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ОглавлениеEnero de 2005. Un campamento ubicado en algún lugar de la jungla circundante a San Andrés.
Juanita Giménez observó su rostro reflejado en el vetusto espejo ubicado en su carpa personal. Un par de arrugas nuevas habían aparecido en el transcurso de los últimos meses. A sus cincuenta y siete años de edad seguía teniendo la figura atractiva de una morena perteneciente a las tierras del norte, donde el obraje tabacalero dominaba el paisaje desde tiempo inmemorial.
“La jungla conserva a las hembras que le pertenecen”, pensó divertida. Los ojos color café de la imagen, grandes y brillosos, se clavaron en los suyos permitiéndole explorar los confines de su propia alma.
Con ambas manos comenzó a acariciarse el cuello, aún fresco y elástico como en los buenos tiempos cuando trabajaba en la plantación junto a su familia. Los dedos fueron bajando hasta adentrarse en el cuello amplio de la remera de campaña que solía usar.
Los senos se mostraban firmes al tacto, pletóricos como toda dama oriunda de Santo Tomás, ciudad famosa por el ardor de la caña y la belleza telúrica de sus mujeres. A Pedro le gustaba toquetearlos al paso en tanto realizaban la cosecha.
—Hoy está divina, Juanita. Cuando volvamos al rancho nos damos un buen revolcón en la cama, ¿eh?
Podía recordar su rostro redondo, cetrino y normalmente mal rasurado. Se habían casado muy jóvenes. Ella tenía dieciséis años y él veinte.
—No sea cosa que venga uno de esos blanquitos del sur y me la lleve a usted para la gran ciudad. Mejor nos casamos, princesita, y aseguramos el territorio, ¿no le parece?…
—No seas tonto —decía ella sin poder evitar el rubor en las mejillas—. Y deja de andar toqueteando, mierda, que la gente nos está mirando y se ríen…
—Mejor, Juanita, mejor. Estos tipos pagarían fortuna por pasar media horita con mi mujercita en sus camas. O simplemente, poder mirar las hermosas formas de sus pechos… ¡Si hasta a veces se me ocurre ponerle tarifa al asunto! Unos pesos de más no nos vendrían mal, ¿no le parece, hermosura?
—No digas idioteces —respondió en voz baja mirando hacia el suelo cubierto de hojas de tabaco.
Sabía que Pedro tenía razón. A los doce años comenzó a desarrollar sus atributos físicos y todos los lugareños, sin distinción de edad, quedaron prendados de aquella muchacha de contextura atlética y cuerpo exuberante. Sin embargo, Juanita era de cuidar mucho su sexualidad. Como el resto de las jóvenes de Santo Tomás, perdió la virginidad a temprana edad. A los trece años no quedaba joven en el pueblo que no hubiera pasado por su experiencia iniciática. A ella le tocó ser desflorada a los trece años por un tío sesentón que vivía en su propia casa, junto a otras diez personas. La familia aglutinante era común entre aquella gente. Esto aseguraba a las niñas perder la virginidad con los propios parientes, situación que era bien vista por los padres.
—Evita el trauma original de hacerlo por primera vez con un desconocido —decían los parroquianos apostados en los bares donde pasaban los atardeceres bebiendo caña y ginebra.
El momento llegó a la hora de la siesta, como solía suceder en esas lides. El tío, luego de haberse bebido media botella de caña y esperado pacientemente la siesta del resto de los habitantes del rancho, se aproximó a la inocente Juanita para decirle con la mejor de las sonrisas:
—Ven, niña. Vamos al galponcito. Quiero mostrarte algo.
La muchacha se encogió de hombros. En realidad, desde hacía unas semanas estaba esperando el desenlace. Los comentarios a medias palabras de sus mayores hablaban al respecto. Y ella misma ya no soportaba más una virginidad que la dejaba a la vera del camino emprendido por todas sus amigas. Obedeció mansamente al hombre de robusta figura y lentos movimientos. El tío Samuel le caía bien a pesar de su tendencia natural hacia el alcoholismo. Se trataba de una decisión familiar. Esta circunstancia la tranquilizaba.
—Vamos a hacerlo aquí —dijo Samuel con sonrisa paternal.
Una vez ubicados dentro del galponcito, el hombre señaló un rincón. El recinto estaba atestado de trastos viejos, herramientas oxidadas y diversos enseres que habían perdido su uso natural. Ella se recostó sobre una alfombra. El tío la había preparado en la mañana buscando facilitar su noble trabajo. Apenas iniciada la faena, Samuel preguntó:
—¿Está bien así, niña? ¿Duele mucho?
