Читать книгу Gaviotas a lo lejos - Abel Gustavo Maciel - Страница 8
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ОглавлениеEnero de 1961. San Andrés, capital de Costa Paraíso, un país latinoamericano en los trópicos del Caribe.
Padre era buena persona. Solía relatarme en las tardes leyendas de antiguos guerreros luchando contra gigantes en pos de la liberación de alguna princesa. Todas sus historias terminaban bien: el dragón, dueño del castillo, era derrotado y los amantes vivían por siempre felices. Esos cuentos exacerbaban la imaginación de un niño que en sus sueños se veía montando un corcel y cabalgando por caminos de montañas que se dirigían a lejanos puertos.
Padre era el puente que me comunicaba con los otros mundos. Aquellos que están hechos con la sustancia de la ilusión, frágiles como pompas de jabón, volátiles y a la vez deseados. Territorios que la infancia nos permite recorrer en plenitud cuando la realidad circundante no nos conforma. Refugio de las almas inadaptadas a un paisaje decorado de agrestes llanuras…
Cuando regresaba en las tardes, madre le tenía preparado el café con leche. Intentaba congraciarse todo el tiempo con su esposo. Sus ojos denotaban respeto, admiración y también cierto temor que jamás pudo alejar de sí. Padre la miraba con el amor reverencial que un hombre siente por una mujer inalcanzable. No podía evitarlo. Ni siquiera cuando la vio allí, acusándolo desde el silencio, tendida en una caja de madera lustrada, con los ojos cerrados, seria, muy seria, y el rostro pálido, muy pálido…
A veces, él no retornaba a la hora acostumbrada. El teléfono se hacía escuchar y madre lo atendía. Una sombra recorría su mirada y al colgar disimulaba aquella sonrisa. Ella era mala actriz. La recuerdo acariciando mi cabeza, impostando ternura. De todas formas, el contacto de sus dedos con mis cabellos me producía un extraño placer. Algo parecido al sentimiento de protección.
En ausencia de padre, cuando el café con leche humeaba sobre la mesa de quebracho en la cocina, madre permitía que me sentara en el sillón de la cabecera y le hiciera honor a la merienda. Me gustaba ocupar ese lugar privilegiado. Acariciar la madera prusiana, áspera al contacto. Beber el brebaje preparado para su satisfacción y sentirme también como un guerrero, un implacable cazador de dragones y liberador de princesas oprimidas.
Sin embargo, extrañaba su figura caminando por el living con el garbo que lo distinguía. Solía lucir el uniforme militar hasta el momento de la cena. Siempre pensé que lo hacía para impresionarnos, buscando el respeto que todo guerrero necesita en el hogar antes de enfrentarse a los gigantes que acechan los senderos del mundo. Su paso era lento, mas no denotaba inseguridad alguna, más bien invocaba la cadencia tranquila de los vencedores. Aquéllos que han adaptado el andar a la grandeza de sus pensamientos, quienes se sienten bien consigo mismos, halcones que a su paso cauterizan las heridas abiertas en la tierra producidas por los soñadores de siempre. Halcones de mirada escudriñadora. Halcones dispuestos a dar caza a las palomas.
Su nombre era Roberto. Pero, a veces, cuando lo asistían extraños excesos de reminiscencias, confesaba que a su madre le gustaba llamarlo Leonardo. Tal era el nombre de un bisabuelo materno. Padre detestaba ese acto fallido. Persona orgullosa de su verdadero nombre, como buen servidor de las filas castrenses gregorianas, no aceptaba apodo alguno por más cariño que contemplara en su origen.
El uniforme le quedaba bien. El esmero de madre en cuidar cada detalle resultaba obsesivo, no se le perdía accidente en la tela sin necesidad de reparo: el alineo de su caída; la superficie de la chaqueta poblada de medallas en el flanco izquierdo del pecho; el color oscuro de la tela almidonada haciendo juego con el correaje lustroso, siempre lustroso, jamás ajado, rodeando su cuerpo robusto cual si fuera el límite perceptible de un espacio viril reservado para sí mismo.
