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Enero de 2005. Costa Paraíso

Aquellos hombres parecían decididos a seguirlo. Los había reconocido unos diez minutos atrás, cuando deambulaba por el reducido hall del aeropuerto de San Andrés. Estaba preparado para la intervención de alguna comitiva policial o guardias del ejército. Las personas uniformadas suelen dedicarse a perseguir turistas sospechosos en países como en el que se encontraba visitando o, por lo menos, esa era la visión que los periodistas extranjeros tenían de Costa Paraíso, luego de casi medio siglo de instalado el régimen gregoriano.

Eran dos hombres de mediana estatura. Vestían ropa de civil con los sacos abotonados, probablemente para ocultar el arma que cada uno portaba a la altura de la cintura. Ya había visto esa tipología de sicario en otros continentes del mundo por donde lo llevaran sus investigaciones.

Lino Bardot era hombre de unos cincuenta años bastante mal llevados debido a su afición por el juego, la noche y las mujeres de honorarios baratos. Como todo buen escritor que se precie de serlo, también reclamaba el alcohol un importante lugar entre sus vicios, pero en estas lides no admitía brebajes de bajo costo.

—Una cosa es el “amigo” y otra el hígado —solía decir entre confidentes, cuando movilizaba el primer trago rumbo a su boca decidido a emborracharse.

Sus compañeros de andanzas, todos ellos de vida disipada y aceptable poder adquisitivo, le tenían gran cariño. Sabían de su noble corazón y la decisión impuesta en la vida de recorrer cuanto sendero se le abriera por delante.

Burdeos, su terruño natal, había quedado lejos en el recuerdo. El único bien económico que tenía a su nombre era un departamento de dos ambientes en París, a unos quinientos metros de la torre Eiffel, asentado en un viejo edificio de dudosa reputación. Solía enclaustrarse en él luego de sus investigaciones por el mundo, decidido a redactar las notas editoriales que vendería a buen precio o sumergirse en el último libro que su editor bregaba por conseguir.

A pesar del excelente ingreso económico que su oficio de investigador le proporcionaba, Lino seguía aferrado a la bohemia descubierta en la juventud: viejos amigos de juerga, algunas novias de ocasión, un buen whisky de malta escocesa y los viernes póker hasta despuntar el alba. Alguna vez estuvo casado, pero no tenía mayor interés en hablar de eso.

Los dos hombres impostaban la situación de platicar entre ellos parados en un rincón del hall, sin embargo, el escritor conocía sus intenciones.

“El muchacho me lo advirtió. Dijo que tuviera cuidado, que me seguirían”, pensó con alguna molestia. ¿Cómo se llamaba su contacto? A veces se le escapaba el nombre, o mejor dicho, su apodo. Tal vez el chico también deseaba ocultar su identidad. Después de todo, él vivía bajo ese régimen todos los días. Debía ser un espíritu valiente para estar haciendo lo que hacía. Charito. Eso era. Charito. Así se hacía llamar.

Intentando demostrar total indiferencia, se dirigió fuera del hall principal para abordar un auto de alquiler. Una vez en la ruta pudo percibir que otro vehículo marchaba detrás del suyo manteniendo una distancia prudente. La figura difusa de los dos hombres en el asiento trasero no resultaba fácil de percibir.

Las sombras comenzaban a caer sobre el descampado que separaba los veinte kilómetros del aeropuerto con la ciudad capital. San Andrés, como todos los pueblos de los pequeños países caribeños, estaba rodeado por un cordón de pobreza que servía de muralla cultural para el predicamento de sus líderes sociales.

—¿Recién llegado, don? —preguntó el conductor del automóvil.

Era hombre de unos cuarenta años, piel cetrina, cabellos oscuros y enrulados a pesar del corte severo al que lo sometía. Usaba anteojos negros que ocultaban sus ojos y mejoraban la importancia de su rostro.

—Así es. ¿Puedo fumar? —preguntó Lino con total desenfado.

El chofer sonrió.

—Por supuesto, don. Éste es un país libre.

—¿Quiere uno? —ofreció el francés hablando un castellano bastante pasable y extendió la mano invitando un cigarrillo que sobresalía de la marquilla.

El conductor acentuó la sonrisa y tomó el cigarro con gesto rápido. Lo prendió con el encendedor del vehículo.

—Gracias, don. Aquí no se consiguen estas marcas europeas. ¿Es su primera visita a San Andrés?

—De hecho, sí. Me quedaré unos días. Tal vez una semana.

—Mire, señor. No sé a qué se dedica usted, pero fíjese por el espejo que ya lo están siguiendo esos tipos.

—Sí, descuide. Me percaté del detalle.

—No se preocupe demasiado por estas persecuciones. A la gente del gobierno no le gustan los extranjeros. Y mucho menos aquellos que viajan solos. En fin… Estas personas también tienen que trabajar, ¿no le parece?

—Por supuesto. Debe haber muchos como ellos dando vueltas por ahí, ¿no es así?

