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Enero de 1965, mansión de don Amílcar bravo en Santa Elisa.

Pablo se sintió desbordado por la situación. El bosquecito ofrecía lugares reparadores para las parejas que incursionaban por sus dominios. A pesar de no ser posible la visión directa, dificultada por la espesura de la vegetación, los murmullos y suspiros reprimidos flotaban en el ambiente conformando una atmósfera libidinosa. Esta circunstancia excitaba los sentidos de los concurrentes.

Florencia sonreía, divertida por la situación. Ambos estaban sentados sobre el colchón de hierba que se ofrecía como lecho natural a las parejas clandestinas que lo frecuentaban. Las estrellas brillaban en lo alto. Era una noche espléndida en San Andrés. A lo lejos se escuchaba la música y los murmullos apagados de los invitados a la fiesta. La sobremesa duraría hasta los primeros reflejos del alba.

Florencia sostenía la botella de champagne que había sustraído minutos antes de una de las mesas. Bebió un trago con ademán masculino y luego le ofreció a su amigo de la infancia. Ella poseía gran resistencia etílica. Solía decir que la había heredado de su padre. Aquél era un detalle importante para su próxima estancia en París, donde la esperaban veladas dulces todas las noches. Francis Duclau le había hablado sobre el particular. Se trataba de un diplomático muy relacionado en las altas esferas sociales.

—¿Qué te parece, querido? Jamás hubieras imaginado estar sentado aquí, en el bosquecito de los amantes. Y conmigo, para colmo de males.

El muchacho tomó un trago breve del exquisito brebaje. Su tolerancia al alcohol era débil. Los amigos del círculo de escritores se burlaban de esa situación. Durante la adolescencia, en más de una ocasión debieron regresarlo a su casa en condiciones precarias. Por suerte, el bueno de Jacinto se encargaba de llevarlo a su cuarto. Lo desnudaba cuidadosamente, cubriéndolo luego con las cobijas.

—Duerma, señorito Pablo —decía en voz baja, sabiendo que el joven no podía escucharlo—. Mañana volverá a escribir sus hermosos versos.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó, balbuceando las palabras—. No recuerdo cómo llegamos…

Florencia echó una risita. Ella también se mostraba alterada por el dulce brebaje. A poca distancia se escuchaban a través de la vegetación profundos suspiros y jadeos.

—Hablemos mejor en voz baja —dijo ella—. Hay parejas a nuestro alrededor que están realizando su… “trabajito”…

A pesar del mareo que sentía, Pablo se ruborizó con el comentario de su amiga. A los diecisiete años de edad la buena de Clorinda, que en paz descanse, se había encargado de mantenerlo virgen. Tampoco ayudaba su actitud timorata. Las relaciones que sus amigos pretendían tejerle con el sexo opuesto fracasaban merced a esa postura.

—No sé por qué estamos aquí —dijo, devolviéndole la botella a su compañera—. Deberíamos volver a la fiesta. Nos estarán buscando.

—¿Buscando?…

La joven volvió a reír de buena gana. Echó otro trago sin miramientos. Un delgado hilo de líquido se resbaló por su barbilla. Pablo observó el detalle y volvió a sentirse avergonzado.

—No seas tonto, querido. Aquellas personas están disfrutando con sus conversaciones y la buena música. A nadie se le ocurrirá pensar en nosotros.

—¿Y… ese francés autoritario?

—¿Quién?

—El primo de tu padre… Ése que… te mira de manera especial…

—¡Ah, Francis! Pobre Francis. Le gusto desde que era pequeña. La diferencia de edad lo cohíbe. ¡Cómo si eso fuera una traba en la relación entre un hombre y una mujer!…

—No te entiendo. Hablas como si ese… francés… te gustara.

—En realidad, no me disgusta.

—Yo creía que… No sé… Después de todo, es el primo de tu padre.

—De niña lo veía como una especie de noble caballero. Toda esa postura de hombre arrogante, seguro en cada uno de sus movimientos. Ese garbo superior al caminar…

—Entonces, ya de pequeña te gustaba.

—¡No seas ridículo, Pablito!… Una mujer, sin distinción de edad, siempre está mirando detalles en un hombre. Estoy hablando de esas cosas y no de meterme en su cama. De todas formas, no creo que algo tan liberal me repugne.

El poeta no daba crédito a lo que escuchaba. Su amor platónico por aquella muchacha era puro e inocente desde que tenía uso de razón. Ella siempre le había parecido un tanto zafada, pero lo atribuía a una forma divertida de ver la vida. Ahora, habiendo bebido ambos de aquel brebaje embriagador, podía observar con mayor profundidad el alma de su amiga. Y el paisaje que contemplaba no era de su agrado.

—Eso quiere decir que… no tendrías empacho en arrastrarte hasta su cama, a pesar de la diferencia de edad. Como si fueras una… ¡Prostituta!…

A Florencia le divertía la situación. Provocarle celos al poeta era uno de sus deportes preferidos. Lo había sido desde la infancia, cuando se floreaba con el resto de los chicos del círculo íntimo simplemente para mirarle el rostro ruborizado y aquella expresión montada en cólera.

—No estoy tan apurada, si eso es lo que te preocupa. Simplemente digo que las mujeres nos resguardamos el derecho de elegir al hombre con quien tener relaciones. Escucha a tu alrededor… Detrás de esos arbustos hay muchas damas que hicieron esa elección.

