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En algún lugar fuera del espacio–tiempo molecular…

Era un noble paisaje, así lo había dispuesto su mente. El cielo se veía despejado de un color azul intenso. El bosque se mostraba demasiado prolijo para tratarse de un recorte de la naturaleza real. Los diferentes matices de verdes producían un sentimiento tranquilizador a todo aquél que los contemplara.

Así debía ser. Desde pequeño había aprendido a proyectar imágenes tridimensionales sobre su pantalla mental. Era una especie de necesidad que el agobio de soledad producía sobre su espíritu.

Dicen que los poetas son personas extrañas, que poseen un poder de visión equiparable a la de los antiguos brujos de todas las tradiciones, que pueden penetrar más allá de la realidad metafórica circundante y apreciar formas de una geometría oculta, que a su vez crean mundos con sus sueños y los precipitan en los propios territorios circundantes, que el mismo paisaje compartido por todos es modificado dada la influencia de sus campos ilusorios… No podemos menospreciar el poder de la palabra. Y mucho menos cuando se expresa desde la belleza o el atormentado acontecer del universo cotidiano.

Aquel escenario era siempre el mismo, es decir, con sus matices, por supuesto. Una creación mental nunca resulta exactamente igual cuando se vuelve a manifestar. Hay cierta indeterminación en todo fenómeno sensorio. La vida se guarda cierto grado de imprevisibilidad cuando derrama la cinética diaria. Otorga misticismo a la existencia.

Más allá del bosquecito prolijamente alineado podía verse una playa que se perdía en el horizonte. El sol, humilde en su geometría pero perfecto en el esplendor de sus atributos, se alzaba en lo más alto de su cenit iluminando aquellas formas con el garbo de un monarca. La playa explanaba su superficie perdiéndose en la depresión de un horizonte curvo.

No se trataba de una limitación de esa realidad virtual, ficticia para los que gustan atribuirle personería absoluta al nivel molecular de la existencia. Todo lo contrario, permitía entrever la posibilidad de un territorio disponible más allá del paisaje insinuado en aquel esquema mental. Los límites difusos siempre inducen curiosidad en el alma de un poeta. Esto le sucedía cada vez que se dejaba transportar al prolijo bosque ubicado más allá de la prisión donde su cuerpo mutilado descansaba a merced de los torturadores de turno.

Al principio una bruma espesa de color blanquecino se hacía cargo de sus sentidos externos. Lo rodeaba en conciencia, sometiéndolo a una placentera quietud donde el dolor acumulado en la realidad molecular quedaba momentáneamente de lado.

Renovado en cuerpo y alma, se dejaba guiar por las fuerzas misteriosas que gobiernan nuestro mundo interno. El sopor que ellas destilaban sobre su sistema nervioso lo suspendían en un espacio–tiempo diferente. Podía sentir la verdadera paz de una existencia ontológica precipitándose en el flujo de energía que desarrolla el Acto en la Forma.

Una vez aquietado el cuerpo emocional, los sonidos naturales del bosque comenzaban a penetrar sus espacios perceptivos. La bruma blanquecina se diluía a su alrededor en la medida en que la realidad virtual establecía dominios en una conciencia ávida de la exploración de otras dimensiones, otras posibilidades del ser más allá de la prisión impuesta por el mismo esquema de experiencias.

Al principio era el canto de los pájaros un trino enriquecido en melodías diatónicas e insistencias comunicacionales. Las lenguas de las aves, verdaderos mantras de un universo saturado de dimensiones ocultas, siempre habían atraído su atención. Sabía que en esos sonidos la naturaleza ocultaba grietas a partir de las cuales resultaba posible migrar el espíritu a otras regiones de mayor libertad. Podía apreciar el murmullo de fondo típico de toda palpitación contenida en las formas dinámicas usadas por la vida para proyectar el Acto de la existencia.

Es una suave melodía cadenciosa que está detrás de toda manifestación activa. La poseen las estrellas en el recorrido del orden molecular, desde el punto alfa al omega. Se manifiesta sustentando todo pensamiento emitido como perturbación electromagnética. Atraviesa los espacios remotos de un cosmos pleno de rozamientos de las posibilidades activas. Está detrás de los cielos impolutos, en la profundidad de los océanos o en los latidos de todo corazón enamorado…

Luego, la bruma se tornaba una capa delgada y permeable a la penetración de la luz emergente en aquella dimensión mental. La niebla blanquecina desaparecía y los paisajes del prolijo bosquecito permitían situarlo en un lugar fuera del tiempo convencional.

Por último, los aromas ricos en disonancias y fragancias estimulantes terminaban de instalar la sensación sólida que se le exige a toda realidad circundante para ser aceptada como tal.

La mente resulta ser un observador complicado a la hora de otorgar legitimidad a un suceso o todo un escenario donde el cuerpo ha de realizar su faena. El sentido del olfato siempre se ha considerado el más noble de todos, ya que puede atestiguar la veracidad de las experiencias vividas en la resonancia del sistema nervioso. El aroma perfumado de una flor ha sido fiel testigo de los acontecimientos sentimentales a lo largo de la historia. Lo mismo sucede con los paisajes naturales. Uno termina convencido de su autenticidad cuando los perfumes silvestres impregnan nuestras sensaciones.

Así fue como se encontró parado por vez primera en medio del bosque. Los rayos solares se filtraban a través de las ramas de las casuarinas, altas y orgullosas de gobernar el páramo desde la vera del sendero. Daban un aspecto mágico al encuadre, cual si se desprendiera de una dimensión perteneciente a las fábulas infantiles.