El chofer disfrutaba del tabaco exhalando volutas de humo en dirección a la ventanilla. Mantenía el vidrio abierto hasta la mitad. La velocidad que desarrollaban en la ruta, prácticamente deshabitada a esas horas, era tranquila. El otro automóvil se desplazaba a unos cien metros detrás, sin dar muestras de querer sobrepasarlos.

—El estado tiene muchos empleados, don. Nosotros los llamamos “los ñoquis”. A ellos no les agrada este apodo. Yo tengo a mi cuñado que trabaja para la guardia civil de don Atilio Fulgencio. Le pagan bien. A veces debe realizar procedimientos nocturnos. Como ya le habrán dicho, en la selva, los guerrilleros se hicieron fuertes en los últimos treinta años. La Patro tiene muchos admiradores, pero el coronel Mauricio Cabral le sigue los pasos de cerca. Ella es idolatrada por los campesinos. Pobre Juana. Un día de estos la van a matar.

—¿Y en la ciudad? ¿También se infiltraron los insurrectos? En Europa se habla mucho de esto…

—Oh, no, no. San Andrés sigue siendo pueblo leal a la Fuerza Gregoriana, pero usted sabe cómo son estas cosas. Hay espías del gobierno por todos lados. Mire, ya estamos llegando a la capital, ¿quiere que los pierda?

A Lino le resultó divertida la sugerencia. Un poco de adrenalina no vendría mal. En verdad, no se había hecho grandes ilusiones de correr aventuras interesantes en Costa Paraíso.

—Y Bueno, veamos, compadre, qué tal maneja.

—¡Pues yo soy el mejor, don! —exclamó el hombre arrojando la colilla de cigarrillos por la ventanilla.

El lugareño decía la verdad. Una vez ingresados en la densidad urbana, aceleraron la marcha y realizaron unas cuantas fintas en esquinas oscuras. Al cabo de cinco minutos, el vehículo escolta había desaparecido del espejo retrovisor.

—Ahora dígame adónde lo llevo.

—Al Hotel Mansilla, por favor.

El hombre hizo un gesto contrariado.

—Como usted diga.

Una vez llegado a destino, Lino le entregó un billete de grueso calibre y el atado completo de cigarrillos.

—Quédese con el vuelto. Vale la pena una buena aventura para comenzar a conocer el país.

—Gracias, don. Usted tiene pinta de escritor, ¿eh? Periodista o algo por el estilo. Mi nombre es Carlos. Acuérdese de mí en sus escritos. Ahora bien… —su rostro se ensombreció un tanto. Bajó la voz para continuar—, tenga cuidado en el lugar, señor. Dicen que en este hotel paran maleantes y algunos enemigos del régimen. Es un territorio peligroso.

—Tomaré en cuenta la sugerencia. Gracias, amigo.

Cinco minutos después, Lino Bardot dejaba caer su cuerpo en la cama de una plaza del cuarto que el propio Charito había reservado.

El Hotel Mansilla era un viejo edificio de ocho pisos. Había sido construido en la época donde el Partido Blanco gobernaba sin oposición, siguiendo una parodia de régimen democrático. Setenta años atrás el coronel don Ricardo Fonseca, padre de don Hilario, a la postre su sucesor, se encargó de construir el edificio. Es decir, una de sus empresas contratistas desarrolló el proyecto.

Sin un correcto mantenimiento en los últimos veinte años, el exterior aparecía lúgubre y vencido por el paso del tiempo. Sin embargo, los pasillos estaban bien iluminados y antiguos gobelinos cubriendo las paredes lucían bastante pulcros. Las habitaciones, a pesar del viejo mobiliario que poseían, eran espaciosas y frescas debido a los ventiladores de techo de baja revoluciones, siempre encendidos. Una pequeña heladera al costado de la cama estaba bastante bien provista de distintos brebajes apetecibles para todo buen escritor, entre ellos, una botella de whisky escocés. Sus primeros movimientos consistieron en colocar hielo en el vaso y derramar la bebida en él. Un viejo aparato telefónico descansaba sobre la mesa de luz. Lo miró con recelo.

Después del tercer trago buscó en la maleta la nota que había desencadenado aquel viaje. La letra del muchacho era pareja y perfectamente legible.

“Estas son cuestiones que se heredan”, se dijo sonriendo. Pensó en su padre, un oscuro periodista de barrio en la zona de Burdeos. Los ingresos entonces apenas alcanzaban para comer. Por eso se marchó Edith, su madre, a continuar el periplo de la vida con un empresario vitivinícola. En fin, el mundo gira y gira y todos hacemos lo que podemos para evitar marearnos.

Abrió la nota en tanto se colocaba los anteojos de lectura. El colchón era bastante mullido y el escocés estaba comenzando a realizar su trabajo de relajación. La leyó por quinta o sexta vez.

