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ОглавлениеEnero de 2005. Zona selvática y montañosa circundante a San Andrés, capital de Costa Paraíso.
Alfonso Valladares encendió el habano que llevaba en el bolsillo durante su duro periplo por la selva. Como todas las noches, lo hizo subrepticiamente. A sus cincuenta y cinco años de edad todavía mantenía los vicios de la juventud, cuando vivía en las tierras del norte. La caña y el tabaco de Santo Tomás lo acompañaban todo el tiempo.
La Patrona, o “La Patro” como todos los revolucionarios la apodaban cariñosamente, cuyo verdadero nombre era Juana Giménez, les tenía prohibido fumar en el transcurso de las guardias nocturnas. El enemigo podía encontrarse rondando el campamento. Las patrullas del coronel Mauricio Cabral eran famosas por sus desplazamientos silenciosos. A veces utilizaban perros adiestrados para realizar las pesquisas con gran eficacia. Aquellos animales tenían la suficiente ferocidad como para entrar en combate y despedazar al guerrillero mejor preparado. Alfonso conocía historias terroríficas al respecto. Algunas de ellas eran ciertas. También sabía que el gobierno, como suele suceder con aquéllos que intentan detentar el poder por toda la eternidad, utilizaba sus órganos de propaganda para difundir relatos horrendos.
El propósito de infundir miedo entre las tropas de los insurrectos era parte de la agenda cotidiana. Ellos llevaban más de treinta años combatiendo al régimen y haciéndose fuertes en la espesa selva que rodeaba la ciudad de San Andrés, capital del país gobernado desde hacía medio siglo por el general Atilio Fulgencio y su séquito de aplaudidores.
Cubriendo el extremo encendido del cigarro con la mano derecha y demostrando gran habilidad en la maniobra, Alfonso aspiró una buena bocanada de humo. Con gran placer lo exhaló, sintiendo el perfume del tabaco cultivado en Santo Tomás. Allí los campos eran trabajados por campesinos de piel oscura y miradas impotentes. Recibían los beneficios pagados por el gobierno, insípidos, como es costumbre en la trata de esclavos.
Conocía bien esa zona. Él mismo provenía de las tierras del norte. Su padre había sido uno de los obreros de la siembra y cosecha de tabaco, prácticamente la única producción que sostenía a duras penas a un país donde el hambre y la indigencia sometían al ochenta por ciento de la población.
La historia de Alfonso era la misma que la de muchos de los insurrectos alzados en armas. Estaban esparcidos de manera deshilachada en el territorio periférico de San Andrés, una de las tres ciudades civilizadas del país, la más populosa, la capital, donde sus habitantes aún podían comer una vez al día.
Las otras dos ciudades eran Santo Tomás, al norte, en donde Alfonso había nacido, y Santa Clara, pequeño poblado ubicado al sur. Allí, el presidente don Atilio Fulgencio contaba con cinco mil hectáreas de buena tierra que había sido expropiada a los hacendados ingleses, acólitos del régimen anterior.
Alfonso realizaba su guardia tendido sobre la hierba. En esa zona se mostraba débil y tierna debido a la abundancia de casuarinas añosas. Ellas no permitían el crecimiento de las malezas salvajes. Contempló el firmamento salpicado de estrellas en una de las famosas noches estivales de San Andrés. De pequeño había escuchado los relatos referidos a esos cielos, próximos a la zona costera. Abundaban en los barrios carenciados de Santo Tomás, donde el mar sólo se conocía por las historias de los forasteros.
El proyecto de vida de todo campesino joven contemplaba la marcha hacia el sur, poniendo rumbo a la capital del país. Intentaban poseer la supuesta abundancia ofrecida por una ciudad que representaba la meca para todo habitante del interior.
La niñez de Alfonso fue difícil como la de cualquier otro muchacho de las clases carenciadas. Historia repetida en un país condenado a permanecer en el subsuelo cultural de un mundo en pugna por los recursos energéticos. Su madre falleció de disentería cuando él tenía tres años de edad y fue criado por una tía adolescente. Ella supo convertirse en la nueva mujer de su padre. Era costumbre entre la gente del pueblo, por ello abundaban las cuñadas solteras a la espera de su oportunidad.
