en la Edad Media, desde sus comienzos, bajo varios aspectos. En primer lugar, mediante una disputa que genera una larga lista de textos, especialmente de tipo religioso, disputa acerca de la situación geográfica del Paraíso Terrenal. Es de reseñar, para el lector moderno, que nunca se ha dudado de la existencia real, «en algún sitio del mundo», del Paraíso Terrenal. Situarlo, pues, para facilitar su búsqueda, ha sido tarea en que se han empleado muchas «autoridades eclesiásticas» en los primeros siglos del cristianismo, continuándose los tratados y disputas sobre la situación geográfica del Paraíso Terrenal hasta el siglo XVII. Sin embargo, se pone de relieve también el concepto de paraíso escatológico situado en el mundo del Más Allá, inalcanzable por los vivos, a no ser a través de un viaje iniciático traducido a la literatura mediante un lenguaje alegórico o hermético.

Dejando de lado el viaje al Más Allá nos ocuparemos del mito espacial del Paraíso Terrenal y de la literatura de viajes y la búsqueda generada por este mito, literatura que se deriva de experiencias reales. Según Delumeau (1992), en su «historia» del paraíso, el cuadro espacial, mítico, llamado paraíso en la mitología judeocristiana, tiene correspondencias en otras religiones y civilizaciones del antiguo Oriente, lo que demuestra la creencia común en la existencia de un paraíso primordial donde reinan la perfección, la libertad, la paz, la felicidad, la abundancia, la armonía del ser humano con la naturaleza. Es igualmente un lugar donde se podía comunicar fácilmente con la divinidad. En la conciencia colectiva de la humanidad se observa la «gran nostalgia» por la pérdida del Paraíso Terrenal y un fuerte deseo de reencontrarlo. Según el concepto temporal que articula una u otra mitología, la esperanza de volver al «espacio de la felicidad» está presente en las religiones y mitologías primitivas que se rigen por el tiempo cíclico. La mitología judeocristiana determina al hombre en su trayecto vital, y lo empuja a aspirar y buscar el paraíso perdido, ofreciéndole en todo caso la eternidad y, en la medida de sus esfuerzos, la posibilidad de alcanzar el paraíso celeste. Dado que el espacio mítico del paraíso es común a varias y distintas mitologías, pasaremos revista brevemente a la tradición grecorromana que, sin lugar a dudas, ha ayudado a mantener y cristalizar el mito judeocristiano.

Las dos principales tradiciones de las que se nutre la vida y la literatura medievales construyen un cuadro intertextual en el que se presentan dos motivos espaciales: los Campos Elíseos y las Islas de los Bienaventurados, y un motivo de naturaleza temporal cíclica: la Edad Dorada. En general, la tradición grecolatina asocia los elementos espaciales con el temporal, dando más importancia a una edad determinada de la humanidad que requiere, a su vez, un espacio apropiado. Lo paradisíaco es aquel tiempo y, a nuestro entender, los motivos espaciales, menos relevantes, están supeditados a la interpretación mítica del origen. Por otra parte, los Campos Elíseos y las Islas de los Bienaventurados son lugares del Más Allá, y sólo mortales iniciados como Eneas pueden conocerlos en vida (aventura que repetirá el poeta de la Divina Comedia).

Sin embargo, podemos mencionar el canto VII de La Odisea, donde aparece la «Isla de los feacios» y el jardín rodeado de muros de Alcínous. La derivación del motivo espacial hacia una isla –derivación que aparece en Hesíodo (Teogonía) y en Horacio (la epoda XVI)– da lugar a la búsqueda a través de un viaje, contado por Diodoro de Sicilia en su Biblioteca Histórica. A la tradición espacial centrada en la felicidad eterna se le añade, con el tiempo, el ingrediente amoroso que prefigura el locus amoenus medieval. La organización de los espacios de la felicidad en torno a un tiempo mítico y la posibilidad (remota y virtual) que tiene el ser humano de volver a estos espacios, están articuladas también en las distintas mitologías precristianas en torno al motivo del viaje, incluso del viaje concreto al Más Allá. A pesar de un primer rechazo, los elementos fundamentales que constituyen el mito de la Edad Dorada y de los espacios correspondientes a la felicidad pasan a incorporarse a la tradición cristiana relacionada con el Paraíso Terrenal, ya que san Justino Mártir, Tertuliano, o el africano Lactancio realizan esfuerzos importantes para demostrar la antigüedad de las Sagradas Escrituras en su parte veterotestamentaria y, por lo tanto, la convergencia inconsciente de los mitos grecolatinos, en lo que se refiere al mito de la Edad Dorada, con el Paraíso Terrenal del libro del Génesis.

La «confusión» entre las descripciones de los autores clásicos, y las que proporcionan distintos autores eclesiásticos premedievales y de la Alta Edad Media, cristalizan en una imagen que se organiza en el cuadro intertextual itinerante proporcionado por san Isidoro en sus Etimologías. Entendido como un tópico articulado mediante una autoridad medieval, este cuadro se repite, circulando con variantes más o menos importantes en las numerosas Imago mundi medievales. Frente a este espacio, considerado «real e histórico» –o según Moises Bar Chefa, obispo de Bethramen (aprox. 900), «físico y místico»–, hay desde siempre interpretaciones que sitúan el Jardín del Edén en un nivel puramente simbólico. San Agustín, al comienzo del libro octavo de su De Genesii ad literam, apunta tres líneas de interpretación en relación con el Paraíso Terrenal: una que lo considera una «realidad corporal», otra sólo una «realidad espiritual» y finalmente la tercera, que opta por «una realidad a la vez corporal que espiritual» (Patr. Lat. T. 38, De Genesii ad litteram, 8, 1: «Paradisus in Eden plantatus et proprie et figurate accipiendus»).