“Señor mío. Ciertos contactos que mantengo con los luchadores por la libertad en mi país me han informado que usted se encuentra investigando la vida de mi abuelo, el gran poeta caribeño don Pablo Gutiérrez, asesinado hace veinte años por la Fuerza Gregoriana. Desde hace décadas este régimen se ha instalado en el poder y ha eliminado a toda persona que piense distinto a él.

“Tengo la intención de brindarle toda la información que usted necesite para que salga a la luz la penosa pérdida de este valeroso patriota latinoamericano, así como también parte de su obra inédita que mantenemos oculta quienes creemos en su lucha.

“Mi abuela Florencia está dispuesta a contarle la verdad sobre estos acontecimientos, de manera privada, por supuesto. Los usurpadores del poder aún controlan la información circulante en nuestro amado país y resultaría extremadamente peligroso para todos que ellos se enteraran de esta situación. Por favor, le pido sea precavido una vez instalado en nuestra tierra. Los espías del régimen vigilan a los turistas. En el Hotel Mansilla estará seguro, pero cuide de que no le roben algo valioso del cuarto. Los muchachos en San Andrés están pasándola mal y sobreviven como pueden. Yo me pondré en contacto con usted. Charito.”

En un par de renglones el joven explicaba la ubicación geográfica del hotel y otros considerandos, así como una casilla de correos para enviar telegramas. La noche anterior, Lino le había remitido unas escuetas líneas comunicándole el horario de llegada. De ahora en más quedaba a la espera de los acontecimientos. Charito elegiría el momento más oportuno para contactarlo.

Todo aquel asunto tenía un halo a fantasía folklórica. Conocía parcialmente la historia de don Pablo Gutiérrez. Un antiguo miembro de la embajada francesa en Costa Paraíso había introducido parte de su obra en el continente europeo. En ese entonces el poeta ya era ampliamente conocido en distintos países latinos y su detención clandestina en San Andrés produjo grandes movilizaciones de famosos intelectuales a favor de los derechos humanos, reclamando la inmediata liberación.

Los libros de don Pablo dieron la vuelta al mundo y en los años sucesivos fue reconocido como uno de los grandes escritores de habla hispana. Por supuesto, su lucha por la libertad del país y posterior asesinato en una de las prisiones más salvajes del régimen gregoriano le otorgaron cierta mística a su persona. Debido a esto y a intereses políticos, gran parte de su vida privada se mantenía oculta a los ojos del mundo.

Hacía un tiempo que Lino se había volcado a investigar el asunto. La aparición de Charito fue providencial. La fama de Pablo Gutiérrez había crecido en Europa en los años posteriores a su muerte. Los intelectuales jóvenes se interesaron en su obra literaria y los libros reverdecieron una fama que se había apagado en el olvido que suele invadir la muerte de los escritores.

Ahora, el periodista se encontraba solo en una habitación de segunda categoría a merced de fuerzas desconocidas en un país gobernado por fanáticos y asesinos. Apuró el segundo vaso de whisky con cierto nerviosismo. Su único aliado era un joven de quince años que lo había invitado a participar de una aventura donde la vida estaba en riesgo.

Se puso de pie y comenzó a caminar por la habitación. Estaba ubicada en el cuarto piso. Intentando permanecer oculto tras la gruesa cortina, se asomó por la ventana que daba al frente del edificio. En la calle observó a los dos personajes que lo siguieran en el aeropuerto. Permanecían parados en la esquina y hablaban animadamente. Uno de ellos fumaba un habano, de esos que habían hecho famosa a Costa Paraíso en el mundo.

De repente, los tres golpes retumbaron en la puerta de entrada al cuarto. Eran espaciados, cadenciosos. Lino se apresuró a pararse delante de la mirilla y atisbó a través de la misma. La figura de una mujer morena voluptuosa y provocativa lo sorprendió.

—¿Qué desea? —preguntó con voz áspera.

—Vamos, chico. Abre la puerta. Soy un regalo que el hotel ofrece a los turistas.

La mujer sonreía divertida en tanto pronunciaba las palabras. Lino también sonrió. Después de todo, las cosas no estaban tan mal como lo creía.

Abrió la puerta lentamente. La dama ingresó a la habitación caminando con pasos cortos. Un perfume de aroma intenso flotó en el ambiente.

—Adelante. Si se trata de un regalo, puedo abrirlo con la misma generosidad de quienes lo han enviado…

El rostro de la morena cambió en esos momentos. Su gesto insinuante se transformó en una expresión colmada por la decepción. Antes de que pudiera Lino cerrar la puerta, la misma se abrió con fuerza inusitada. Tres hombres ingresaron intempestivamente en el cuarto. Uno de ellos esgrimía un arma de grueso calibre.

Otro, de mayor edad y barba desprolija, habló con voz tajante:

—Señor Lino Bardot, bienvenido a Costa Paraíso. Nuestro líder, el general Atilio Fulgencio, nos ha pedido que le mostremos la cordialidad del país…

Gaviotas a lo lejos

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