Читать книгу Las metáforas del periodismo - Adriana Amado - Страница 14
Las ilusiones del periodismo
ОглавлениеHaciendo ejercicio de excepcionalidad, almas en pena aúllan que ha llegado el fin del periodismo cargando culpas a una sociedad ingrata que no quiere pagar por las noticias; a las plataformas que devoran la torta publicitaria sin compartirles siquiera unas migajas; a los operadores que contaminan el ambiente con fake news. Pero mucho antes, casi dos siglos atrás, un cronista de la vida cotidiana ya andaba desilusionado con la prensa como pilar de la democracia naciente. Honoré de Balzac planteó con crudeza los términos de la dicotomía prensa-periodismo en Las ilusiones perdidas, que se publicó en tres partes, entre 1837 y 1843. El devenir del ramplón Lucien Chardon en el pretencioso Lucien de Rubempré prefigura las reglas de la celebridad como requisito de éxito en esas redes sociales primigenias que en el siglo XIX eran las tertulias. “Hoy día, para triunfar, hay que relacionarse” se presenta como el lema de la época, y en ese afán, Lucien impostará su condición desde la apariencia que se condena a sostener entre aquellos en los que procura el reconocimiento. Porque ir a la moda y verse atractivo era indicador social dos siglos antes de que se inventara Instagram, y provocaba frustraciones similares a las que hoy se atribuyen a las redes sociales: “A la magia de la escena, al espectáculo de los palcos repletos de bonitas mujeres, a las deslumbrantes luces, al espléndido espectáculo de los decorados y de los trajes nuevos, seguían el frío, el horror, la oscuridad, el vacío”. Justamente de ese juego de apariencias rutilantes y falsedad intelectual se sirve el novelista para descubrir “el revés de las conciencias, el juego de los engranajes de la vida parisiense, el mecanismo de todo”. De la misma manera, repensar la persistencia de metáforas de entonces que se pensaban cristalizadas puede ayudar a revisar el envés del periodismo contemporáneo.
Lucien, escudado en la apariencia social que lo llevaría a adoptar el apellido De Rubempré, intentará legitimarse por su talento literario, para caer en la tentación del éxito fácil que le ofrece el convertirse en un operador político con columna en un periódico parisino. Porque parece que en esa época había gente que inventaba diarios para perseguir a opositores políticos con chismes publicados con pretensión de noticias. Alguien malicioso podría equiparar aquello con las usinas digitales que se encargan de inyectar información imprecisa o directamente falsa de estos días, pero en el siglo XIX no eran fake news porque no existía la expresión: apenas se llamaban bulos, libelos, calumnias. Y no se llamaban “portales digitales” sino “pequeños periódicos”, que ya cargaban con la fama de “considerar verdad todo lo que es probable”, y por eso serían excluidos del relato que la historia hizo del periodismo de los grandes periódicos. Cualquier similitud con estos tiempos no es ninguna coincidencia. Parecería que las desviaciones de los modelos prolijamente diseñados vienen desde cuando la profesión era un oficio.
En contraste con la carrera del periodista, la suerte de su amigo David Séchard está atada a la imprenta heredada que intentaba salvar con una fórmula de papel que permitiera abaratar los costos. La prensa nace como una plataforma de pensamiento y debate público para la incipiente democracia, y su financiamiento siempre fue la clave de su subsistencia e independencia. El periodismo nace en paralelo como una de las profesiones de la prensa. La oposición entre prensa y periodismo se plantea en la novela en estos términos: “El comercio es rico, la nobleza en general pobre. La una se venga del otro mediante un desprecio igual por ambas partes”. Desde entonces, el periodismo despreciará la venalidad empresarial y los empresarios criticarán ese desprecio del periodismo por aquello que tenga que ver con su sustento económico.