En escritores posteriores a san Agustín y san Isidoro, en el venerable Beda, Raban Mauro y, especialmente, en Honorius de Autun se confirma la existencia real del paraíso. La afirmación dogmática de la realidad del paraíso culmina con santo Tomás, y tanto es así que Vincent de Beauvais, en su Speculum historiale, llega a precisar la hora en que se produjo el pecado y la caída (a mediodía y a las nueve): he aquí unos detalles de referencia temporal que indican la necesidad de ajustar la verosimilitud y veracidad del discurso histórico y enciclopédico medieval, incluso para asuntos extratemporales. Antes de realizar un inventario de las descripciones que se conocen del Paraíso Terrenal, es oportuno precisar que la misma mitología judeocristiana convierte este espacio «maravilloso» en un «lugar de espera». Hay autores que consideran que el paraíso, espacio cerrado y conservado en su estado primitivo, existe en algún lugar de la tierra, adonde podían llegar solamente algunos «iniciados» guiados por un ángel mensajero como ocurre en el viaje de san Brandan. Otros exégetas consideran que el paraíso ha dejado de existir en la tierra, que está en el «tercer cielo», en un espacio de espera que da cabida a unos pocos, como Henoc y Elías que, a pesar de no haber muerto, han sido trasladados allí. La literatura de tipo apocalíptico centrada en un viaje al más allá, requiere la existencia de esta tierra intermedia donde, a la visión inicial del Paraíso Terrenal, se le añaden una serie de detalles relacionados con la «tierra de la promisión» y «de la felicidad». Por ejemplo, en el Apocalipsis de Pablo (Kappler 1986) aparecen los ríos de leche y miel, los árboles que dan frutos distintos según el mes del año y, en general, reina una abundancia desmesurada.1

El viaje al Más Allá, genera la literatura de las visiones, con un amplio desarrollo en el ámbito medieval; se trata de un subgénero que, en lugar de aclarar el concepto espacial, lo complica y lo convierte en más confuso en lo que se refiere a sus interpretaciones «reales, alegóricas y escatológicas». Nos interesa especialmente el mantenimiento, a lo largo de toda la Edad Media, de la creencia en un lugar en la tierra, abarcable pues, que tenga cada una y todas las características del Paraíso Terrenal. Frente a los no lugares que se ofrecen al alma en su viaje, o al iniciado que de forma excepcional lo podía entender en vida, el Paraíso Terrenal se configura como un espacio concreto, como una realidad histórica que se describe y se sitúa dentro de una geografía que organiza el espacio conocido en función de su descubrimiento real, o en función del conocimiento libresco revelado por las autoridades. Alexandre (1987) se plantea un problema primordial, a la hora de trazar la línea de búsqueda del Paraíso Terrenal mediante una serie de viajes, muchos de ellos antiguos, otros más modernos:

Face au lieu qu’évoque le chapitre 2 de la Genèse, tel que l’ont reçu les traditions juives et chrétiennes, se pose la question: que signifie pour le Jardin d’Eden, la qualification de pays mystique? La question vendrait sans doute pour d’autres pays définis comme tels par les modernes mais elle se fait ici singulièrment brûlante. Ce lieu de félicité première où s’inscrit la faute d’Adam, fixant sa condition, et à travers lui, celle du genre humaine en son unité, voué au travail pénible de l’agriculture, à la mort et à la naissance conjointes, ce lieu clos et inaccessible, lieu d’espérance pour tout, est un pôle priviligié de la «geographie sacrée». La realité, revelée par le Livre a constitué un enjeu théologique majeur (1987: 187).

Casi todas las fuentes teológicas mantienen los datos primordiales espaciales fijados por «el Gran Libro». Nadie duda de su situación, «al oriente», y se mantienen todos los elementos expuestos en el Génesis, esto es, el nombre de jardín, con árboles bellos a la vista y con frutos comestibles, y del río que sale del jardín, lo riega y se abre en cuatro brazos que serán los ríos Pisón, Geón, Tigris y Éufrates, ríos cuya trayectoria y características están trazadas de antemano. En el centro de este jardín se hallan el árbol de la vida y el del conocimiento del bien y del mal. El mismo investigador francés cita a Epifanio que, en contra de la interpretación alegórica de Orígenes, afirma que la existencia «sensible» del paraíso está apoyada por la evidente realidad de los cuatro grandes ríos que, «de alguna parte deben de haber salido». Este va a ser uno de los principales argumentos a favor de la existencia del Paraíso Terrenal, ignorantes los exégetas, los investigadores y los viajeros antiguos de las verdaderas fuentes de cada uno de estos ríos. Sin poner en duda la existencia del Paraíso Terrenal en algún lugar oculto para la mayoría de los mortales, sus características lo convierten en un lugar extraordinario, dotado de una serie de cualidades que lo acercan a un «lugar mítico». Está situado en oriente, los ríos que salen de allí acarrean oro y piedras preciosas, hay especias, en el centro se encuentra la fuente de la vida, es una tierra donde hay árboles que producen flores y frutos abundantes y, entre ellos, el árbol del bien y del mal. Es el lugar elegido donde el Creador supremo habla con su Creación, el hombre; es el lugar situado en un jardín, encima de la montaña sagrada. Se trata del lugar donde el hombre convive pacíficamente con los animales, a los que da nombres; se considera el lugar de la felicidad anterior a la muerte, a los dolorosos partos y al trabajo embrutecedor. Sin embargo, es también el lugar donde rige la interdicción que prohíbe al hombre y a la mujer acercarse y comer los frutos del árbol del conocimiento del bien y del mal; es, por lo tanto, un lugar maravilloso, cerrado y perdido pero que, a través de los cuatro ríos, se comunica con el mundo. Vemos aquí que el cuadro maximal que hemos presentado parte de los cuatro datos, bastante escuetos, que presenta la Biblia y que, con más o menos matices, se irá reproduciendo en los escritos religiosos de la Alta Edad Media.

Hoy en día, nuestra percepción sobre el Paraíso Terrenal como lugar concreto situado en algún rincón de la tierra, parece haber cambiado. Sin embargo, y a pesar del buen conocimiento de la geografía terrestre y, quizás, gracias a la nostalgia del paraíso que llevamos dentro, nos negamos a desprendernos del todo de la consideración del Paraíso Terrenal como un lugar alcanzable en vida. Los numerosos escritos científicos, religiosos, de divulgación o incluso de ciencia-ficción mantienen viva, de algún modo, la creencia y establecen los elementos que conforman el mito espacial modernizado. El hombre moderno, igual que el hombre medieval, necesita anclar la coordenada temporal, aquel illo tempore, asignándole un espacio que podría seguir llamándose Paraíso Terrenal, representado por algún planeta al cual se llega venciéndose al tiempo conocido a través de una aventura espacial cósmica.

