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Enero de 1965. Santa Elisa, un barrio cerrado de San Andrés.

Las fiestas en la mansión del ministro eran buenas excusas para dejar momentáneamente en el olvido las dificultades políticas y económicas por las que pasaba Costa Paraíso.

El doctor Amílcar Bravo pertenecía al seno de una familia acomodada en las épocas de la presidencia de don Hilario Fonseca. Su padre había sido Director del Banco Central y gozaba de prestigio entre los principales circuitos económicos del mundo occidental y cristiano. Desde temprana edad comenzó a pasar temporadas anuales en Boston, donde su progenitor contaba con una propiedad cercana a la prestigiosa casa de altos estudios. Allí obtendría su Maestría en Economía. Harvard se convirtió en su segundo hogar. Entonces, nacieron los principales vínculos que a la postre le permitirían operar financieramente desde su Ministerio de Hacienda.

Haber pertenecido a la élite de los amigos del poder en los tiempos de Fonseca no constituyó en escollo insalvable para la familia Bravo. Es más, hubo muchos de los beneficiados del anterior régimen que astutamente tomaron contacto con el general Fulgencio meses antes de que descendiera de las selvas aledañas para hacerse cargo de San Andrés en nombre del pueblo soberano. Eran esos mismos personajes que mantendrían sus situaciones de privilegio ofreciendo contactos y manipulaciones económicas, necesarios para el gobierno revolucionario. Las presiones internacionales en dirección de una salida democrática mantenían aislada la precaria economía del país caribeño.

La familia Bravo sobrevivió a la revolución sangrienta de la Fuerza Gregoriana y en los tiempos actuales se encontraba bien posicionada. El propio don Atilio Fulgencio solía visitar la mansión ubicada en el Barrio de Santa Elisa. En la exclusiva vecindad había pasado don Pablo Gutiérrez su niñez y juventud antes de convertirse en el enemigo intelectual del régimen.

Era sabido que el general se sentía atraído por doña Carlota Bravo, la mujer de su ministro. Algunos afirmaban que el viejo zorro ya la había hecho su amante. Esta situación resultaba apetecible para el propio don Amílcar. La impronta lo posicionaba en las altas cumbres dentro de las preferencias de Fulgencio. Sin embargo, el general se mostraba recatado con la frecuencia de sus visitas a la quinta de la familia Bravo. No le gustaba mostrar públicamente el lado flaco de su personalidad, por otra parte tan conocido y comentado en privado por los allegados. Las mujeres bonitas lo perdían y doña Carlota era una mujer de belleza irresistible.

Las reuniones festivas se realizaban una vez al mes en Santa Elisa. La gala dispuesta por los organizadores resultaba rigurosa y a la vez formidable. Todos acudían vistiendo atuendos antiguos, muñidos de largas pelucas victorianas y descendían de carrozas apropiadas a la jerarquía del evento.

La villa de don Amílcar era vasta en superficie y provista de jardines cuidados. Estos, bien iluminados, mostraban pérgolas, glorietas varias y estatuas de mármol que identificaban deidades paganas diseminadas alrededor de la casa.

Un bosquecito de abundantes pinos y coníferas se extendía alrededor de aquellos jardines. No había sendero visible que lo atravesara, tal era su densidad. Algunas parejas se perdían entre la abundante naturaleza buscando el necesario sosiego para dar rienda suelta a sus actos prohibidos.

El general Fulgencio conocía a la perfección la espesura del lugar. Doña Carlota se había ofrecido de guía en muchas ocasiones para mostrarle sus atributos femeninos. El Presidente tenía fama de portar un buen fusil entre sus pantalones y este detalle parecía ser del agrado de la joven mujer.

La noche se mostraba estrellada. Era verano, como casi siempre acontecía en Costa Paraíso dada su envidiable situación geográfica. Durante la tarde había llovido lo suficiente como para refrescar el acuciante calor de los últimos días, una tormenta de verano típica del clima tropical que gobernaba al país. Todavía podía percibirse el aroma fresco a vegetación mojada. La temperatura resultaba más que agradable para disfrutar de la fiesta.

Los invitados, vestidos con trajes de gala de la época victoriana, caminaban por los jardines formando grupos de evidente selección social. Los hombres maduros dedicaban el encuentro a definir negocios relacionados con el comercio exterior. Las damas permanecían sentadas en los cómodos sillones formando círculos exclusivos y aprovechaban la dialéctica para informarse sobre los deslices de las más osadas. Éstas, caminando despreocupadamente entre las estatuas y las pérgolas, vigilaban el ambiente con la actitud del ave de presa que va tras alguna nueva víctima.

Los jóvenes de ambos sexos jugaban al flirteo aprovechando la ocasión. Si la cosa iba bien, una o dos horas más tarde las muchachas estarían con sus espaldas apoyadas sobre los pastos del bosquecito, el vestido desarreglado a la altura de los senos y el cuerpo de algún osado haciendo el desgaste energético bajo la noche estrellada.