—No… no —respondió la joven jadeando.
Al cabo de unos minutos el dolor se transformó en placer y todo se desenvolvió dentro de los parámetros esperados.
—Aquí tienes, niña —dijo el hombre al finalizar su cometido.
Le tendió una gaza de tela delicada y limpia. Juanita pudo contener de esta manera la sangre que se escurría entre sus piernas. Conocía el detalle. Sus amigas le habían pronosticado el evento.
—No te preocupes por la sangría —comentaron ellas con rostro serio y experimentado—. Eso ocurre sólo la primera vez. Es como un bautismo para entrar en la nueva vida…
Las semanas pasaron y Juanita sintió el deseo de repetir las acciones desarrolladas en el galponcito. Durante tres meses el tío Samuel se dignó a ser compañero fiel de aquellas aventuras. Lo hacían dos o tres veces por semana. En algunas tardes y cuando el alcohol se lo permitía al buen hombre, repetían la impronta hasta que la noche instalaba sus dominios. En la casa los demás habitantes estaban al tanto de estos encuentros.
—Es la sed inicial —decía el padre en las sobremesas, cuando los practicantes se encontraban en el galpón—. Ya se va a calmar la niña. Las calenturas son típicas en la juventud y es bueno tener el apoyo de la familia. Los extraños se aprovechan de las circunstancias. Eso es malo. Samuel es hombre bueno. Estas cuestiones refuerzan el espíritu.
Las palabras del progenitor resultaron premonitorias. Pasado el tiempo de las “calenturas típicas” el deseo de la niña mermó considerablemente. El aliento alcohólico que el buen tío venteaba en los momentos culminantes de la faena y la diferencia de edad tranquilizaron las energías de la niña.
Samuel aceptó, no sin resignación, el final del contrato y dedicó los últimos tres años de su vida a mejorar su cultura etílica. Falleció una noche de verano en tanto dormía el sueño forzado. Con la mano derecha seguía sosteniendo la botella de caña vacía.
Juanita cuidó su cuerpo durante algún tiempo. Alternó con un par de muchachos compañeros del obraje tabacalero, simplemente para evitar los comentarios de muchacha difícil que comenzaban a circular en el pueblo. Santo Tomás, como todo caserío provinciano en Costa Paraíso, tenía grandes tendencias de estigmatizar a sus propios habitantes. Algunas de sus amigas se vieron forzadas a abandonar la cuna natal producto de ese chismerío implacable.
Sabía ella que no tenía gran oportunidad de supervivencia como lugareña soltera y de buena presencia. Entonces, apareció Pedro en su vida. Desenfadado y con grandes actitudes histriónicas, el campesino descollaba sobre el resto por su postura risueña y la frase pícara. Una tarde la esperó a la vuelta de su casa y le entregó un colorido ramo de flores con gesto ampuloso, en tanto decía:
—Si me permite, hermosa doncella, este caballero sería un hombre feliz si pudiera acompañarla una tarde a una caminata en la alameda…
Rápidamente Juanita se enamoró de un personaje tan especial. La boda se realizó en el invierno, a pesar de las recomendaciones insistentes por parte de la futura suegra. En ese tiempo contaba con dieciséis años.
—Mejor, princesita —decía Pedro con la sonrisa pícara—. Las noches de invierno son especiales para hacer “cucharita” —y mientras hablaba palpaba las nalgas prominentes de su “negrita”.
Ambos trabajaban en la cosecha de tabaco allende los campos que rodeaban Santo Tomás. A los dos años vino al mundo Juanito, quien a la postre sería el único hijo del matrimonio. A pesar de su nueva condición materna, los campesinos solteros continuaban cortejando a Juanita. En ciertas ocasiones, algunos de ellos “empinaban el codo” más de la cuenta e intentaban manosear aquellas partes que veían a diario con ojos libidinosos. Pedro, gentil hombre y de sonrisa fácil, también poseía un carácter difícil cuando se trataba de invocar las reglas del respeto. Sus puños eran certeros y dejaban rastros de sangre al entrar en acción.
De esta manera, viviendo en aquel rancho que el hombre había construido con sus propias manos, Juanita junto a su pequeña familia disfrutó de esos años, a pesar de estar signados por la pobreza. Esta situación resultaba común en el ambiente pueblerino. La hambruna a su vez se alternaba con la típica alegría de la gente sencilla.