Sabemos que el origen de los mitos fundacionales reside en una aventura cuyo protagonista, dios u hombre, rompe las barreras y los límites espacio-temporales aceptados y traspasa el umbral de la muerte, para luego volver, originando una religión, y una construcción para albergar objetos y reliquias que dan fe de la aventura. El Paraíso Terrenal pertenece, pues, a estos espacios sagrados que, ocultos al hombre, después de la caída, perduran en la memoria colectiva y en los libros que operan como objetos mágicos testimoniales. No es de extrañar que, aparte de la descripción de este espacio, los himnos de Efrén el Sirio (†373) (Patr. Gr., 62, 57) contengan una visión cósmica de un paraíso que comprende tierra y mar a la vez. El paraíso está situado en un monte sagrado, a gran altura y es tanto el espacio donde se inicia la historia de la humanidad como el último destino del hombre. Espacio del comienzo y del fin, el paraíso es el espacio total que existe en sí; no necesita relacionarse con otros, y de hecho tampoco con el tiempo. Los investigadores del tema, al configurar los principales elementos de una geografía sacra, acuden frecuentemente a la Topografía Cristiana de Cosmas Indicopleustes, comerciante, viajero y finalmente monje en Alejandría (siglo VI). Según Cosmas, la tierra que el hombre habita está rodeada por todas partes de las aguas del Océano, y, más allá de éste, existe un lugar donde podría encontrarse el Paraíso Terrenal. No es fácil para los mortales cruzar el Océano; el viaje iniciático de san Brandán o incluso los viajes de Colón implican precisamente la aventura de buscar más allá de los mares la tierra prometida y perdida. De ser un lugar perfecto para la vida del hombre, el Paraíso Terrenal se ha convertido en un lugar prácticamente inalcanzable, bien porque está en la cima de una montaña inaccesible, bien porque se halla más allá de las aguas, de un Océano que no se puede cruzar. Una vez aceptado todo esto, empieza la gran búsqueda del lugar mítico primordial, una aventura inacabada aún, que ha impulsado a viajeros, aventureros, monjes y descubridores hacia lo desconocido. Se mezclan, como ocurre en todas las aventuras totales, el afán de descubrimiento y conquista con una necesidad de traspasar los límites de lo desconocido e iniciarse o conocer más.

A pesar de lo atractivo del recorrido a través de los textos que inician, organizan y fomentan el mito, nuestro interés se centra en la búsqueda; por lo tanto, en una serie de autores concretos, viajeros activos que relatan su experiencia y el descubrimiento de nuevas tierras que recuerdan el paraíso, o viajeros pasivos, viajeros de sillón que imaginan el mundo, conocido o desconocido, lo describen dejándonos tratados de naturaleza enciclopédica –los imago mundi donde el paraíso tiene su lugar–. Esta última serie se abre con Honorius de Autun, gran divulgador del siglo XII, que describe el mundo a su manera, teniendo, sin embargo, como fuente importante la obra de san Isidoro (Etimologías, Asia). En los capítulos noveno y décimo («De Paradiso –Fons Paradisi; De quator fluminibus. Physon sive Ganges, Geo sive Nilus, Tigris, Euphrates») describe el lugar otorgando importancia al árbol de la vida, cuyos frutos proporcionan la inmortalidad al que pudiera acercarse y comer de ellos. Habla de la fuente de donde nacen los cuatro ríos y finalmente dice: «Post paradisum sunt multa loca deserta et invia, ob diversa serpentum et ferarum genere» (Patr. Lat. CLXXII, Honorii Augustodunensis, Opera omnia, p. 123). Más allá, pues, del paraíso, custodiado conforme a la tradición por muros de fuego, está el desierto habitado por bestias salvajes y serpientes. La imagen volverá en algunos de los relatos de viajes en relación con la tierra de Preste Juan. A la «De imagine mundi» de Honorius de Autun le siguen muchas otras descripciones, parecidas a la suya. Mencionamos la de Vincent de Beauvais en Speculum historiale, cap. LVI, la de Gervais de Tilbury de la Otia Imperialis (en Scriptores rerum brunsvicensium, Hanovra, 1707) y quizás la de Gauthier de Metz de 1274.2 Las descripciones citadas en la parte dedicada al Paraíso Terrenal, así como toda la estructura de este tipo de obras, obedecen al modelo enciclopédico medieval, cuya fuente puede ser precisamente las Etimologías ya citadas de san Isidoro que, a su vez, glosa en parte las Sagradas Escrituras.

Más interesante nos parece la investigación de los relatos de viajes, tanto de los viajes reales como de algún viaje imaginario que incluye la experiencia del viajero –un mortal que pretende haber descubierto el Paraíso Terrenal– o, si no, un espacio con características especiales como, por ejemplo, el reino del mítico Preste Juan. Aparte de los libros de viajes que cuentan una aventura real, en la Edad Media prolifera la literatura de las visiones, género cuyo núcleo es también el viaje. Sin embargo, se trata de un viaje imaginario, viaje algunas veces en cuerpo y alma, como el de san Brandán, otras veces sólo del alma, como la visión muy conocida de Tungdal, viaje descrito en 1149 por un irlandés llamado Marcus, monje casi con toda seguridad. En la misma línea se inscribe el muy conocido y copiado Purgatorio de San Patricio, que cuenta la experiencia ultraterrenal del caballero Owein. Se trata de un subgénero de tipo alegórico-didáctico que culmina con el grandioso viaje de Dante que, a diferencia de los monjes, caballeros y viajeros anteriores, que tienen como guía un mensajero divino, es conducido, al menos por el mundo infernal, de la mano del poeta Virgilio. En nuestra opinión, y dejando de lado la Divina Comedia, el viaje de san Brandán incluye una serie de motivos, de tópicos que articulan el viaje iniciático que se desarrolla precisamente por las aguas de aquel «gran océano» que separaba la tierra de los mortales del Más Allá. San Brandán, gracias precisamente al mensajero divino, puede llegar al «paraíso de los pájaros» –isla blanca donde viven y cantan, bajo aspecto de pájaros, los ángeles que habían seguido a Lucifer en su caída–. Asimismo, penetra con su nave en la maravillosa columna de cristal que se alza en el mar y celebra misa en el altar grálico de piedras preciosas. Finalmente, se le permite entrar y ver el Paraíso Terrenal; sin embargo, su estancia allí es limitada, puesto que como mortal no puede permanecer en aquel lugar maravilloso y vedado ya al hombre. La descripción contiene todos los elementos previstos en el modelo inicial y en las variantes que hemos comentado anteriormente.

