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Madre era mala persona.

Fui descubriendo la naturaleza de esa telaraña que gustaba tejer a su alrededor en la medida que mi niñez se transformaba en adolescencia.

Al principio observaba su cuerpo radiante desplazándose por el living de nuestra mansión, lo hacía con la curiosidad de un infante a quien le agradan los paisajes bellos. Ella se veía hermosa, vestida con las túnicas de una sola pieza donde la desnudez de su cuerpo podía inferirse a partir de aquellas posturas que asumía de manera natural. Me gustaba mirarla clandestinamente, oculto tras el marco de alguna puerta. Podía pasar horas contemplando la redondez de sus senos insinuados por la delgada tela que los cubría sin mayor éxito. Era la parte de su cuerpo que más llamaba mi atención. También me subyugaba su cabello largo, rizado y mojado a causa del baño reciente. Impregnaba los ambientes con un delicioso perfume que poco a poco iba dominando el clima de la mansión. Siempre pensé que ese aroma formaba parte de la telaraña subyugante que madre extendía a su alrededor, evidentemente con la intensión de cazar a sus presas.

Madre, y me ha costado bastante tiempo arribar a esta conclusión, era una predadora innata. Gustaba de atraer a sus presas con el magnetismo de una viuda negra para sostenerlas durante un tiempo entre las hebras pegajosas de su telaraña y jugar con ellas a sus juegos sensuales.

Las visitas de tío Jorge resultaban frecuentes. Era el único hermano de padre. A pesar de vestir atuendos civiles, en mis primeros años caí en la cuenta de que pertenecía a la casta militar gobernante. El corte de sus cabellos, los bigotes angostos y germanos, la frialdad de aquellos ojos prestos siempre a posarse sobre las personas y observarlas cual si fueran potenciales víctimas, lo hacían diferente al resto de las “palomas” que asistían a las reuniones sociales que padre ofrecía una vez al mes en la mansión.

El tío solía llegar a casa a las dos de la tarde, en sincronía con la culminación del baño que madre tomaba, como si se hubieran puesto de acuerdo siguiendo un protocolo castrense. Padre en esas horas se encontraba en el cuartel, atendiendo sus importantes funciones logísticas que permitían la continuidad en el gobierno del general Atilio Fulgencio.

—Ese hombre es el liberador de la patria. Costa Paraíso le debe mucho —solía decir durante la cena—. Pero tiene enemigos. Aquéllos que no desean ver a nuestra nación desarrollada en plenitud, con orden interno y una economía sana. Ya verás, Pablito, como el general logra triunfar sobre esas fuerzas subversivas, traidoras a la patria. Él es nuestro líder.

En tanto concluía la frase, señalaba con su dedo el retrato de un halcón de mirada ceñuda, vestido de militar y expresión adusta, que parecía vigilarnos a toda hora desde una de las paredes del comedor. Aquella foto poseía una historia de larga data. La recordaba siempre allí, mirándonos en todo momento. Resultaba ineludible sentirse culpable de algo ante esos ojos. Cualquiera fuera la falta, la necesidad de cumplir con un castigo se volvía imperiosa. Tenía más poder sobre el espíritu de las personas que el otro retrato ubicado a un par de metros: la imagen del papa vigente en esos tiempos.

Padre no era persona practicante, a pesar de ser la religión uno de los principales poderes en Costa Paraíso. Tampoco madre, por supuesto, pero en mi niñez fui descubriendo que el catolicismo resultaba un factor importante en la vida social de aquel país ordenado y patrullado a toda hora.

Desde la ventana de mi cuarto, ubicado en el primer piso de la mansión, observaba la llegada de tío Jorge. Lo hacía en un vehículo de gran porte, color verde oscuro, seguido por otro de las mismas características. Los vidrios polarizados impedían ver su interior. Cuando las puertas se abrían me las ingeniaba para echar una rápida mirada dentro de la cabina. Solían acompañarlo tres personas, todas estaban vestidas de civil, con los cabellos extremadamente cortos y bultos ostensibles debajo de sus brazos. En cierta ocasión uno de ellos extendió la mano en dirección a la esquina y el arma quedó en evidencia pendiendo de la sobaquera. Un estremecimiento recorrió mi cuerpo. A partir de ese día comencé a mirar al tío con otros ojos.

El segundo vehículo solía estacionarse detrás del primero. Entonces bajaba un hombre de gran altura, fornido y de cabello también rapado. Me llamaba la atención que vistiera uniforme de policía. No estaba acostumbrando a verlos merodeando por casa. Le decía algo al tío y luego regresaba al automóvil. Aquellas personas mostraban un gran respeto por Jorge, obedecían sus instrucciones de inmediato y permanecían apostadas en el frente de la propiedad durante el tiempo que duraba su visita.

Uno de los policías, junto a otro hombre de civil, se paraba fuera de los automóviles cumpliendo funciones de vigilancia. Ambos portaban equipos de radio que solían producir descargas estáticas interrumpiendo el silencio del barrio.