Sin embargo, el destino tenía preparado otros territorios para esa mujer de espíritu simple e indómito. Llegaron los tiempos donde los excesos de la fuerza gregoriana comenzaron a producir reacciones entre los pobladores de Santo Tomás. Las violaciones ejecutadas por los soldados de la guardia urbana, un grupo de élite a las órdenes del intendente, resultaban frecuentes e insultaban el tranquilo acontecer de aquellos campesinos. No había forma de realizar denuncia alguna por los excesos. La policía se mostraba complaciente con esos borrachos uniformados y dilataba toda acción investigadora.
Una noche, Pedro regresó del obraje tabacalero cuando el sol comenzaba a esconderse detrás del horizonte. Se lo veía cansado. Juanita, como era costumbre, le sirvió una copa de caña.
—¿Estás cansado, Pedro? Esta noche te convendría acostarte temprano. Hoy vino don Luis y dijo que mañana te pasa a buscar al alba para ir a las plantaciones del norte.
—Sí, sí. Ayer me habló sobre ese viaje.
—Dice que allí pagan bien el día. Me comentó que podrían permanecer una semana levantando la cosecha. Mi hermana Asunción a lo mejor se viene para hacerme compañía. Le gusta leerle cuentos al niño.
Pedro giró la cabeza en dirección del camastro donde un muchacho de cinco años dormía profundamente.
—¿Y cómo anda el pendejo, eh? Los otros días lo bañé en la tina del galponcito. ¡El desgraciado promete ser pijudo como el padre, carajo!…
—Baja la voz, tonto. Además, no hagas alarde que no es para tanto.
—¿Así que esas tenemos, eh? —comentó Pedro mostrando nuevamente su sonrisa pícara. A pesar del cansancio reflejado en esas ojeras de color oscuro, apareció el brillo felino en sus ojos—. Vamos a probar “el calibre”, entonces, y así nos sacamos las dudas.
—¡Despacio, tonto! Juanito duerme…
Ella sabía que el comentario no detendría sus intenciones y tampoco tenía deseos de que sucediera eso. Emitió una risita cuando Pedro se levantó abruptamente de su silla para atraparla entre sus brazos y comenzar a besarla salvajemente.
De repente, la puerta de calle se abrió con extrema violencia. El ruido de la madera al quebrarse detuvo las efusivas acciones de la pareja.
—¿Qué mierda…? —comenzó a decir el dueño de casa mientras giraba el torso en dirección a la entrada del rancho.
Cuatro personas aparecieron de la nada. Eran hombres uniformados portando armas de grueso calibre. Todos tenían los cabellos rapados al buen estilo militar y demostraban con sus posturas poseer un fuerte estado etílico. Uno de ellos parecía tener la voz cantante. Carraspeaba antes de hablar. Echó un escupitajo en el piso y luego dijo, con voz autoritaria:
—¡A ver, campesino de mierda, ya es hora de compartir ese bombón que tienes con los héroes que liberamos este país!…
Los tres acompañantes miraban con ojos vidriosos a Juanita revelando sus verdaderas intenciones. Uno de ellos, de alta estatura y hombros anchos, había comenzado a desbotonarse la bragueta.
—¡Hijos de puta, van a tener que pasar por arriba de mi cadáver! —gritó Pedro con actitud salvaje.
Empujó a su esposa a un lado y se precipitó sobre la pequeña mesada para asir la cuchilla de trozar carne. El soldado de la bragueta abierta apuntó con su fusil en dirección al dueño de casa. Su rostro denotaba extrema tensión. El sudor recorría su frente y tenía los labios apretados. Al momento de escucharse la detonación una figura diminuta cruzó por delante del cañón aferrándose desesperadamente a las piernas de Pedro. La bala explotó sobre la espalda de Juanito, salpicando de sangre el entorno. El cuerpo del niño cayó hacia adelante hasta ubicarse debajo de la mesa en una postura desmembrada. Durante algunos segundos se hizo silencio como si el tiempo mecanizado hubiera detenido sus engranajes. Luego se escuchó el grito de Juanita, desgarrador:
—¡Mi niño!… ¡Mi niño!…
La mujer se arrojó debajo de la mesa para abrazar el cadáver ensangrentado y todavía caliente de su vástago. Sollozaba y gritaba a la vez, manchando el vestido con la sangre que manaba de Juanito.
Con el rostro iluminado por una furia indescriptible, Pedro emprendió la carrera contra los uniformados con la cuchilla por delante.
—¡No, asesinos, hijos de puta, con Juanito no!…
Los cuatro soldados dispararon a la vez. El estruendo fue tremendo. Un humo gris saturó el ambiente del rancho. El pecho de Pedro pareció estallar ante el impacto de las balas. Se mantuvo en pie durante una fracción de segundo que pareció una eternidad. La sangre salpicó profusamente en todas las direcciones y finalmente el cuerpo de Pedro, campesino de risa fácil y frases pícaras, cayó tres metros más allá de donde se perpetrara el crimen, rebotando contra una de las paredes.