Entre los viajes de tipo imaginario, hay uno muy conocido en el siglo XII y utilizado en el XIII para configurar una parte del Roman de’Alexandre. Se trata de un texto escrito probablemente por un judío entre 1100 y 1175 que circula en latín bajo el título Alexandri Magni iter ad paradisum. Como es bien sabido, el protagonista de este viaje, Alejandro Magno, se convierte en un héroe medieval, soportando incluso en la refundición del mito histórico una serie de anacronismos. La fuente de las historias sobre la vida y aventuras de conquista, descubrimiento e iniciación del gran héroe macedonio es el llamado Pseudo-Calístenes, texto griego elaborado en el siglo III en Alejandría, con versiones en latín en el siglo IX. Evidentemente, no se ha podido atribuir al general pagano el privilegio de haber visitado el Paraíso Terrenal, por mucho que se mezclaran los elementos mitológicos grecolatinos con los de la mitología judeocristiana. Sin embargo, hay episodios como el de la fuente de la vida eterna y el de la tierra de los brah-manes, los bienaventurados, que se presentan, evidentemente, como unos cuadros de ficción híbridos donde se mezclan distintas tradiciones relacionadas con «el otro mundo». Ahora bien, el Iter ad paradisum atribuido a Alejandro Magno es un texto bien distinto. Se trata de un viaje concreto, de búsqueda del Paraíso Terrenal, emprendido por Alejandro y su gente una vez llegados a la orilla del Ganges (río que nace precisamente del Paraíso). Remontan el río hasta llegar a un muro que se alza a lo largo del Ganges sin que pudieran encontrar ninguna grieta, puerta o apertura. Después de tres días de navegación, vislumbran un ventanuco en el muro. Allí aparece un viejo; los generales piden que la ciudad –piensan que el muro la rodea– pague un tributo al gran Alejandro, el rey de reyes. El viejo les contesta que se trata de la ciudad de los bienaventurados y que es peligroso para ellos permanecer más tiempo ante ésta, a causa de las aguas turbulentas del río. Regala a Alejandro una piedra misteriosa que éste llevará a Babilonia, donde un mago le descubrirá el sentido de todo aquello; en el platillo de una balanza, la piedra pesa más que cualquier peso en oro. En cambio, cubierta de polvo se vuelve más ligera que una pluma; todo esto significa lo poco que pesa la ambición, el poder y la gloria a la hora de la muerte. Alejandro comprende la parábola y abandona sus aventuras de conquista.

Aparte de los textos didáctico-religiosos, los alegórico-didácticos o de los discursos pseudocientíficos de carácter enciclopédico, la Edad Media conoce los relatos de viajes de intrépidos viajeros, monjes peregrinos y misioneros que emprenden en los siglos XII y XIII el viaje hacia Oriente. La búsqueda del Paraíso Terrenal entra dentro de lo posible en la aventura de descubrimiento de los viajeros medievales; sin embargo, una serie de elementos que configuran el lugar como un cuadro intertextual, se desplazan hacia otro mito de tipo espacial que nace en la época, esto es, el mito de Preste Juan. Sobre la forma en la que se ha forjado la historia, la leyenda y, finalmente, el mito, hay muchas hipótesis.3 Sin ninguna duda, en toda la Edad Media circula una carta, apócrifa, atribuida a un gran emperador de Oriente que detenta tanto el poder político sobre unas tierras que tienen, en parte, las características del Paraíso Terrenal como el poder religioso sobre unos súbditos que, si bien caballeros, tienen los atributos y la vida casta de los hombres de la Iglesia. Aparte del importante juego político que la circulación de dicha carta activa a favor de los levantamientos cristianos en Oriente, en contra del auge impetuoso de los turcos, el texto aviva la imaginación y la codicia. El reino de Preste Juan es buscado y descrito de formas diferentes.

Lo que nos interesa, en relación con este espacio imaginario, «el reino de Preste Juan», es en primer lugar el afán de búsqueda, similar, sin duda, a la búsqueda de un espacio u objeto mágico que prefigura toda aventura. El héroe percibe, a través de una serie de elementos que implican una fuente fidedigna o una autoridad, señales de la existencia de una tierra «más allá de los confines conocidos», o de la existencia de un objeto mágico, maravilloso o sagrado que proporciona conocimiento, dicha y muchas veces poder. La búsqueda se perfila, de este modo, como una escritura virtual preexistente en cualquier tipo de aventura, bien sea de conquista, de descubrimiento o de iniciación. Si bien el objeto mágico (anillo, velo, cofre, piedras preciosas, incluso algunas veces una flor extraordinaria o un alimento maravilloso del tipo de las «manzanas de oro») articula en torno a sí una cadena o periplo de aventuras de tipo mitologicofundacional o simplemente ficcional; la búsqueda de un espacio implica una expedición real y la implicación, muchas veces, de unos personajes históricos. La existencia real y la circulación de la carta de Preste Juan permite a los viajeros emprender una búsqueda similar a la del Paraíso Terrenal. Sin embargo, el afán de descubrir o simplemente encontrar uno u otro espacio, en el caso del paraíso, tiene connotaciones misticoreligiosas que llevan a una interpretación simbólica de la geografía y, por supuesto, a la creación de una geografía imaginaria. En el caso de Preste Juan, los que emprenden la aventura son viajeros, mercaderes, algunas veces frailes misioneros, incluso mensajeros o embajadores; por lo tanto, pertenecen a la clase baja o a la incipiente burguesía. La búsqueda no es inspirada por una idea o concepto sagrados sino por unos intereses muy concretos.

Lo que llama la atención al lector o investigador es el tratamiento distinto, en función de la experiencia individual que inicia la aventura de descubrimientos. Encontramos dos fórmulas: una, la más difundida entre los viajeros medievales y ampliamente conocida por el público medieval, que prefiere guiarse por la descripción de la tierra de Preste Juan, tal y como aparece en la misma carta e insinuar –mediante la fórmula retórica de «no lo he visto», pero «lo oí»– la existencia de dicha tierra. En realidad todos los viajeros en mayor o menor medida conocen y respetan la descripción de la tierra de Preste Juan que sitúan al este en Asia, y concretamente en la India (India inferior, India superior y la India última o la «India Egypto»), tierras bañadas por el Ganges y el Nilo, ríos que salen del Paraíso Terrenal. A diferencia, pues, de la búsqueda del Paraíso Terrenal, entendida y codificada como tal dentro de la categoría de viajes iniciáticos, viajes al Más Allá, visiones religiosas y alegóricas, los que buscan la tierra de Preste Juan relatan sus aventuras en libros de viajes que comprenden mucha materia relacionada con las búsquedas más diversas: oro, especias, una nueva ruta comercial, apoyo político.

Podemos decir, pues, que la aparición del mito de Preste Juan como uno de los principales mitos medievales desacraliza o incluso desmitifica el mito del Paraíso Terrenal. Se llega incluso a actitudes escépticas y, en la fase de la degradación del mito, a la parodia. La descripción más completa de esta tierra maravillosa, aparte de la comprendida en la famosa carta, tanto en sus versiones en latín como en las versiones en vulgar, aparece en un famoso libro de viajes titulado con el genérico Libro de las maravillas. Su autor, Juan de Mandeville, confecciona su viaje a base de un tratamiento de textos que incluye el apropiarse de fragmentos y episodios enteros de relatos de distintos viajeros. El caso más evidente es el relato de viajes de Odorico de Pordenone, muy conocido en la época (s. XIV), traducido al francés y con una larga fortuna literaria. Sin embargo, el episodio de la «tierra de Preste Juan» no figura en el relato en latín de Odorico (el caso de la versión española y en general de las versiones en vulgar es distinto y representa una concesión al gusto del público).