Los mozos, ataviados con las prendas exigidas por el protocolo, cruzaban todo el tiempo los jardines portando bandejas con copas de champagne francés y exquisito clericó. Las bebidas desaparecían cual si se tratara de agua ofertada en el desierto. Las mesas con los canapés y los platos calientes estaban diseminadas alrededor de la vivienda. A pesar de encontrarse reunidos al aire libre, las voces de los invitados se hacían escuchar en la medida que desarrollaban sus conversaciones grupales.

—Estas dos semanas no te he visto en el barrio —dijo Pablo con su manera pulcra de pronunciar las palabras.

A los diecisiete años había ganado cuanto concurso literario se organizara en San Andrés. Un libro de su autoría comenzaba a recorrer el país con gran éxito y ciertas editoriales europeas se manifestaban atraídas por “el joven poeta caribeño”. Los modales refinados adquiridos en el periplo del sendero culto y la ausencia de muchachas en su vida le habían otorgado el mote de “mariquita” entre los jóvenes del barrio.

—Me he dedicado a pulir mi francés —respondió Florencia Bravo, su amiga de la infancia—. Lo he dejado de lado en los últimos tiempos y deseo estar bien entrenada para el mes de abril.

—¿Abril? ¿Y qué sucede en abril?…

—Oh, ya lo has olvidado. Siempre el mismo despistado. “Pablito el despistado”, ¿eh? Así te decíamos en el colegio. ¿Qué importante evento va a suceder en el transcurso de ese mes, mi querido amigo?

El muchacho se sintió turbado por al apremio al que ella lo sometía. Le temblaron los labios durante unos instantes. A veces le sucedían esos síntomas. Inseguro de sí mismo durante los años infantes, no alcanzaba a construir una personalidad afirmada en la adolescencia. Al contrario de aquel arte profesado al escribir frases bellas y pensamientos profundos, el joven poeta caribeño se turbaba tempranamente al encontrarse rodeado de personas. Y principalmente frente a Florencia, a quien amaba perdidamente en lo íntimo de su corazón.

La muchacha lo conocía bien. Sabía de sus padecimientos adquiridos en el seno de una familia complicada. Le tenía gran aprecio al dulce caballerito que la acompañara desde que tenía uso de razón. Conocía el amor que Pablo dispensaba a su persona y esta situación la halagaba plenamente. Sin embargo, no le correspondía plenamente. En realidad, era cariño lo que ella sentía por el medroso poeta, un cariño persistente, ancestral y protector. Pero no estaba convencida de que aquello fuese amor. A su vez, tampoco hacía caso a las burlas de los otros compañeros, los consideraba idiotas indignos de su amistad.

La pérdida de la madre y, posteriormente, del mismo progenitor en situaciones tan trágicas, habían hecho del poeta un joven extremadamente vulnerable. En la actualidad lo criaba una tía materna que poco conocía la psicología del muchacho.

Cuando lo veía en alguno de esos trances dubitativos y expresando el temblor en el cuerpo, la joven se compadecía e intentaba darle rápida salida al problema:

—Está bien. Como buen despistado te olvidaste del asunto. En abril viajo con mi padre a París. Es más, estamos planificando una buena fiesta de despedida.

—¿A… París? ¿Tan lejos?… ¿Y por cuánto tiempo?

—No lo sé. Tal vez dos o tres meses. O más… El primo de padre, el doctor don Francis Duclau, está realizando todos los arreglos. ¡Ah!… ¡No veo la hora de que llegue el momento!…

Pablo dudó unos segundos. No era persona decidida a la hora de expresar sus sentimientos. Tomó con gesto frugal la mano de su amiga y la miró a los ojos. Ella sintió que aquellos paisajes verdes en la mirada profunda del poeta la conmovían. De pequeña había percibido ese brillo especial en las pupilas de su amigo. Estaba convencida de que él podía penetrar la espesura de su alma.

—Te voy a extrañar… —murmuró el joven con voz apagada.

Permanecieron durante un largo instante detenidos en el tiempo, mirándose como lo hacen los viejos amantes celestiales. Una voz solemne rompió el encanto del momento:

—Aquí estabas, querida Florencia. Te estuve buscando por todas partes…

Los jóvenes abandonaron el místico retiro de sus almas. Pablo observó con expresión beligerante al recién llegado. Florencia sonrió con el encanto típico de su rostro trigueño y cabellos castaños pletóricos de bucles. Los dientes blancos y perfectos otorgaban mayor luz a sus facciones.

El hombre se apostó entre los dos jóvenes con la impertinencia de quien se siente superior a los demás. Tendría unos treinta años de edad y vestía uniforme militar francés correspondiente a la temática de la fiesta. Le sentaba muy bien. El porte elegante de su postura, tal vez rayano en la arrogancia, y una considerable estatura le permitían mirar al mundo circundante desde una posición autoritaria.