Las botas llamaban mi atención. Relucientes, altas, cubrían la parte inferior de las piernas hasta la altura de la rodilla. En ellas concentraba madre su atención con referencia al cuidado de esa magna presencia. En mi pantalla mental la veía ataviada con su camisón, ése que destacaba un cuerpo joven y bien formado durante las mañanas, cuando dedicaba un par de horas a preparar el uniforme alternativo de padre. El halcón, como todos los oficiales de rango, solía contar con dos trajes castrenses. El segundo era una réplica perfecta del primero, colgado en el placar a la espera del recambio.
Ella preparaba los enseres cuidadosamente: pomada de origen alemán; algodón de finas hebras; agua destilada y tibia, principalmente en la temporada de invierno; alcohol militar que traía a casa el asistente de padre, un muchacho uniformado de aspecto serio y mirada esquiva. En sus ojos podía leerse la angustia provocada por su incursión en nuestro hogar. Ramiro era su nombre. Solía mirarme con gesto suplicante cual si buscara refugio ante la intromisión de su presencia.
Ella separaba los líquidos en pequeños recipientes metálicos y de forma cilíndrica.
Primero utilizaba un paño limpio, extremadamente limpio. Acariciaba el cuero acerado de las botas con la delicadeza de una geisha en plena tarea, limpiando “en seco” los residuos de polvo que hubieran quedado adheridos a la superficie. Como todas las faenas preliminares, resultaba la más importante en aquella liturgia.
Luego reemplazaba el paño por otro limpio. Sus manos realizaban movimientos eficientes, lentos, similares al tránsito de padre por el living vestido con su impecable ropaje, en tanto las medallas permanecían imperturbables en el pecho. Ella mojaba la tela en agua tibia y procedía a realizar la segunda caricia del cuero, cuya superficie comenzaba a mostrarse preservada del medio ambiente, brillando de acuerdo a su propia naturaleza.
Después cambiaba de recipiente y repetía la maniobra utilizando el alcohol militar, líquido de extrema volatilidad. Cada centímetro de la bota recibía la asepsia previa a esa cobertura protectora cuya acción estaba asegurada por las próximas veinticuatro horas.
Finalmente, la geisha completaba el ritual untando suavemente la pomada alemana sobre la superficie previamente preparada para su destino de grandeza y dejaba las botas en reposo durante veinte minutos en un altar del living acondicionado para tales fines.
Recuerdo contemplarlas a distancia prudencial, allí, en su pedestal, inalcanzables para mis brazos de infante. Era la oportunidad de reverenciarlas como reliquias en exposición pertenecientes al mundo maravilloso de padre.
Entonces, madre aprovechaba el tiempo para darse un baño breve. Me gustaba verla emergiendo de su habitación cubierta con uno de esos vestidos de una sola pieza, ceñido al cuerpo. Su larga cabellera oscura caía como cascada sobre los hombros. La sonrisa siempre disponible a flor de labios, la misma con la que recibía a su hombre por la tarde, intentando aflojar las tensiones que seguramente había absorbido en el día de trabajo.
Con el cuidado de preservar su propio alineo, ella retornaba al altar para concluir el procedimiento. Asiendo con delicadeza el cepillo preparado para tales fines, lustraba las botas con la paciencia de quien posee el arte de la alfarería. Concluida la maniobra las dejaba ocultas en el piso del placar, a la espera del recambio de indumentaria que padre realizaba todos los días.
Después del almuerzo que compartíamos en el jardín de invierno, ella realizaba el segundo ritual. La chaqueta y el pantalón de su hombre esperaban en el amplio lavadero de nuestra mansión. El aseo de la vivienda pertenecía a otro orden de cosas. La naturaleza de madre, alejada de las tareas domésticas debido a la liturgia personal emprendida en las cuestiones de su dueño, era de origen pagano. La servidumbre se encargaba del resto. Madre guardaba su arte ancestral para atender al hombre de casa.
De vez en cuando los paisajes de mi niñez acuden al llamado del presente. Después de todo, en esta celda donde se pudre mi cuerpo los recuerdos lejanos representan mi única posesión. Lo veo allí, como una sombra silenciosa, cumpliendo el ritual de aquellas tardes, caminando lentamente por el living, parsimonioso, seguro de sí mismo, presto a relatarme las historias de guerreros y dragones.
Padre era buena persona…