Acostumbrado a trabajar desde temprana edad en los sembradíos tabacaleros, Alfonso fue absorbiendo la rebeldía típica de las clases explotadas. En los años de niñez pudo percibir el espíritu revolucionario soplando entre sus mayores.
Los destinos de Costa Paraíso estaban conducidos entonces por el Partido Blanco que sostenía su continuidad mediante un juego democrático perverso. El voto de la gente se había transformado en la principal mercancía dentro del comercio político. El presidente de turno, doctor Hilario Fonseca, mantenía relaciones carnales con los poderes occidentales. Ello le permitía gozar de cierta impunidad en sus acciones y la perpetuidad en el gobierno. Una casta empresarial usufructuaba los beneficios económicos del sistema. No dudaba en asistirlo con los recursos necesarios para comprar voluntades y asegurar la práctica eleccionaria. El pequeño país se había transformado en el principal paraíso fiscal latinoamericano.
Como es costumbre cuando estos sistemas de gobierno se instalan por tiempo prolongado, la pobreza e indigencia creció hasta convertirse en una bomba de tiempo. Las protestas de los campesinos tabacaleros comenzaron en el norte a mediados de la década del cincuenta. Precisamente Alfonso pudo presenciar como espectador privilegiado —a sus cinco años de edad— el nacimiento de la Fuerza Gregoriana, un movimiento revolucionario que llevaba su nombre en honor a don Florencio Gregorio, prócer nacional del siglo diecinueve y principal activista de la independencia del país.
Los insurrectos al gobierno del partido Blanco se hicieron fuertes en Santo Tomás. Los campesinos tabacaleros no dudaron en tomar las armas para liberarse de una opresión más allá de toda razón de ser.
Cuando el hombre ya no tiene nada que perder, pues lo han despojado hasta de su propia dignidad, entregar la vida por una causa noble comienza a cobrar sentido. El miedo a la muerte es desplazado por un odio que transforma al sujeto en asesino indolente.
El ideal de la guerrilla se explanó como mecha encendida en todo el territorio de Costa Paraíso. Parte del ejército nacional se plegó a la revolución en ciernes. Entre los jóvenes oficiales se destacaba el teniente Atilio Fulgencio, quien no tardó en convertirse en general asumiendo el mando de la Fuerza Gregoriana. El hombre contaba con gran discurso al tiempo de realizar sus arengas públicas. Tenía el don de encender los corazones de sus seguidores, atributo necesario para todo aprendiz de dictador. Al pueblo se lo enamora desde la tribuna, con promesas demagógicas y repartiendo dinero o comida entre la muchedumbre. Una vieja fórmula usada por los líderes “populares” desde hace miles de años a la fecha.
Apoyada por intereses internacionales la Fuerza Gregoriana fue desarrollando su lucha denodadamente, batalla tras batalla. Avanzando desde las zonas selváticas linderas a San Andrés, donde los insurrectos poseían de facto el gobierno territorial, los soldados “rojos” —tal como se los denominaba dado el atuendo que usaban en combate— fueron venciendo a las tropas leales al gobierno.
En realidad, la resistencia del Partido Blanco ofreció una magra oposición durante cinco meses. La Fuerza Gregoriana fue ganando en adeptos, principalmente entre los campesinos tabacaleros del norte que se entregaron a pleno en la batalla. En un avance constante a partir de los cordones montañosos que rodean a San Andrés, los hombres comandados por el general Fonseca fueron liberando pueblo tras pueblo en el último mes de la contienda. Penetraron sin mayor resistencia en la capital de Costa Paraíso.
La clase sumergida de la ciudad los recibía en pleno jolgorio, arrojaban flores al paso y ofrecían sus mujeres a los valerosos libertadores.
Las clases altas y pudientes habían abandonado el país tres o cuatro días antes de la victoria final. Acompañaron a su líder democrático por miedo a las ejecuciones. Es decir, como suele suceder en este tipo de situaciones, algunos representantes de los grupos económicos permanecieron en San Andrés. Intentaban establecer acuerdos con las nuevas autoridades y asegurar la continuidad de sus negocios. Debido a la nueva relación de fuerzas a partir de ese día iban a contar con otros socios. Nada se pierde, todo se transforma, dicen los principios de las ciencias físicas.