La mansión estaba ubicada en la zona urbana privilegiada de San Andrés, militarizada desde hacía diez años. Todas las propiedades resultaban parecidas, casas de dos o tres pisos con trescientos metros cuadrados de superficie, rodeándolas jardines de una hectárea y abundante personal abocados a las tareas de mantenimiento.

Previo a la revolución que impusiera el gobierno popular en Costa Paraíso, las mansiones habían pertenecido a empresarios denunciados por corrupción o a personal diplomático caído en desgracia por los acontecimientos políticos. Las viviendas fueron confiscadas por el estado y entregadas para su cuidado a los funcionarios pertenecientes al régimen, tanto civiles como militares.

Florencia, mi entrañable amiga de la infancia, era la hija del ministro de hacienda del general Fulgencio, don Amílcar Bravo. El hombre había estudiado en Harvard y contaba con lazos americanos estrechos e importantes. El embajador del país del norte solía visitarlo de vez en cuando y organizaban tertulias con padre. Florencia y yo aprovechábamos esos encuentros para jugar en los jardines, lejos de las conversaciones aburridas. Pero ésa es otra historia.

Tío ingresaba en nuestra propiedad cual si fuera su dueño. Los guardias de seguridad, apostados en el portón de ingreso, lo reconocían de inmediato. También lo hacía el resto del personal militar que deambulaba por ahí con aspecto de personas aburridas.

Atravesaba con paso firme el sendero de piedras que comunicaba la entrada con la casa y saludaba demagógicamente a todos. Se lo veía contento. Inquieto, también. Ingresaba en la vivienda y tomaba asiento en uno de los mullidos sillones del living.

Jacinto, el sirviente interno de la mansión, no se hacía esperar con su servicio. De alta estatura, garbo parsimonioso y elegante, cabellos castaños de fuerte presencia debido a una tintura persistente, el hombre tenía la nobleza de las cortes antiguas, ajenas al ambiente castrense que nos rodeaba.

Mi relación con Jacinto era buena, pero a la vez distante. Fiel a la postura de los empleados domésticos de antaño, solía mantener el rostro adusto y una lenta sincronización en los movimientos.

Cuando yo era pequeño sufría con frecuencia de estreñimiento, circunstancia que hasta el día de la fecha me persigue en esta celda que mis captores me han destinado. La receta del médico de la familia resultaba infalible y a su vez ignominiosa: un par de enemas bien surtidos hasta que la sequía cediera sus territorios de perversión.

Madre resultaba persona incapaz de ejecutarlas dado su espíritu de pulcritud. Las geishas no son buenas impartiendo enemas. No quedaba otro soldado que el bueno de Jacinto para realizar tan odiosa tarea. Todavía lo veo en mi pantalla mental caminando por los pasillos con el garbo que lo caracterizaba en tanto transportaba la jarra con el líquido aceitoso, la manguera de goma y la cánula correspondiente. Me asomaba furtivamente a la puerta de mi cuarto para observar aquella figura que presagiaba la denigrante acción a punto de suceder. La voz de Jacinto, un tanto delicada para sus cincuenta años, se alzaba con total pulcritud:

—¡Señorito Pablo, prepárese! Ya llegó la hora de la merienda…

Pero volvamos a las visitas de tío Jorge a casa. Una vez instalado en el sillón del living y con la copa de coñac en la mano, el hombre cerraba los ojos para disfrutar de la música clásica a bajo volumen que madre gustaba de seleccionar. El equipo lo había adquirido padre en uno de sus viajes al extranjero.

Clorinda descendía por las escaleras que comunicaban la planta baja con el primer piso. Vestía una de sus túnicas de corte asiático. Su figura sensual se mostraba insinuante. Con amplia sonrisa parecía deslizarse por las baldosas anchas del living hasta ubicarse a escasa distancia de su cuñado.

—Ven, Pablo. Saluda a tu tío.

Yo la acompañaba en el periplo desde mis aposentos. Repetía siempre la misma ceremonia. Me mantenía parado en postura respetuosa a unos cinco metros de Jorge y esperaba dócilmente las instrucciones que no tardaban en hacerse oír.

—Abrázalo, tonto, que debe estar cansado de trabajar durante toda la mañana.

En esas épocas desconocía la naturaleza real de la profesión de mi tío. De haberlo sabido hubiera dado crédito a las palabras de madre en su verdadera dimensión. Torturar a las personas hasta convertirlas en un pedazo de carne sin vida, arrojar a la basura camisas embebidas en sangre al finalizar las jornadas y disponer sobre la vida y la muerte de los demás debe ser tarea agotadora.

—¡Muchacho, estás enorme! —eran siempre sus palabras. Me estrechaba con un abrazo poderoso, cortándome la respiración.

Luego me miraba con aquellos ojos gélidos y dominantes, como lo hace todo halcón en presencia de su presa.

—Lentamente vas pareciéndote al tipo de varón de la familia. Ése que hizo fuerte a Costa Paraíso. Seguramente vas a ser un buen estudiante en el liceo militar. ¡Un guerrero de don Atilio Fulgencio, el gran general del pueblo!

