Читать книгу Gaviotas a lo lejos - Abel Gustavo Maciel - Страница 14
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ОглавлениеLa playa se mostraba apacible y digna de disfrutarse en soledad. Aquellas gaviotas se desplazaban extendiendo sus alas en dirección de un horizonte que se mostraba lejano, curvo, donde la arena se perdía sin solución de continuidad. Una brisa suave provenía de esa dirección. Se podía intuir la presencia de un vasto océano más allá de la línea que unía la playa de arenas blancas con un cielo de color azul, intenso, vivo. Sin embargo, las aves parecían mantener la misma posición a pesar del movimiento de sus alas. De todas formas, resultaba difícil percibir el desplazamiento real a partir de la distancia que lo separaba de ellas. Sin lugar a dudas, los pájaros avanzaban, pese a mantenerse dentro de las mismas coordenadas con respecto al horizonte.
Le agradaba contemplarlas incluso con aquel detalle, pequeño en relación con la existencia del mismo escenario que se veía tan real como su propio cuerpo. La mente suele realizar proezas formidables. Es la dueña de todas las metáforas en nuestras vidas y también de cada una de las prisiones del alma…
El bosquecito esperando a sus espaldas, las arenas que lo rodeaban siguiendo los cuatro puntos cardinales, las gaviotas volando a lo lejos y ese cielo de cuento de hadas…
Recordó un poema que había escrito en cierta oportunidad. Lo había dedicado a Florencia, en sus épocas de juventud, cuando el amor platónico aún tenía sentido en su vida. Todo era parte del mismo paisaje, incluso aquella celda pestilente donde su cuerpo sangraba y la muerte no se dignaba a hacer acto de presencia. Resultaban extraños esos recuerdos. No sentía nada por sus torturadores ni por la injusta detención a la que se veía sometido por persecución política. Simplemente lo embargaba un agradable vacío interior…
Extrañaba a sus mujeres, por distintas circunstancias, por supuesto, dado que jamás había sido bígamo en su vida.
Florencia era su gran amor. Los carceleros se encargaron de sustraerle una fotografía de ella que guardaba escondida dentro de la almohada. Poco a poco, en aquella prisión inhumana, la niña de su primera infancia se había transformado en la mujer de sus sueños.
Distinto era el caso de Juanita, La Patro. Ella lo había cuidado cuando se encontraba transitando el momento más vulnerable de su vida, odiado por la casta social que otrora había admirado la obra del joven poeta caribeño, con ambos progenitores muertos en distintas circunstancias y perseguido por el contenido de su literatura.
Juanita logró rescatarlo en el último minuto. Los tres meses pasados en el campamento de La Patro fueron suficientes para resarcir su espíritu rebelde. En esas noches calurosas donde las alimañas se las ingeniaban para acechar los cuerpos con picaduras molestas, alguna harmónica clandestina dibujaba tristes melodías en el ambiente.
El portal que lo conectaba con el territorio más allá de las metáforas mentales se abrió y el torrente de creatividad comenzó a fluir de manera tempestuoso en medio de la selva.
Fueron semanas de trabajo febril en el papel rústico que los guerrilleros le suministraban.
—Es lo que se consigue, don Pablo. Disculpe usted la grosería —decían con sumo respeto.
Aquella gente lo trataba bien. Consideraban importante su obra revolucionaria y la fama lograda en el mundo de habla hispana. Sabía que lo veían como personaje extraño en medio del fragor popular. Después de todo, el joven provenía de la clase acomodada de San Andrés y era el hijo de uno de los líderes fallecidos de las milicias gregorianas. Sin embargo, todos los recelos fueron dejados de lado cuando ese grupo de campesinos, analfabetos en su mayoría, conocieron a “don Pablo”, como ellos mismos comenzaron a llamarlo.
A partir del transcurso de los meses la idolatría popular por el poeta fue creciendo en las tierras aledañas a la capital. Además, había un ingrediente que fortalecía ese respeto: Juanita se enamoró de su protegido. Todos sabían lo que aquello significaba. El carácter fuerte de La Patro obedecía a su genética indígena mezclada con alemanes colonizadores. Ella podía mostrarse despiadada a la hora de interrogar a un prisionero o cortarle la garganta a un soldado gregoriano, como a su vez fogosa y amante primitiva en la cama.
Cerró los ojos y se tendió en la arena. A pesar del sol resplandeciente animando una tarde que eternizaba su presencia, sintió el lecho apropiado para distenderse. Como si fueran flashes de imágenes robadas al álbum de la memoria, los recuerdos insistieron en recrear escenas que exigían un lugar en su historia personal.