Juan de Mandeville utiliza los tópicos básicos de la carta: la enumeración de los animales reales, fantásticos y monstruosos, los seres humanos que se pueden catalogar de la misma manera, recordándonos todo esto las descripciones de San Isidoro. La tierra, bendecida, está bañada por las aguas de un río que tiene su origen en el Paraíso Terrenal. Ya hemos visto que la misma situación geográfica del reino de Preste Juan permite la consideración de su proximidad con el Paraíso Terrenal; a esto se añade el que las aguas del río sean de leche o miel, que su lecho esté lleno de piedras preciosas, que allí se encuentre el famoso y codiciado «bosquecillo» donde crece la pimienta, sitio guardado celosamente por serpientes venenosas. Algunas versiones hablan de la existencia de la fuente de la vida, que cura toda enfermedad y rejuvenece al que bebe de sus aguas dejándole en la óptima edad eterna de treinta años. Hay detalles interesantes sobre la organización del ejército y de los rangos de los súbditos de Preste Juan; asimismo, se nos cuenta sobre la magnificencia de los edificios y de los soberbios palacios, cuyos interiores están cuajados de espejos. Hay un espejo mágico que permite ver todo lo que sucede en el reino. Como decíamos antes, se trata de un cúmulo de tópicos que crean un cuadro intertextual complejo. La gran diferencia entre la descripción tipificada y codificada del Paraíso Terrenal y la del reino de Preste Juan reside en la cualidad de jardín del paraíso, espacio organizado armoniosamente, donde los elementos primordiales de la naturaleza en el momento de la eterna primavera acogen al primer hombre. El reino de Preste Juan, aun conservando elementos de la serie del paraíso, es un espacio abierto y cerrado a la vez; llama la atención precisamente lo construido y lo organizado, entendiéndose que el reino mítico tiene, sin lugar a duda, modelos medievales de organización feudal a los que se añade la magnificencia de lo más codiciado en las aventuras de descubrimiento: oro, piedras preciosas, especias y la fuente de la vida. Además de en la abundancia, la felicidad reside también en la total y entera honradez y bondad de sus habitantes.

Volviendo al texto de Mandeville (en la versión castellana de 1524; véase Mandeville 1984), observamos que el modelo mítico se convierte en un espacio mucho más real, cuyos elementos ciudades y villas, componen un estado. Por otra parte, este reino tiene «muchas islas, anchas y largas; porque esta tierra de las Indias está partida en muchos partidos e islas, por causa de los ríos grandes que salen del Paraíso Terrenal» (cap. LXIII). La descripción, aparte de las «islas», sigue más bien en términos realistas (mercancías que allí se pueden encontrar, las piedras diamantes, «muy grandes y aun rocas bellas que tienen propiedad de tirar el fierro para sí»). Evidentemente, el detalle que puede interesar al mercader alterna con las «maravillas»; una de las más celebradas es «un río que viene del paraíso terrenal y todo es de piedras preciosas sin agua; y corre por medio de los desiertos abaxo, a grandes hondas, así como la dicha más arenosa, en la cual viene a ferir y allí peresce. E aqueste río corre tres días a la semana» (1984: 165). La descripción de Mandeville sigue el modelo conocido; sin embargo, se diferencia de las cartas que circulaban en su época por situar este reino en la tierra y en las islas que recuerdan las de los Bienaventurados, las islas de la felicidad eterna, espacios cerrados en el mar Océano que justificarán más adelante las grandes expediciones en búsqueda del Paraíso Terrenal, más allá de las aguas que rodean la tierra conocida. También Juan de Mandeville habla de un falso paraíso, de un paraíso artificial. En el capítulo LXV cuenta la historia de «un hombre rico llamado Catocanades, que tenía un «fermoso castillo en una montaña, así fuerte y noble que apenas podía hombre pensar. Y él fizo toda la montaña cercar de bellos muros, dentro de los cuales había un lindo huerto, en el cual había árboles que daban fruta de todas maneras y yerbas de muy lindas flores, con muchas fuentes [...] fizo ende tres fuentes corrientes y muy nobles, todas adornadas de piedras preciosas y perlas; y fizo cañones debaxo de tierra de manera que por estas tres fuentes él facia correr leche y miel y vino; y más una mujer de quince años, la más fermosa que pudo fallar, y un muy fermoso mancebo, y entre ambos eran vestidos de paños de oro; y decía que aquestos eran ángeles. E este lugar llamaba el paraíso» (1984: 168-169). Este curioso «paraíso» forma parte de toda la organización de la secta de los «asesinos», capitaneados por «el Viejo de la Montaña». Sobre éste y sus costumbres «asesinas», fray Odorico es más explícito: «Partendomi delle terre del Presto Giovanni, venendo verso ponente veni a una contrata che si chiama Mileser, bella e abondevole d’ogni bene» (ms. de la Biblioteca Palatina de Florencia),4 ya que sin detenerse en todos los detalles lujuriosos y suntuosos, indica la existencia de una montaña rodeada de un muro, donde hay fuentes maravillosas y donde, aparte de doce vírgenes muy bellas, hay caballos preciosos y todas las cosas que pueden deleitar al varón.

Evidentemente hay viajeros que, después de una búsqueda infructuosa del reino de Preste Juan, al que incluso algunos llevaban cartas de interés político, se encuentran en la situación de tener que describir más bien lo visto, y esto dista mucho del «maravilloso reino». Lo hace Marco Polo y, antes, Guillermo de Rubruck, que afirman que sólo han llegado a conocer la existencia de cabecillas nestorianos que estaban lejos de poseer la magnificencia y la riqueza que se contaba acerca de Preste Juan. Se trata de un proceso continuo de mitificación y desmitificación de un espacio imaginario asociado con el espacio primordial del Paraíso Terrenal, entendido como una directa continuación de éste en una zona de la tierra asequible a los mortales. Los viajeros han seguido la búsqueda de esta tierra más allá de los límites de la Edad Media, desplazando su ubicación desde la India hacia África y Etiopía. Este cambio reduce, pues, el nivel de asociación y analogía con el Paraíso Terrenal situado en el siglo XIV (Odorico de Pordenone, Jourdain de Séverac, el mismo Marco Polo, que realizan parte de su viaje por mar), cuentan sobre la existencia de unas islas «maravillosas». Delumeau llama la atención sobre el motivo de la «isla jardín», comentando la importancia que tiene este elemento entre los pueblos del desierto. Jourdain de Séverac, en sus Merveilles, percibe el cambio al pasar desde la descripción de Armenia y Persia a la descripción de la India Menor: «Il y a de nombreuses et d’infinie merveilles; et dans cette première Inde commence pour ainsi dire un autre monde» (1925: 61). La literatura del islam alaba las delicias del jardín cerrado, delicias relacionadas tanto con una naturaleza exuberante, como con un desenfreno de los sentidos. El jardín cerrado –el de los árabes y los persas es más bien un jardín de amor– es el famoso locus amoemus de la lírica y, en general, de la ficción medieval. Ahora bien, entre las islas descritas por los viajeros destaca la de Ceilán. Odorico de Pordenone describe la multitud de serpientes, de animales salvajes y los elefantes enormes (los viajeros pecan, como casi todo el que cuenta algo en el mundo medieval, del vicio de aumentar cantidades y tamaños obedeciendo a un recurso retórico muy usado). Aparte de esto hay un monte donde Adán lloró cien años por su hijo:

In hac contrata est unus maximus mons de quo dicunt gentes quod super illo Adam pleuxit filium sumun centum annis. In medio montis hujus est quaedam pulcherima planicies in qua est unus lacus non multum magnus. Sed tamen est bene in eo aqua magna quam dicunt gentes esse lacrimas quas Adam et Eva effunde-runt, quod tamen non creditur esse verunt, cum tamen intus nascatur aqua iela.5

En la cima, las lágrimas de Adán y Eva forman un lago lleno de piedras preciosas, pero también de sanguijuelas. El rey de la isla permite a sus súbditos sumergirse y coger piedras preciosas del fondo una vez al año. Del lago nace un río donde hay gran cantidad de rubíes, diamantes y perlas. En la descripción de Jourdain de Séverac aparece la huella de Adán en la cima de la montaña. El mismo Jourdain de Séverac, hablando de una multitud de islas que encierran «maravillas», comenta que, aparte de las piedras preciosas, hay mares donde se pescan las perlas y en una de estas islas «c’est qu’il y a dans l’une d’elles de l’eau, et un arbre spécial au milieu. Tout métal qui est lavé avec cette eau devient de l’or. Toute blessure sur laquelle sont placées des feuilles écrassées de cette arbre est immédiatement guerie» (1925: 75). Sin embargo, ningún viajero asocia de forma directa la isla de Ceilán con su montaña sagrada, testimonio del paso de los padres de la humanidad con el Paraíso Terrenal. Casi todos los viajeros mencionados (Odorico de Pordenone, su imitador Juan de Mandeville, Jourdain de Séverac) son conscientes de la necesidad de contrastar las maravillas, muchas de ellas equiparables con las del Paraíso Terrenal, con determinados espacios infernales. A diferencia de la literatura de las visiones, que indica y caracteriza el infierno como un lugar canónico, los libros de viajes utilizan fórmulas distintas, determinando algunos lugares como próximos al infierno, de la misma manera que otros lugares visitados son próximos al Paraíso Terrenal. Así, Jourdain de Séverac habla de un lugar entre la India Maior y la Minor, lejos del mar, donde los hombres habitan bajo tierra; no comen, no beben ni se visten como los que viven cerca del mar (es interesante la determinación de lo infernal lejos de las aguas del mar; al contrario, lo paradisiaco, esto es, las islas, están rodeadas por el mar). En estas tierras hay serpientes grandes y venenosas, grandes arañas, unas hormigas blancas capaces de destrozar y comerse cualquier cosa: madera, las junturas de las piedras, las telas, y también hay unos pájaros agresivos que se comportan como los perros. Jourdain de Séverac usa para concluir una fórmula retórica: «Que dirai-je? Là le diable parle aussi, souvent et tres-souvent, aux hommes, durant la nuit, ainsi que je l’ai entendu. Tout est admirable dans cette Inde; car c’est véritablement un autre monde» (1925: 82).

En cuanto a la existencia del Paraíso Terrenal, Jourdain de Séverac lo asocia con una Tercera India, que no llegó a visitar; la tierra de Preste Juan –por lo que entendemos, ya que no es nada explícito–, la sitúa ya en Etiopía donde, aparte de un gran número de monstruos, hay muchas piedras preciosas, hay dos montañas de fuego y en medio una montaña de oro. Las gentes que habitan esta tierra, cuyo señor es muy rico y más poderoso que cualquiera en todo el mundo, son cristianos, pero heréticos. En cuanto a Odorico y Mandeville, hablan de cierto «Valle Peligroso». El orden en la estructura del libro es de ubicar el valle inmediatamente después de la descripción de la tierra de Preste Juan y del falso «Paraíso del Viejo de la Montaña». Juan de Mandeville lo llama «valle encantado que se dice el valle del Diablo». Odorico de Pordenone, más escueto que Mandeville, sitúa este valle por encima del río de las delicias. Cuenta que allí había muchos cuerpos muertos, muchos tormentos, miedo y terror. El valle tiene ocho millas de largo. El fraile, interesado y curioso, penetra en el valle, donde encuentra, encima de una montaña, una cabeza de muerto que le produce un gran pavor, superado por la invocación «verbum caro factum est». Al subir el monte arenoso, encuentra allí mucha plata que se podía coger «come uno iscoglia me di pesce din grande cantitá».6 Sobre este cuadro, Juan de Mandeville construye una notable descripción del «valle tenebroso». En primer lugar, sitúa el valle «en aquesta isla de Mistorials, contra la parte sinistra, facía a la vía del río Fisón, hay una maravillosa cosa...» (Mandeville 1982: 170). Estamos, por la afirmación de Mandeville, cerca del Paraíso Terrenal; aparte del «ruido» infernal, de la existencia de una gran cantidad de oro, plata y piedras preciosas que atraen y atrapan a los incautos viajeros, de la «cabeza que tiene la vista muy espantable de mirar», Mandeville cuenta una aventura en la que participa un grupo de viajeros entre los que se encuentran dos frailes menores. Algunos, como «dos griegos y tres españoles», se pierden en el valle; los demás consiguen apartarse del mundo de los diablos. Ahora bien, en ningún momento se le llama a este lugar infierno. A diferencia de fray Odorico, que da por acabado su viaje después de haber contado la aventura del valle peligroso, Juan de Mandeville, aparte de la descripción de unas cuantas islas más, todas formando parte del reino de Preste Juan, nos conduce hacia el Paraíso Terrenal. Se va hacia Oriente «E destos lugares tenebrosos y desiertos, y de aquesta isla, yendo contra Oriente, no hay mucho camino fasta el paraíso terrenal...» (1982: 175). El viajero («de sillón», por cierto) se contenta con una descripción de los elementos más conocidos, ya que afirma no haber estado allí. Se trata de la tierra más alta del mundo, que está cercada de un muro. Pero en lugar de mantener la consabida afirmación del «muro de fuego» dice que «no sabe hombre de qué es aquel muro. Y están cubiertos los muros de boira y no se parece piedra ni otra cosa de los muros». La entrada está cercada de «fuego ardiente». Dentro, «en el más alto lugar», se encuentra la fuente de la que nacen los cuatro ríos. En el río Fisón se encuentran muchas piedras preciosas, oro y madera de áloe. Aparte de hablar sobre el nombre de cada río y sus características, afirma Mandeville:

Muchos grandes señores y de gran esfuerzo, han tentado de ir por aquel río la vía del paraíso con gran compaña; más jamás lo han podido acabar; antes murieron muchos por la gran fatiga y cansancio de remar y navegar contra las ondas de la agua; y muchos otros se tornaron flacos, y muchos sordos por el sonido de la agua; y muchos otros se afogaron en el río; de forma que ningún hombre mortal pudo llegar al paraíso, si no fuese por especial gracia de Dios. Y así del paraíso no vos sabría otra cosa significar, y por tanto callaré y me tornaré a lo que he visto» (1982: 177).

Los comentarios de Juan de Mandevilla indican que la aventura de búsqueda del Paraíso Terrenal, asociada con la del descubrimiento del reino de Preste Juan, estructuran una parte de todos los viajes reales que se dirigen a Oriente. Algunos viajeros, como fray Odorico, más cautos y a la vez conocedores, probablemente de forma directa, de los textos de las autoridades referentes a la existencia y situación del Paraíso Terrenal, apenas lo mencionan, mientras que otros, especialmente los refundidores de los diversos relatos de viajes, como Mandeville, se recrean en el acopio y desarrollo de elementos que mantienen el afán de búsqueda de las tierras míticas antes mencionadas. Sin llegar a una acción de desmitificación tan evidente como la de Marco Polo, en relación con la figura de Preste Juan, fray Odorico, Jourdain de Séverac, Martignolli, todos hombres de la Iglesia, soslayan el tema del Paraíso Terrenal. Sin embargo, a medida que avanza la Edad Media, ya hacia su fin, en el siglo XV, cuando ya los viajeros portugueses recuperan el mito de Preste Juan situándolo en Etiopía, la tierra del gran Negus, aparecen opúsculos que, de forma abreviada, sintetizan la forma y los contenidos fundamentales de los relatos de viajes medievales.

Uno de ellos es El libro del Infante Don Pedro de Portugal, el cual anduvo las cuatro partidas del mundo, cuyo autor es Gómez de San Esteban, tal y como aparece en el prólogo de la edición de 1563, impresa en Burgos por Felipe de Junta. A pesar de ser un conjunto de tópicos relacionados con los viajes reales que empezaban por el viaje y la visita a los Santos Lugares, pasando por Venecia, donde los viajeros (doce compañeros y, con el mismo infante, trece «como nuestro señor Jesu Christo con sus discípulos») embarcan para Chipre de donde pasan a Tierra Santa, hay algunas menciones relacionadas con los elementos que configuran el cuadro del Paraíso Terrenal. Los viajeros parten hacia las tierras de Armenia «y aquesta es la tierra de que mana infinita leche y miel». Aparte de una fuente cuyas aguas se aclaran mediante la intervención del unicornio, en esta tierra, «entre las fieras passa un rio ardiente, donde se cogen muchas piedras preciosas». El Infante don Pedro se propone como meta visitar a Preste Juan y, además de contar las mismas historias que ya circulaban como elementos legendarios y místicos, cuenta un episodio nuevo, de tipo religioso-alegórico, esto es, la colocación de los cuatro vasos de oro en la mesa. Uno contiene una calavera «cabeça de homeu morto», otro un poco de tierra, el tercero las brasas que recuerdan el infierno y el último vaso unas peras partidas por la mitad, peras que nacen entre los ríos Tigris y Éufrates, y que contienen la imagen de un crucifijo. Después de ver todas las maravillas de la tierra de Preste Juan, los viajeros deciden volver a España. Preste Juan les proporciona «dromedarios» y guías. «Partimos dalí huma segunda feira, e atravessamos deide a cidade de Edicia, até o Paraiso Terreal». El viaje sigue a través del desierto: «Nestes desertos nao ha caminhos, que guiem as pessoas, echegando nos a vista da Terra do Paraiso Terreal, as guias, que nos deu o Preste Joao, nao deixarao passar por diante».7

Parece evidente que el mito del Paraíso Terrenal conoce, a finales de la Edad Media, una larga etapa de silencio textual; parece normal incluso que participe de la decadencia del mito de Preste Juan. Los viajeros sitúan la tierra maravillosa del Preste, a finales del siglo XV y sobre todo en el siglo XVI, en África; este cambio geográfico no es en realidad más que el resultado de la necesidad de búsqueda de un espacio que contenga todos los elementos o, al menos, parte de ellos, aludidos en la famosa carta convertida en el objeto-guía mágico. Etiopía es la nueva tierra de Preste Juan, pero no se la asocia ya con el Paraíso Terrenal.

Al final del siglo XV se conoce una nueva experiencia de naturaleza geográfica. Se trata de los viajes de descubrimiento de Cristóbal Colón, una de las más controvertidas figuras de la historia de la época. De hecho, en torno al Almirante (lugar de nacimiento, origen, raza, religión, andanzas previas, conocimientos, iniciación, etc.) se ha preparado una tupida red de leyendas que permiten al lector moderno una interpretación siempre nueva de sus hazañas y aventuras. Entre las historias que se articulan en torno a la figura de Colón, hay un puñado que lo considera como un visionario, un iniciado que entiende, tal y como lo difundían las corrientes milenaristas de la época, que los «tiempos escatológicos» están por venir y por ello es necesario difundir la palabra de Dios, incluso en aquellas partes del mundo donde difícilmente podía llegar. En lugar de ver a un Colón, marinero y explorador, vemos a un aventurero más cercano a esos «caballeros comprometidos con la búsqueda del Grial» que a la gente de su época. Es difícil saber la verdad; los documentos tienen lagunas y su interpretación ha sido, a lo largo del tiempo, sesgada. Lo que sí es cierto es que Colón conoce los principales libros de viajes medievales, especialmente el de Marco Polo y el de Juan de Mandeville, así como la Imago Mundi de Pierre d’Ailly. También es verdad que la cartografía medieval incluía la tierra de Preste Juan y, a veces, también el Paraíso Terrenal en muchos de los mapas que Colón pudo haber conocido y estudiado. No es de extrañar, pues, que la aventura de cruzar el Océano en búsqueda de Cipango incluyera también como perspectiva el acercamiento al Paraíso Terrenal.