—Dale un beso al tío, Pablito. ¿No ves que espera tu saludo?

Obedeciéndole a madre entrecerraba los ojos y dirigía mis labios a esa piel curtida por años de soberbia y liderazgo. La cara de Jorge resultaba áspera y repulsiva.

—Muy bien, hijo, ahora puedes regresar a tus habitaciones. El tío y yo debemos conversar sobre asuntos de personas adultas. Ya le dije a Jacinto que te suba una leche malteada. Continúa con tu lectura del libro de Byron que padre ha mandado traer de Londres, en su lengua original, como lo pediste. Faltan quince días para el concurso nacional de poesía auspiciado por la Sociedad de Escritores y no querrás quedar en los últimos puestos…

Aquélla era la postura de madre cuando tomaba parte de mis tempranas incursiones en los territorios literarios. Presionaba a los auspiciantes hasta ubicarme en el podio de cuanto concurso circulaba en Costa Paraíso. Compraba jurados utilizando la poderosa red de sus influjos. Me encerraba en la biblioteca de la mansión durante horas, obligándome a leer poetas próceres o filosofías ajenas a mi interés.

Esperaba que ella concluyera sus palabras, agachaba la cabeza en señal de obediencia y luego volvía sobre mis pasos dispuesto a subir los escalones que me conducían a mis aposentos. El libro de lord Byron esperaba paciente sobre el lecho, una cama estilo gótico de dos plazas. Retomaba la lectura desde la página donde la había dejado.

A pesar de la altura indudable de aquella prosa inspirada en uno de los autores más exquisitos de la historia de la poesía, rechazaba el ornamento pincelado en esas formas naturistas que encerraban sentimientos victorianos de amores prohibidos.

Cuando estaba a punto de abandonar la lectura escuché los pasos retumbando afuera. Dejé el vaso de leche malteada sobre la mesita de luz y me dispuse a aguzar los sentidos.

Madre y tío Jorge avanzaban por el pasillo del primer piso conversando y riendo animadamente. Los imaginaba tomados del brazo, mirándose con la intensidad de los momentos previos a un acontecimiento predestinado. Pasaron por la puerta de mi cuarto sin advertir mi postura vigilante. Luego, detuvieron su marcha. Las voces dejaron de escucharse.

Cerré los ojos intentando conectarme con la situación, pared de por medio. A veces solía realizar esas prácticas esotéricas con algún éxito. Todo poeta viene a este mundo muñido de algún poder psíquico que le permite sobrevivir a su implacable contaminación. No resulta posible construir metáforas en los territorios subliminales que rodean a la densidad molecular sin estos prodigios del espíritu.

Los vi vagamente abrazados en la soledad del largo pasillo. Jorge acariciaba sus partes íntimas con gran impunidad. Besaba ardientemente aquel cuello tan preciado. Podía escuchar el chasquido de sus labios al tomar contacto con la piel tersa, suave, blanca y perfumada. El deseo gobernaba los movimientos. Clorinda respondía a los embates de su cuñado en silente postura, la de quien entrega el comando de la situación al otro esperando los resultados de sus ataques lascivos. Los labios de madre permanecían entreabiertos, manifestando dificultad al respirar. El color de su rostro intensificaba el rubor instalado con los primeros aprontes. Había apoyado la espalda contra la gruesa puerta de su cuarto. El siseo apagado del roce de su túnica contra la madera rompía la monotonía en el pasillo.

Jacinto y el resto de los sirvientes se encontraban en la parte trasera de la mansión. Realizaban actividades de rutina en las dependencias de servicio, ajenos a esos embates prohibidos. O tal vez, pendientes de ellos a la distancia.

Apreté los párpados con violencia. La proyección telepática parecía disolverse en el espacio virtual donde latía suavemente. Una energía de encendida potencia subía desde el plexo solar atravesando mi torso. En esos momentos los odiaba a ambos. El libro de Byron permanecía volcado hacia abajo perdido entre las sábanas. Sus palabras estaban amordazadas por el contacto con la tela húmeda.

La imagen se diluyó en la negrura de la nada. Abrí los ojos, recomponiendo el ciclo respiratorio. Silencio. Uno, dos, tres segundos. Luego, el sonido de las bisagras de la puerta maciza abriéndose. Otros tres segundos. Finalmente, el portazo estridente. Salté de la cama con la ansiedad de quien se siente traicionado. Ésa era la emoción que me embargaba, una mezcla de artera traición, promiscuidad, celos instalados en la zona oscura del corazón.

De pie ante la pared que separaba mis aposentos de los de Clorinda, presioné el oído sobre el revoque frío. Los sonidos apagados provenientes del cuarto vecino, a su vez nítidos merced al silencio de fondo, no tardaron en inundar mi percepción. Ahora no necesitaba la visión telepática. Un poeta también puede ver a partir de los sonidos del entorno.

Como ya he dicho, madre era mala persona…

Gaviotas a lo lejos

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