Juanita dejó de sollozar. Apoyó el cadáver de su hijo en el piso y permaneció sentada en su lugar. Observaba la figura del esposo despatarrado a la distancia. Sus ojos color café se cubrieron de una película opaca y gélida que perduraría durante las próximas décadas.
Los soldados mantuvieron la posición unos instantes, contemplando el desastre que ellos mismos habían perpetrado. El líder extrajo de entre sus ropas una botella de caña a medio consumir y echó un trago largo, cerrando los ojos debido al ardor en la garganta. Luego le pasó la bebida a sus compañeros. Ellos apuraron el contenido con actitud salvaje. Los cuatro miraron a Juanita. La muchacha los contemplaba desde la pasividad de su estado psíquico.
—¿Qué esperamos? —preguntó balbuceando el hombre corpulento.
—Procedamos —dijo el líder con extraño brillo en la mirada—. Tranquilos. Tenemos toda la noche.
—Sí. Dicen que esta campesina es el mejor trofeo de la zona.
—Vamos a probarlo. Pero de manera ordenada. Vuelvo a repetir. Muchachos, tenemos toda la noche.
A pesar de las indicaciones, los cuatro se abalanzaron como perros en celo sobre Juanita. Ella no se resistió. Sentía que su cuerpo ya no le pertenecía. Esos salvajes podían hacer lo que desearan con él. Se mostraría pasiva frente a sus embates.
Tal como sentenciara el líder de los perpetradores, abusaron de Juanita durante toda la noche en las múltiples formas que el lado oscuro del alma humana puede pergeñar.
Al promediar la faena abundaba sangre en las partes íntimas de la víctima. Esto preocupó a los violadores y le permitieron a la mujer un descanso de media hora. Luego continuaron con sus salvajes apetencias hasta quedar extenuados. El día comenzaba a mostrar su aspecto diurno.
—¿Qué hacemos? —preguntó el fortachón—. ¿La matamos también?
—Tiene un culo delicioso —dijo otro, bebiendo de una botella recién empezada—. Yo quiero echarme otro por atrás, pero ya no se me para…
—Es cierto. Esta mujer no merece morir. Mejor la llevamos al destacamento, la bañamos, le damos de comer y a la tarde podemos disfrutar de otra fiestita.
El líder tomó a Juanita entre sus brazos y la dio vuelta. Ella estaba desnuda. Como lo había hecho toda la noche, se mostraba dócil ante las ocurrencias de sus captores. El hombre intentó penetrarla por detrás, obedeciendo a impulsos desatados por los comentarios de sus soldados. Le costó perpetrar sus apetencias. Él también pagaba peaje por la promiscuidad y la ingesta etílica. Sin embargo, en el cuarto movimiento logró su cometido. Se escuchó el típico sonido de un cuero desgarrado. Haciendo caso omiso a la impronta el oficial comenzó a realizar bruscos movimientos. Golpeaba su pelvis contra las nalgas de la mujer. Una y otra vez. Una y otra vez, siguiendo esa cinética compulsiva.
Las gotas de sangre cayeron sobre el piso, situación que exacerbó aún más al violador. Su respiración se escuchaba jadeante.
Juanita había perdido sensibilidad en las zonas íntimas. Su esfínter se mostraba laxo e indoloro. La grieta abierta por aquella acción era una más dentro de las penurias sufridas durante toda la noche. En las últimas dos horas había percibido un cierto placer a pesar de la violencia desatada en esas violaciones. El único objetivo anidado en su mente era sobrevivir. Sobrevivir y vengarse…
El hombre se tomó su tiempo. Una vez finalizado el último coito, tomó asiento al lado de la mujer, jadeando y cerrando los ojos. Los otros tres uniformados no estaban en mejores condiciones. El exceso sexual y las botellas de caña comenzaban a pasarles factura.
—Y bueno, jefe, si usted pudo hacerlo yo también lo voy a intentar. Esta campesina tiene buen aguante. Nunca vi nada igual…
—Dale. Cójansela una vez más ustedes y después la matamos —dijo el oficial, exhausto.
—Sus pedidos son órdenes, señor —respondió el soldado corpulento.