Los grandes discursos del general en las plazas públicas fueron frecuentes durante los primeros cinco años del gobierno revolucionario. Eran tiempos donde los corazones se alimentaban de sueños y promesas de concreción en las necesidades postergadas.
Como era de esperarse, los imperios de turno se opusieron al nuevo régimen de facto instalado en Costa Paraíso. Los embargos internacionales no se hicieron esperar. De todas formas el pueblo campesino estaba acostumbrado a vivir con la escasez, la indigencia cultural y el desarrollo de una economía centrada únicamente en la exportación de habanos y café. La hambruna era cuestión secundaria. Poder caminar por las plazas libremente y emborracharse a la luz de un farol sin consecuencias con la ley, fomentó un sentimiento de liberación que produjo gran idolatría hacia la Fuerza Gregoriana y sus líderes.
Por supuesto, comenzaron las primeras disidencias entre los generales transformados en próceres de la revolución. Don Hilario Fonseca, haciendo gala de su sagacidad sólo comparable con las actitudes de gran orador, se las ingenió para enviar a la cárcel a una docena de patriotas revolucionarios.
El concepto de “alta traición” resultaba funcional a estos designios. Algunos perdieron su vida en situaciones inexplicables, accidentes de tránsito y crímenes a manos de autores anónimos. Otros sufrieron la tortura o la ignominia popular a partir de juicios públicos donde la condena estaba estipulada previo a toda defensa. Unos pocos prefirieron el exilio y otros, finalmente, consintieron la supremacía del general convirtiéndose en los brazos ejecutores de sus políticas.
Cincuenta años transcurrieron desde aquellos acontecimientos. La vida de Alfonso no resultó fácil. Tirado allí, sobre la tierna hierba bajo un firmamento poblado de estrellas, no dejaba de pensar en Rosita. ¿Qué habrá sido de ella? Diez años habían pasado desde su último encuentro en aquella tarde de Santo Tomás. Allí retozaron viviendo a pleno el descontrol sexual en un hotel de tercera categoría perteneciente a los suburbios de su pueblo natal. A veces, contemplando firmamentos salpicados de estrellas titilantes, dedicaba buena parte de la madrugada en fantasear con Rosita, su actualidad, sus necesidades, sus relaciones, sus posibles novios, sus abortos…
La conoció cuando ejercía la prostitución en los barrios bajos del pueblo. Ella era una muchacha popular entre los campesinos solteros de las tabacaleras. Desde el primer encuentro quedó prendado de aquella morocha de ojos verdes y piel cetrina. Durante tres años ocupó el rol de novio de una prostituta. Se sentía obligado a desviar la mirada ante los embates del viejo oficio ejercido por Rosita en la ciudad norteña.
En realidad, tenía la esperanza de afincarse con la joven en las tierras altas a las afueras de Santo Tomás. Proyectaba emplazar una plantación propia de tabaco y, además, por supuesto, formar familia al estilo clásico. Sin embargo, en esos tiempos soplaban vientos en otra dirección entre los pobladores de clase indigente que comenzaban a vivir las consecuencias de una guerra interna. Por supuesto, Rosita se resistía al abandono de su oficio. No era el beneficio económico el que pugnaba por mantenerla activa en la prostitución. En verdad, no se sentía a gusto haciendo otra cosa.
Vencido por un cúmulo de circunstancias adversas a su proyecto, un día Alfonso puso fin a sus sueños y marchó rumbo al sur, a la gran ciudad. Era uno más de los emigrantes de las tierras norteñas. Buscaba la felicidad prometida por la revolución gregoriana que, según dichos del Presidente, se disponía a establecer la justicia social entre una población ávida de discursos heroicos.
Las imágenes se apartaron violentamente de su mente al escuchar el crujido de una brizna de hierba a pocos metros de distancia. El entrenamiento prodigado por “La Patro” durante tantos años permitía mantenerlo alerta, a pesar del relajamiento producido por el habano y algún que otro trago de caña. Dejó caer el cigarro de sus labios. Dirigió el cañón de su ametralladora en dirección a la zona desde donde provenía el crujido.
—Tranquilo, hermano, soy yo… —escuchó una voz familiar proveniente de las sombras.