Los diarios de los viajes de Colón, a pesar de su manipulación, encierran el asombro maravillado del viajero, tal y como lo interpreta fray Bartolomé de las Casas, ante la belleza de las islas que está descubriendo. Cierto es que el tópico de la isla, vista como locus amoemus e incluso como el jardín de las delicias, formaba parte de la sintaxis del discurso de los libros de viajes y lo encontramos en todos los viajeros antes mencionados. Colón se maravilla de la pureza del aire, de la naturaleza exuberante, de la multitud y variedad de pájaros y, como signo especial, alude al «maravilloso» perfume de los árboles y flores. Todos estos elementos figuran en el cuadro intertextual del Paraíso Terrenal. El «nuevo mundo» descubierto por Colón tiene mucho que ver con la imagen prestablecida y ejercerá su fascinación en todos los aventureros y conquistadores posteriores. Al mito de la isla paradisíaca se le añade el de Eldorado, la tierra del oro, la ciudad dorada, cuyo rey, envuelto en una capa de oro, practica los ritos sagrados de las ofrendas en oro y esmeraldas al río, cuna de su isla, su ciudad y su reino. La carta de Amerigo Vespucci, convertida en el conocidísimo apócrifo Mundus Novus, contiene todos estos elementos descritos en un registro superlativo. Se cuenta sobre una tierra cubierta de árboles muy altos, siempre verdes, donde hay frutos y flores a la vez, cuyo perfume embriaga al viajero. Se habla de la multitud de pájaros y de la belleza de su canto; todo esto lleva al viajero a afirmar que se debe encontrar muy próximo el Paraíso Terrenal. A todo esto, a lo largo del siglo XVI se añaden testimonios diversos de navegantes y conquistadores; todos consideran esta tierra, el «nuevo mundo», o América, una tierra bendecida con todas las bondades y bellezas; además, aparecen testimonios sobre la longevidad de sus habitantes y lo saludable de su clima. El interés se centra especialmente en Brasil. Sin ninguna duda, todos los documentos, las crónicas y las historias sobre las Nuevas Indias dan muchos detalles que permiten acercarse o incluso identificar estas tierras con las soñadas por los viajeros de todos los tiempos. No vamos a detenernos aquí en la desviación del mito del Paraíso Terrenal hacia América; sólo mencionaremos algunos detalles curiosos como, por ejemplo, el intento de identificación del fruto del árbol del bien y del mal con algún fruto exótico. Antonio de León Pinelo cree que el fruto de maracuyá hubiera podido inducir a Eva a pecar, por su aroma y exquisitez. La flor misteriosa de este árbol llevó la marca de la pasión de Jesucristo; por ello a este fruto lo llaman «de la pasión». Muchas y grandes virtudes encuentran asimismo al ananás, y olvidándose o ignorando el origen guaraní de esta palabra, la relacionan con el Anna nascitur (santa Ana, madre de la Virgen).

Nos gustaría, al acabar, hacer unas consideraciones sobre Antonio de León Pinelo, una de las figuras más interesantes del siglo XVII. Aparte de otras obras, de interés histórico, es un apasionado coleccionista de libros, y fruto de su tesón de investigación bibliográfica tenemos el Epitome de la Bibliotheca oriental, occidental, náutico y geográfico.8 Buen conocedor de las Indias, redacta una Historia del Nuevo Mundo, hoy perdida. Por lo que se sabe, utilizó gran parte de la información de esta Historia para su gran obra, el Paraíso en el Nuevo Mundo (1650-1655), considerada una importante descripción del nuevo continente en la línea de las utopías renacentistas. He aquí que, a finales del siglo

XVII, nos encontramos con una obra que mantiene todos los elementos básicos que configuran el mito del Paraíso Terrenal. Se trata de una exposición de historia natural y geografía que resalta la belleza de la tierra americana, único sitio donde podía situarse el Paraíso Terrenal. De nuevo estamos ante una geografía de lo maravilloso donde, a pesar de la voluntad y del logro de un discurso científico, asoman los detalles de tipo maravilloso, mágico y milagroso. En su Historia crítica del pensamiento español, comenta José Luis Abellán:

Como buen judío espiritual, aunque seguro cristiano, buscaba la tierra prometida, que halló en el continente americano, pero imposibilitado de situarla en el futuro, la trasladó al pasado. En este sentido, América, a la que llama Continens Paradisi, es promesa de nueva vida» (1979: 380).

A pocos años de haber escrito León Pinelo su obra, en Francia aparece un tratado sobre la situación del Paraíso Terrenal (1691), cuyo autor es el P. D. Huet, arzobispo y miembro de la Academia Francesa. El mapa que presenta el opúsculo sitúa el espacio mítico en Arabia, muy cerca del Golfo Pérsico. Parece que asistimos de nuevo a una vuel- ta hacia Oriente pero, con el escepticismo y la gracia del comentario del científico francés:

Rien ne peut mieux faire voir combien la situation du Paradis terrestre est peu connue, que la diversité des opinions de ceux qui l’ont recherchée. On la placé dans le troisième ciel, dans le quatrième, dans le ciel de la Lune, dans la Lune mesme, sur une montagne voisine du ciel de la Lune, dans la moyenne region de l’air, hors de la terre, sur la terre, sous la terre, dans un lieu caché et éloigné de la connoissance des hommes. On l’a mis sous le Pôle Arctique, dans la Tartarie, à la place qu’occupe presentement la mer Caspie. D’autres l’ont réculé à l’extrémité du Midy, dans la Terre du feu. Plusieurs l’ont placé dans le Levant, ou sur les bords du Gange, ou dans l’Isle de Ceilan, faisant mesme venir le nom des Indes du mot d’Eden, nom de la Province où le Paradis estoit situé. On l’a mis dans la Chine, et mesme par delà le Levant, dans un lieu inhabité; d’autres dans l’Amerique, d’autres en Afrique sous d’Equateur, d’autres sous les montagnes de la Lune, d’où l’on a crû que sortoit le Nil; la pluspart dans l’Asie, les uns dans l’Armenie majeure, les autres dans la Mesopotamie, ou dans l’Assyrie, ou dans la Perse. Ou dans la Babylonie, ou dans l’Arabie, ou dans la Syrie, ou dans la Palestine. Il s’en est mesme trouvé qui en ont voulu faire honneur à nostre Europe, et ce qui passe toute les bornes de l’impertinence, qui l’ont établi à Hédin, ville d’Artois, fondez sur la conformité de ce nom avec celuy d’Eden. Je ne desespere pas que quelque avanturier, pour l’approcher plus prés de nous, n’entreprenne quelque jour de le mettre à Houdan.9

Maravillas, peregrinaciones y utopías

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