Como pudo, el hombre se arrastró en dirección a Juanita. Ella era consciente de lo que sucedía, como lo había estado durante toda la noche. Sabía que en algún momento tendría su oportunidad. Cuando el corpachón, con el miembro apenas erecto entre sus manos se acercó a Juanita, los movimientos de aquella campesina dócil y entregada a su destino fueron por demás rápidos y eficientes. Tomó el arma que pendía del cinturón del soldado. Sabía que no se había disparado durante la refriega. En dos segundos, ante la conmoción producida por sus acciones, verificó que el seguro no estuviera puesto y disparó sobre el hombre. El estruendo rompió la monotonía del amanecer.
Luego, apuntó a cada uno de sus violadores y apretó el gatillo con la frialdad de un sicario que no tiene nada para perder. Aquellos soldados murieron con el miembro entre sus manos, erectos, como todo centinela que se digna a cumplir con su guardia. Los cuatro cuerpos permanecieron tirados en el piso hasta que el alba estableció sus dominios. El charco de sangre crecía lentamente.
Juanita se levantó luego de veinte minutos. Las partes íntimas comenzaban a dolerle. Las violaciones continuas precipitaban sus consecuencias en el plano molecular. Sentía un fuego consumidor en las zonas erógenas. Llenó una batea de lavar la ropa con agua oriunda del pozo y tomó asiento en ella. El fresco reparador en las zonas lesionadas no se hizo rogar. Seis cadáveres permanecían en sus lugares en tanto ella cerraba los ojos y relajaba los músculos.
Sabía que aquellos cuerpos ya no pertenecían a Pedro y a Juanito. Eran las envolturas de las almas que transitaron durante un tiempo en esta tierra. También los de sus perpetradores, quienes seguramente ya ardían en el infierno.
A la mañana don Luis se atrevió a ingresar al rancho. El hombre contempló la escena con una mezcla de asombro y terror. A sus veinte años de edad Juanita sentía que ella también había muerto esa noche en la cabaña. La Patrona, parada con un fusil en el hombro, esperaba a don Luis mostrando la gélida mirada que jamás abandonaría su rostro…
11
Juanita regresó del viaje impuesto por el espejo. Era cierto. A sus años todavía mantenía una estampa apetecible para los hombres. Sin embargo, la experiencia vivida aquella noche en el ranchito treinta años atrás dejó sus huellas en el espíritu de la combativa mujer. Por una parte, su personalidad se endureció lo suficiente como para transformarse en líder de la guerrilla campesina alzada en armas contra el gobierno gregoriano encabezado por el general Atilio Fulgencio.
Emergió la figura de La Patro, respetada por todos los habitantes de los territorios aledaños a la capital, incluyendo a los propios soldados del coronel Mauricio Cabral. El hombre no cejaba en realizar sus persecuciones por la campiña de San Andrés. Ellos le temían cual si se tratase de un fantasma proveniente del mismo infierno.
Se urdían historias increíbles sobre el accionar de La Patro y su crueldad al tiempo de combatir a los seguidores del gobierno. Con el paso de los años se transformó en el enemigo público número uno del régimen.
Otra cuestión fue su vida sentimental. Masacrada su familia aquella noche, se estableció un muro impenetrable alrededor de su corazón. Apaciguaba el deseo sexual esporádicamente acostándose con alguno de sus subalternos. Ellos realizaban estas acciones como si se tratara de una obediencia debida de estricto corte militar. En la refriega no se atrevían siquiera a mirarla a los ojos. Terminaban el servicio y se marchaban sin decir palabras, con el torso encorvado y el rostro serio.
Juanita los escogía según la valentía demostrada en las batallas o, simplemente, por propio capricho. De esta forma, apaciguaba el deseo natural de la tropa dados los meses de permanencia en la selva. A la vez, instalaba una especie de premio mayor para mantener en alza sus espíritus combativos. Por supuesto, la situación había cambiado con el arribo al campamento de don Pablo Gutiérrez. Las acciones de su liberación de la prisión de Alcázar, un caserío militarizado por las fuerzas regulares, se convirtieron en emblema de la lucha. El escritor era personaje famoso entre los intelectuales de Costa Paraíso y los países latinos aledaños. Algunos de sus libros daban vuelta por Francia e Inglaterra. Lentamente comenzaba a construirse una leyenda a su alrededor. El poeta caribeño se transformó entonces en “el poeta del pueblo”, tal como lo había sido Antonio Machado en Andalucía.
Al principio el hombre le pareció a Juanita un tanto afeminado. Ella estaba acostumbrada al campesino de la selva, a sus modales groseros y densos olores. Al cabo de un par de semanas terminó plenamente enamorada. Lo veía escribir frenéticamente en el campamento. Permanecía gran parte del día sentado en el tronco que los propios insurrectos cortaban y preparaban para ofrecérselo a “don Pablo”, a quien reverenciaban.