Al cabo de algunos segundos Pablo abandonó su beligerancia inicial. Conocía bien el temple de aquellos halcones. Padre había sido uno de ellos, al igual que tío Jorge, o el propio don Atilio, a quien presentaran al tiempo de ganar su primer concurso literario. Tenía diez años de edad entonces. Esos tipos estaban acostumbrados a dar órdenes y ser obedecidos. Sin lugar a dudas el uniformado era uno de ellos.

—Creí que te encontrabas sola —dijo el recién llegado con evidente acento francés. Observó con indiferencia a Pablo, como si se tratara de un animalito alimentándose dentro de una jaula.

—Oh, él es Pablo Gutiérrez, Francis. El principal poeta de nuestras tierras —comentó Florencia sin dejar de sonreír—. Tiene publicado un libro que está dando vueltas por todo el país.

—El joven poeta caribeño —dijo el uniformado masticando sus palabras—. Esos versos que hablan de la libertad más allá de un horizonte marino…

—La Visión Pagana —mencionó Pablo, sintiéndose halagado por las palabras del hombre.

El militar lo miraba con extrema frialdad.

—Me gustaría conocer el real sentido de la metáfora —dijo con voz dura—. Tal vez… haya algo allí…

No concretó la frase. Dirigió una sonrisa de compromiso a la muchacha, le besó la mano con la cortesía de los nobles y dijo, mostrando cierto apuro:

—Más tarde nos veremos en la casa, querida. Tengo algunos asuntos que tratar con tu padre.

Sin más, el hombre se retiró perdiéndose entre la multitud que disfrutaba de la velada.

—¿Y ese? ¿Quién es, eh? —preguntó Pablo demostrando enfado.

—El primo francés de mi padre, Francis Duclau. Se está encargando de los preparativos del viaje. En realidad, él es el artífice de esta aventura.

—No me gusta ese tipo. Tiene una forma de mirar un tanto… extraña. Parece arrogante en extremo.

—No seas criticón, querido. Es el agregado cultural del gobierno galo en Costa Paraíso. Te imaginarás que representa toda una autoridad en las cuestiones de arte. Tal vez te convenga hacerte amigo de él. Digo, para buscar horizontes del otro lado del océano con tus trabajos.

—¿Ese… tipo? ¿Apoyándome? No me pareció mostrarse entusiasmado con mis poesías.

—Te equivocas. A mí me dio la impresión de interesarse en la Visión Pagana.

Pablo no realizó mayor comentario y se encogió de hombros, como hacía cada vez que un asunto lo superaba. La presencia del agregado cultural había roto el encanto instalado entre ambos.

El joven poeta sabía de pérdidas en la inspiración literaria, como de otras cuestiones en la vida. Aquello que se rompe en el alma no puede repararse. Debemos asumirlo y reemplazarlo por algo semejante, un sustituto. Florencia era su amiga del alma desde que tenía conciencia. Ella también era irreemplazable. Siempre había estado allí. Ese francés había dejado una estela inquietante tras de sí. El muchacho intuyó el advenimiento de malos tiempos en su relación con la joven.

Florencia lo miraba en silencio. Había aprendido a leer los pensamientos de su amigo a partir de los gestos. Ella conocía las verdaderas intenciones del pariente de su padre y, de manera impiadosa, jugaba con las mismas intentando caminar por sobre las aguas. Estaba decidida a conocer mundo, recorrer las viejas capitales europeas y beber de los mejores licores. A pesar de la diferencia de edad que tenía con Francis, el mecenas de la cultura podría representar una buena alternativa en pos de precipitar sus planes. Sin embargo, estaba allí Pablo, Pablito,el tierno muchacho a merced de un mundo que se complacía con fustigar a los débiles, perrito faldero acostumbrado a buscar protección con la amiga de la infancia.

Otra vez sintió la necesidad de obrar en consecuencia. La proximidad del joven poeta precipitaba aquel misterioso instinto maternal.

—Ven. Vamos a caminar —dijo, tomándolo de la mano.

El contacto con esa piel suave y a la vez cálida cambió el clima depresivo en el muchacho. Transitaron en silencio los alrededores del jardín. Algunos de los invitados comenzaban a sucumbir bajo los efectos del buen champagne. Las parejas se extraviaban en la espesura del bosque buscando algún cómodo lugar bajo el cielo estrellado.

A escondidas, Florencia y Pablo bebieron suficiente vino dulce como para desinhibirse también lo suficiente. Los ojos de la muchacha brillaban de manera extraordinaria. Casi a los empujones obligó a su amigo a penetrar en los territorios del bosquecito. Ninguno de los progenitores estaba ocupado en controlar sus acciones. Después de todo, ella sentía que algo le debía al poeta y no pretendía ser injusta con su perrito faldero.

Gaviotas a lo lejos

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