Tuvo una reminiscencia de su niñez. Sentía que una puerta cerrada en su corazón durante años ahora pugnaba por ser abierta. Estiró los brazos y las piernas con movimientos lentos. Temía que el dolor lo devolviera a la prisión de paredes húmedas y manchas de sangre salpicando el piso. Sin embargo, nada de eso sucedió. Sus miembros respondieron con la armonía que tuvieran de joven, cuando la vida sonreía y cualquier circunstancia resultaba lo suficientemente motivadora como para allanarle el camino a la poesía.

Sintió la agitación de las energías de aquella comarca movilizándose por su cuerpo. Respiró profundamente y, sin tomar reparos frente al impulso que lo invadía, comenzó a correr libremente por el sendero. La brisa del viento golpeaba su rostro, percibiéndola más bien como una caricia y no como una oposición a su despliegue. El aroma de la vegetación húmeda a consecuencia del rocío lo motivaba a continuar con la carrera. Podía observar la variedad de especies emplazadas alrededor del camino. Ellas lo contemplaban silenciosas, dando la impresión de indulgencia frente a la necesidad de un niño que intentaba conectarse con sus propias posibilidades.

De repente detuvo su marcha.

El ritmo de respiración se manifestaba alterado. Las mejillas se mostraban encendidas, cálidas al tacto, vivas. Le tomó un minuto recobrar el aliento. Observó hacia adelante y comprobó el motivo de aquella abrupta detención: el sendero, tanto como el bosque, desaparecía a unos diez metros de distancia. El terreno transformaba totalmente su naturaleza convirtiéndose en una playa de gigantescas proporciones. La arena se extendía en todas las direcciones, una especie de desierto de aspecto hermoso y deshabitado a su vez.

Caminó con decisión hasta el límite que separaba los dos parajes de su dimensión mental. Entonces, la duda lo obligó a detenerse. El instinto de supervivencia pulsaba a flor de piel en la envoltura del poeta. El bosquecito prolijo producía un sentimiento de protección de fuertes connotaciones infantes. Aquella naturaleza desplegada a su alrededor levantaba las paredes necesarias que lo aislaban de las fuerzas oscuras gobernantes en su realidad molecular. Un muro de contención que no podían penetrar las picanas eléctricas, el “submarino”, las herramientas de tortura del Cirujano o la permanente vejación de los guardias.

El bosque olía diferente a la prisión donde había permanecido durante el último mes de su vida. Y sin embargo desaparecía allí, delante de su vista, desvaneciéndose en aquel océano de arena sin solución de continuidad. El entramado verde se transformaba en un espacio infinito donde la sensación de vacío producía vértigo a la altura del plexo solar.

Observó el horizonte curvo donde aquella playa parecía introducirse en la lejanía, repujándose en los orígenes del mismo cielo. La libertad esperaba más allá de la finalización del sendero en cuyo extremo se encontraba parado. Una libertad total, sin paredes a la vista, sin tapujos de ninguna especie. Una libertad verdaderamente libre…

Volviendo a respirar profundamente, dio el primer paso. Cuesta abandonar la protección ficticia de la tierra para entregarse al misticismo del vuelo mágico, sin andamiaje, sin escudo protector, sin armadura. Y sin embargo, todo es parte de la trama.

Comenzó a caminar abandonando el sendero. La arena se mostró suave y receptiva bajo los pies. Las huellas de sus pasos fueron quedando detrás de sí, acabando con la virginidad de un territorio aún inexplorado. Después de todo, era el único peregrino autorizado a tales efectos. Nadie más puede reinar en los territorios que nosotros mismos hemos creado.

El sol en lo alto evidenciaba un mediodía estival. La temperatura, lejos de ser agobiante, se mostraba agradable para el periplo playero. A pesar de no contemplar océano alguno rodeando aquellas arenas, la brisa suave y fresca que las atravesaba denunciaban la presencia próxima de aguas salitrosas. El mar no podía encontrarse lejos. Ocultaba su presencia por algún motivo desconocido, pero en su fuero íntimo él sabía que no pisaba territorio desértico, más bien se trataba de la impronta costera de un océano de proporciones importantes.

Detrás de sí observaba la entrada al bosquecito prolijo donde había sentido la reminiscencia de sus energías juveniles. No quería perderlo de vista. Comenzaba a sentir el cansancio de la caminata. Sin más, tomó asiento en el piso cálido y a su vez mullido de esa playa donde se podía respirar el perfume salitroso de un mar oculto tras el repulgue del horizonte, lejano y difuso entre la línea curva donde un cielo azul tenía su origen.

Un movimiento en los cielos atrajo su atención. Hasta ese momento, desde que se instalara en aquel espacio–tiempo producto de sus necesidades psíquicas, la ausencia de cinética ex profesa había pasado desapercibida para su conciencia, ávida en la búsqueda de una libertad oculta.

En el cielo, poniendo proa en dirección al horizonte lejano donde la playa intentaba sumergirse en un mar ausente, se distinguía una bandada de gaviotas en vuelo lento y parsimonioso. Algún graznido podía percibirse desde el cuadrante donde realizaban el movimiento migratorio.

“Ésta es una buena señal”, se dijo esperanzado.

Las gaviotas confirmaban presencia marina más allá de una playa extendida a los cuatro vientos. Y la mar, como todos los poetas lo saben, representa el símbolo más preciado de la libertad…

Gaviotas a lo lejos

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