El muro construido alrededor de su corazón esa noche en el ranchito de Pedro, cayó estrepitosamente ante el firme sentimiento que la invadió al compartir su lecho con el poeta.
—Patro… —la voz en la entrada de la carpa se mostró dubitativa. Nunca se sabía el humor que la líder podía mostrar—. Ha llegado Alfonso. Usted me dijo que…
—Está bien —respondió la mujer con sesgo autoritario.
El recuerdo de don Pablo precipitaba el deseo de escapar de tantas privaciones, tanta lucha y tanta sangre. Salió de la carpa irguiendo su figura. Era más alta que el resto de los combatientes. Ellos no se atrevían a sostenerle la mirada. Tampoco lo hizo Jean Paul, quien permanecía parado en actitud sumisa y esperando instrucciones.
El hombre era delgado y de baja estatura. Respondía al patrón genético del campesinado del norte. En una reunión social podría pasar por mendigo, o a lo sumo como miembro de la servidumbre. Sin embargo, aquel guerrillero era el más sanguinario dentro del pequeño ejército que respondía a Juanita. Junto a Mandinga, su hermano menor impostado por la propia líder, se había convertido en experto torturador y verdugo de los prisioneros que solían secuestrar en las refriegas.
A Jean Paul en particular le gustaba cortar cabezas. Disfrutaba morbosamente al desgarrar aquellos cuellos con su cuchillo de doble filo, famoso en toda la comarca. Mandinga, de porte lugareño, delgado como su hermano pero de movimientos atléticos y felinos, era persona de pocas palabras. A pesar de los años, la piel en su rostro no se arrugaba. Pronunciaba tan sólo monosílabos. Juanita lo había escogido como su sicario personal. Lo consideraba un hijo y por ello le encomendaba las misiones especiales. Era su brazo ejecutor a la distancia.
—¿Dónde está? —preguntó ella secamente.
—Espera en la entrada de la celda, jefa. Usted me pidió que lo llevara allí.
—Muy bien. Vamos.
Caminaron alejándose de la luz mortecina que alumbraba la entrada de la carpa de Juanita. Se perdieron en la noche selvática. La luna y las estrellas eran suficiente candela para quien conocía palmo a palmo el territorio.
La Patro llevaba el arma pendiendo de la cintura. Se trataba de un revólver de grosera munición. También portaba una cuchilla de grandes proporciones, con ella había decapitado a varios de sus enemigos. Uno de ellos fue el general Ildefonso, hermanastro del Presidente, encargado en su tiempo de comandar la lucha frente a los “contras” en la jungla montañosa. Eso le valió el título de enemigo público número uno.
Veinte minutos después arribaron a la precaria construcción de la cárcel del campamento. Debido a su vida nómade, realizaban las viviendas rurales con troncos del lugar. Aquellos hombres eran expertos en las faenas campestres, criados en los obrajes tabacaleros y hábiles para la manipulación de todo elemento cortante. Un centinela cuidaba la puerta de entrada. Alfonso se encontraba parado a su lado, fumando uno de los habituales habanos del norte. Ambos endurecieron la postura en presencia de La Patro.
—Te dije que nada de cigarros en el campamento —recriminó Juanita con dura voz.
Alfonso apagó la punta del habano y lo guardó en un bolsillo del pantalón.
—Disculpe, señora. Es que… tanta soledad…
—Ahora nos vamos a poner sentimentales, ¿eh?
La mujer suavizó su expresión. Comprendía lo que el subalterno intentaba decir. A ella le pasaba lo mismo cuando contemplaba en la intimidad la foto de don Pablo, única reliquia que le había quedado luego de su partida al exilio en París.
—¿Sabes por qué estás acá? —preguntó, mirándolo a los ojos. Ella lo consideraba el más inteligente del grupo. Por eso lo había elegido compañero de lecho.
—No —respondió Alfonso, intentando ser cauto en el tono de la voz. Una negativa delante de La Patro podía traer severas consecuencias.
Juanita dirigió un vistazo al centinela en tanto le decía:
—Abre la puerta y permanece alerta. No quiero escaramuzas con este hijo de puta.
El guardia obedeció la orden. Luego cargó con una bala la recámara de su fusil y mantuvo el cañón en posición horizontal. La líder hizo un gesto a los hombres e ingresó a la prisión, seguida de Jean Paul y Alfonso. El centinela se mantuvo franqueando la entrada en posición amenazante.