—Pero… insisto. No sé qué hacemos nosotros aquí, en el bosquecito.

—Bueno… Estamos bebiendo, ¿no es así?

—Podríamos hacerlo en la fiesta, junto a los demás.

—Vamos, amiguito mío, vamos… Ya no somos los niños de ayer. Tus versos comienzan a dar vuelta por toda Costa Paraíso y yo estoy planificando un largo viaje por Europa. Me parece que tenemos nuestro derecho al festejo.

Pablo se encogió de hombros. Resultaba difícil imponer algún criterio frente a su amiga. El espíritu indómito y liberal de la muchacha no admitía opinión en contra de sus argumentos. De todas formas, ese detalle de su personalidad era uno de los atributos que más lo atraía. Estaba perdidamente enamorado de la joven. Sus poemas apuntaban hacia ella, pero no se atrevía a comunicárselo personalmente. Sin embargo, Florencia conocía los secretos de su corazón. Tenía la potestad de iluminar las zonas oscuras y observar con pormenorizada atención los dolorosos sentimientos de su amigo. No era ajena a los mismos ni tampoco le resultaban indiferentes.

Tomó la mano de Pablo suavemente. Dejó la botella sobre la hierba, cuidando de no derramar el líquido.

—No te sientas cohibido por estar aquí conmigo. Después de todo, nuestras almas son amigas. Desde pequeños… Desde siempre.

La muchacha sabía que aquélla era la última oportunidad que tendrían en mucho tiempo, años tal vez, para disfrutar de una intimidad compartida. Ella tenía el don de la visión a futuro y a su vez gustaba jugar en su mente con las distintas posibilidades que el destino ofrece a los viajeros del tiempo. Pablo ocupaba un lugar importante en su vida. No era el centro de gravedad de su cinética cotidiana, pero se sentía responsable por aquel compañero de la primera infancia. No podía abandonarlo antes de emprender su viaje sin dejarle un regalo que atesorara durante un buen tiempo.

—Ven —dijo con voz delicada—. A pesar de los susurros que están dando vuelta podemos estar juntos.

El joven poeta se dejó manipular. En realidad, era lo que estaba esperando durante todos esos años. Ella lo tomó suavemente entre sus brazos, como se abraza a un niño que se ama verdaderamente, una mezcla de compasión y protección la embargaba. Pablo la dejó hacer. Su cuerpo temblaba como una hojarasca a merced del viento. Desconocía por completo aquellas lides, mucho más la impronta de aproximación entre amantes inexpertos.

Florencia lo besó dulcemente. Sus labios buscaron el contacto con la delicadeza del amor puro, siguiendo la inocencia del sentimiento que los uniera desde niños. El poeta cerró los ojos. Fue un movimiento instintivo de protección que a su vez le permitía disfrutar plenamente de una instancia tan esperada. Ella fue más allá del beso convencional y comenzó a jugar con su lengua sensualmente. La experiencia cautivó a Pablo. Abrió un poco los párpados. Lo suficiente como para generar una especie de bruma frente a la imagen de Florencia. El efecto lo transportaba a un territorio de ensueño. No se trataba de una proyección mental como a las que estaba acostumbrado en sus viajes metafísicos. Tampoco era un sueño incentivado por la ilusión que ahora se precipitaba en su mundo. Aquélla era una experiencia real, tan real como lo indicaba el contacto con los labios de su amada, o la presión de esos senos contra su pecho.

Con gran suavidad ella comenzó a acariciarle la entrepierna. Pablo sintió la dureza de la situación y de repente un poderoso sentimiento de vergüenza se apoderó de su alma.

Con movimiento compulsivo se apartó de la muchacha. Mantuvo los ojos esquivos contemplando la hierba. No se atrevía a mirarla en forma directa. El rubor en su rostro se intensificó a los pocos segundos.

—¿Qué pasa, Pablo? —preguntó Florencia, al principio sorprendida y luego divertida.

—Yo, no…

—Habla, vamos. Estábamos en lo mejor del momento.

—Ya lo sé. Es que yo… no… no puedo.

La joven lo observó. Tuvo la sensación de necesitar descargarse con una risotada, pero aquel rostro pleno de rubor y mirada esquiva la conmovió.

—Está bien. Ven. No te voy a tocar de esa… manera. Tan sólo quiero abrazarte.

Lo tomó jalándolo suavemente hacia sí. Al principio el escritor se resistió. Luego se dejó llevar y terminó en los brazos de Florencia, como cuando pequeño Clorinda lo estrechaba en su seno y le devolvía la sensación que todo poeta lleva a lo largo de su vida: la metáfora original, el útero materno.

—Pablo Gutiérrez —murmuró ella con expresión cálida—. El joven poeta del Caribe… Mi caballero andante…

La muchacha cerró los ojos. Por vez primera percibió un sentimiento diferente en la relación con su amigo, algo que iba más allá de la protección o la compasión, una sensación de profundidad desconocida por ella hasta ese momento.

Permanecieron durante largo rato abrazados bajo el firmamento de una noche estival, rodeados de murmullos y suspiros provenientes de espacios invisibles. De vez en cuando, acariciando suavemente los cabellos de Pablo, Florencia repetía en voz baja:

—Mi caballero andante…

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