Alfonso no abandonó la presión ejercida sobre el gatillo del arma. Los insurgentes conocían la presencia de las tropas gubernamentales en la región y sólo confiaban en los propios instintos.
La silueta difusa apareció emergiendo del paisaje nocturno. Se trataba de un hombre de escasa estatura, ataviado con un uniforme similar al suyo. Lo siguió encañonando hasta que el visitante se ubicó a pocos metros, debajo de la luz de la luna. Allí lo reconoció.
Era Paco, su amigo de la infancia. Con él había abandonado la tierra natal para buscar su destino en la capital de Costa Paraíso.
—No dispares… Está todo bien.
La voz de Paco Valverde se escuchaba entrecortada. Había dado un paseo apresurado por el camino selvático que los separaba del campamento. Era un hombre de mirada afable, rostro enrojecido y cabellos un tanto largos, pero escasos. Su figura se veía regordeta. Todos reconocían en él la presencia de un espíritu noble ajeno a la crueldad instalada en esos montes, donde la resistencia de los “contras” insistía en realizar una lucha armada de incierto destino y larga data.
—La Patro quiere que te releve. Están interrogando al Johnny que secuestramos ayer. Jean Paul le pone mano dura al asunto, pero el tipo parece de hierro. Estos hijos de puta hacen cualquier cosa con tal de defender sus dólares.
—¿De modo que me estás relevando, Paquito? Está bien. Ya me estaba cansando de mirar el cielo y pensar tonterías.
El recién llegado se encogió de hombros.
—Te conozco, hermano. Seguramente no deben ser tonterías esos pensamientos. Siempre fuiste “rarito” en esas cosas… Muchos sueños en la cabeza de un simple campesino, ¿eh?
—¿Y qué con lo de campesino? No me arrepiento de mis orígenes, viejo. Nuestra casta ha logrado mantener a este país de pie. Nuestra hoja de tabaco la llevan muchos de estos Johnny´s en sus pulmones, quemándolas a partir de los habanos que fabricamos.
—Sí… Habanos. Lo único que aprendimos a exportar en doscientos años.
—Bueno. Es algo natural. Más útil que los transistores, cabrón. Esos no se pueden fumar, ¿no es así?
—Siempre te las arreglas para tener razón, carajo. El bueno de Alfonso, defensor de los ideales de Costa Paraíso. Mejor te apuras, hermano. Sabes que La Patro tiene pocas pulgas para las esperas.
Alfonso sabía que Paco decía la verdad. La jefa indiscutible del grupo insurrecto era conocida por su carácter complejo. Se puso de pie y comenzó a caminar siguiendo la ruta transitada por su amigo minutos antes. Cuando pasó frente a la posición de Paco, pudo ver en su rostro una sonrisa pícara. Estaba esperando un sermón de ese tenor.
—Además… Me parece que hoy te toca cumplir con la Juanita, ¿eh? La vi un tanto nerviosa antes de salir del campamento.
No respondió a la broma. Estaba acostumbrado a los comentarios insidiosos de sus compañeros. Después de todo, hablaban de un hecho que se había transformado en verdadero mito entre aquella gente sumergida en la espesura selvática. Alfonso aceptaba esas chanzas. A su vez, también ellas le otorgaban cierta posición asimétrica con respecto a los otros combatientes.
A pesar del temor que inspiraba la jefa militar y su veteranía, era mujer apetecible. En medio de la jungla un par de senos bien formados despertaba el apetito sexual de cualquier hombre. Sin embargo, nadie se le atrevía a La Patrona. La respetaban demasiado. Ella saciaba periódicamente su angustia personal debido a la ausencia de aquel poeta “chupado” por los grupos militares gubernamentales. Ya habían pasado treinta años de esos eventos. En aquellos tiempos Juanita contaba con veintisiete años y jamás había logrado superar la pérdida. Últimamente lo había elegido a Alfonso Valladares para cubrirla.
En medio de una noche cálida e iluminado por la luna y las lejanas estrellas, el veterano guerrillero se internó en la selva exuberante sin mayores miramientos. Mantenía el dedo presionando el gatillo de su ametralladora. La muerte podía esperar detrás de aquella frondosa vegetación.