La luz en el interior del precario recinto era escueta. La generaba una lámpara de aceite que ardía tenuemente apoyada en una mesita de madera. El prisionero se hallaba tirado sobre un colchón carcomido por las polillas y los jejenes.
El doctor Albert Smith era persona de unos sesenta años, corpulento y de largos brazos. Su procedencia norteamericana resultaba evidente dado el color del cabello, rubio y ensortijado, y la tez rosada de sus facciones. Los ojos celestes y los labios delgados completaban el panorama.
Al observar a sus captores ingresando en el pequeño recinto, supo que algo no estaba bien. Hacía cinco días que lo habían secuestrado de su domicilio en San Andrés. Vivía en uno de los barrios ocupados por funcionarios públicos y empresarios extranjeros que colaboraban con el régimen. Su condición de agregado cultural de la Embajada de los Estados Unidos no lo beneficiaba en esos momentos. Sabía que aquella célula subversiva sospechaba de su trabajo clandestino en conjunto con la fuerza gregoriana. El imperio del norte fustigaba públicamente al régimen instalado en Costa Paraíso, pero en las sombras establecía una red de negocios con sus autoridades. Albert era valioso manipulando información militar por detrás de sus funciones diplomáticas. Todavía no tenía en claro el objetivo de su secuestro. Tal vez fuera el pedido de rescate o la obtención de información clasificada. Hasta ese momento lo habían torturado sin finalidad alguna.
El guerrillero de baja estatura parado a la derecha de la mujer había demostrado gran sadismo al aplicarle técnicas no convencionales de tortura. Parecía disfrutar a pleno su trabajo. Albert era resistente. Su pasado militar le permitía afrontar los malos tratos con cierta dignidad. En esos momentos presentaba la cara magullada y el traje blanco manchado de sangre. Sus gafas, redondas y de una buena cantidad de dioptrías, tenían el armazón doblado y uno de los vidrios quebrado. A veces las retiraban antes de proceder con las acciones.
El agregado cultural abrió la boca. Mostraba dos dientes faltantes, los labios hinchados y tumefactos.
—Señora… —habló con voz débil—. Por favor. Necesito beber agua…
Jean Paul caminó un par de pasos y le asestó un golpe en el rostro. El hombre cayó pesadamente hacia atrás. Luego, arrastrándose a duras penas en el colchón que también mostraba rastros de sangre, se volvió a sentar.
—No hables en presencia de La Patro, rata inmunda —dijo Jean Paul, masticando las palabras con odio.
—Necesitamos conocer sus contactos —habló Juanita con autoridad—. Si no confiesa, lo torturaremos hasta morir.
—¿Mis contactos?… Soy un funcionario de la embajada. Yo no…
El guerrillero esta vez utilizó su pierna derecha. Asestó una violenta patada sobre el prisionero. El rostro de Albert comenzó a sangrar profusamente. Otro diente saltó de su boca para caer a un costado, envuelto en un escupitajo de tonalidades rojizas.
—Sabemos que trabaja clandestinamente con el gobierno de Fulgencio —volvió a hablar Juanita. El rostro de la líder se veía serio, imperturbable, sádico.
—Mire, señora… —la voz de Albert se escuchaba débil—. Yo no sé de lo que usted habla…
Jean Paul se apropió de una bolsa de plástico que colgaba de un perchero adosado a la pared. Con movimientos bruscos enderezó el torso del prisionero y le colocó la bolsa en la cabeza. Asiendo el extremo de la capucha por detrás lo ajustó con sus manos para ceñirlo fuertemente. Albert comenzó a contornearse debido a la sensación de ahogo. Su rostro, deformado por la opacidad del plástico, se veía desesperado: los ojos extremadamente abiertos, la boca realizando movimientos compulsivos en la búsqueda de aire, las mejillas y nariz pegadas a la bolsa, palpitando con el intento respiratorio.
—Hijo de puta… —le decía Jean Paul hablándole al oído—. Vas a responderle a La Patro…
Cuando el hombre daba señales de sufrir un desmayo, Juanita hizo un gesto al subalterno. El guerrillero aflojó la presión sobre la capucha y volvió a patearlo. Albert cayó de espaldas y comenzó a luchar contra la bolsa. No le resultaba fácil la maniobra. El plástico se había adherido a su cabeza. El americano tosía con vehemencia y movía la corpulenta figura de un lado al otro. Finalmente, el colapso sobrevino. Detuvo sus convulsiones espasmódicas hasta yacer con los ojos cerrados.
Jean Paul le quitó la bolsa de un tirón. Juanita miró de soslayo a Alfonso, quien permaneció durante todo el incidente a un paso detrás de la jefa.
—Revísalo —ordenó ella.
Alfonso se inclinó sobre el cuerpo del agregado cultural. Posó dos dedos sobre el cuello del hombre y al cabo de unos segundos volvió a erguirse.
—Está vivo —dijo lacónicamente—. Sólo es un desmayo.
—Muy bien. Jean Paul, despiértalo.
El aludido tomó un balde con agua ubicado debajo de la mesa. Arrojó el contenido sobre la cabeza del prisionero. Albert abrió los ojos lentamente. Su rostro evidenciaba el peor de los pánicos. El torturador lo obligó a sentarse, apoyándole la espalda contra la pared húmeda. Lo pateó un par de veces en las piernas.
—¡Vamos, rata, despierta!…
El hombre abrió los ojos. Con ambas manos se tomaba el cuello, compulsivamente. La sensación de ahogo aún dejaba registro en su garganta.
—Esto es simple, señor Smith —volvió a hablar Juanita—. Nos dice los nombres de sus contactos con el gobierno y le aseguro que en veinticuatro horas regresa al hogar con su querida familia. Imagínese la preocupación de su esposa sin saber quién ha de pagar la tarjeta de crédito este mes o la de su hija, que ya no cuenta con el dinero para comprar droga en los suburbios de San Andrés. O Rosaura, su pobre amante, la cantante de cabaret, esperándolo como lo hace todos los viernes a la noche en el Macondo para luego dirigirse a la casa que usted mismo le ha comprado en la ciudad. No queremos que se pierda la dulce vida que nuestro gobierno corrupto le ofrece en Costa Paraíso. Hable, señor Smith, y evitemos este pequeño inconveniente.
Albert se removió intranquilo en su precaria postura. Un hilo de sangre cayó de sus labios deslizándose por el mentón hasta gotear rumbo al piso. La vista se le comenzaba a nublar. Habló con voz débil, quejosa, suplicante:
—Señora… Yo… no sé nada…
El puño de Jean Paul se estrelló repetidas veces sobre su rostro, que ya comenzaba a parecer una masa sanguinolenta. El interrogatorio se prolongó quince minutos más. Con las facciones deformadas y otros dos dientes en el piso, Albert volvió a desmayarse luego de una nueva imposición de bolsa.
—No hablará —sentenció Juanita, encogiéndose de hombros.
Giró la cabeza hasta mirar a Alfonso, quien había mantenido silencio durante la sesión.
—Es por esta circunstancia que te mandé a buscar.
—Patro —comenzó a decir el guerrillero intentando ser cuidadoso con las palabras—. Usted sabe, yo no soy muy bueno para la tortura. Tal vez Jean Paul pueda…
—No seas tonto —respondió Juanita haciendo un gesto divertido—. No es eso lo que necesito de ti. Cuando despunte el alba quiero que lo lleves al campamento del Chato. Él sabrá qué hacer con este hijo de puta.
—¿Las tierras del Chato? Pero, Patro, debemos cruzar el lodazal. Allí, las tropas de Cabral son fuertes.
Juanita endureció la mirada. Sabía que la misión encomendada a su actual compañero de lecho tenía sus riesgos, pero no podía darse el lujo de mostrar fisuras en sus decisiones.
—Sabrás resolver el problema.
Luego observó al prisionero que yacía despatarrado en el piso, en medio de un charco de sangre.
—Si la rata intenta escapar, no dudes en degollarlo —sentenció—. Al Chato no le va a gustar eso, pero nadie se le escapa a La Patro y sigue con vida. Te llevarás a Mandinga. No habla mucho. Será una buena compañía.
Alfonso asintió en silencio con movimientos sumisos de cabeza. Sabía el significado de la última frase. La Patro ponía en juego la carta de su sicario personal. Si algo fallaba en la misión, Mandinga se encargaría de asesinar al prisionero y también a él mismo. Nunca dejaba cabos sueltos. Era su especialidad.
La voz de Juanita se suavizó de repente. Ella conocía el tenor de las instrucciones impartidas a su protegido, pero no tenía otra salida más que realizar aquel movimiento. El Chato esperaba el recado. Era poderoso en su territorio y no podía fallarle.
—Ahora vamos a mi carpa —dijo en tono conciliador—. Todavía faltan unas horas para el amanecer…
Alfonso suspiró por lo bajo. Por lo menos, si ésa era la última misión que le tocaba cubrir, aquella noche disfrutaría el cuerpo deseado de Juanita. Sabía que, dadas las circunstancias, ella se mostraría solícita.