Durante el siglo XIX, el periodismo se afirmó como oficio destinado a preparar contenidos para difusión masiva dentro de una prensa dominada por identidades ideológicas y, crecientemente, por objetivos mercantiles. Se suponía que el periodista no se encargaba de las cuestiones técnicas, propias de artesanos, ni de las financieras, que nacieron atadas a la propaganda y luego intentaron superarse con la publicidad, dividiendo el financiamiento en pequeños anuncios que pagaban diversas personas en lugar de un patrocinador único que usaba el medio como plataforma política. Entonces ya era más barato comprar al periodista que un espacio en el periódico, como cuenta Balzac:
En 1821, los periódicos tenían, por tanto, derecho de vida o de muerte sobre las creaciones del espíritu y las empresas de la edición. Un anuncio de unas pocas líneas insertado en la crónica de sucesos de París costaba un ojo de la cara. Las intrigas eran tan frecuentes, tanto en el seno de las oficinas de las redacciones como por la noche en el campo de batalla de las imprentas, cuando de la compaginación dependía la admisión o el rechazo de uno u otro artículo, que las más grandes casas editoriales tenían a sueldo un literato para redactar estos pequeños artículos en los que había que incluir muchas ideas en pocas palabras. Estos oscuros periodistas, a quienes no se pagaba hasta después de realizada la inserción, se pasaban frecuentemente toda la noche en la imprenta para comprobar la entrada en máquina de los grandes artículos obtenidos Dios sabe cómo, o esas pocas líneas que más adelante recibieron el nombre de réclames. Hoy las costumbres de la literatura y de la edición han cambiado tanto que mucha gente tildaría de fábulas los inmensos esfuerzos, los incentivos pagados, las ruindades, las intrigas que la necesidad de conseguir esas réclames inspiraban a los editores, a los autores, a los mártires de la gloria, a todos los forzados condenados al éxito a perpetuidad. Comidas, lisonjas, regalos, todos los medios eran buenos para ganarse a los periodistas. (Las ilusiones perdidas)
Dos siglos después, lo que escandalizaba al cronista se volvió práctica institucionalizada en formato de viajes, cócteles y agasajos varios con la excusa de poner en contacto directo al periodismo con la información institucional, sin que hayan podido deslindarse, tal y como se intenta hacer en la enseñanza, los campos del periodismo, de la publicidad que sustenta los medios y de las relaciones públicas como recurso para incidir en los contenidos noticiosos. El periodismo se ha concebido, en teoría y en la currícula académica, como ámbito separado de otros actores y de otros campos, sobre la base de procesos de diferenciación anclados en un objeto propio (noticias), formas de producir conocimiento (rutinas de trabajo) a partir de terceros (fuentes), lidiando con los intereses editoriales (empresa) y los límites regulatorios (institución). Desde sus orígenes el periodismo se plantea como distinto de la prensa, aunque, obviamente, mantengan una relación estrecha y habitualmente no disociada. “Prensa” se refiere a la institución socialmente discernible para la producción de información y sujeta a dinámicas industriales, políticas y económicas. “Periodismo”, en cambio, define un conjunto de prácticas e ideales que regulan las actividades de recolectar información y convertirla en noticia. Ese es el argumento de Silvio Waisbord (2013) cuando dice que, si bien cualquier análisis del periodismo debe considerar el contexto de la prensa, es errado utilizar ambas categorías como si fueran idénticas. Tan errado como estudiar al periodismo desde los medios, máxime en tiempos en que dejaron de ser su único espacio de expresión.
Los periodistas hablan del periodismo como si fuera uno y puro. Pero con la profesión de periodista se identifican unos cuantos que nadie querría tener en el club. No hay día en que no nos crucemos con “propagandists, trolls, misogynists, bigots, thieves, and jerks”, según enumera Jeff Jarvis. (2) Propagandistas, provocadores, misóginos, intolerantes, ladrones, idiotas, por usar las mismas palabras, son insultos que a diario se les dirigen a los periodistas en las redes sociales, para escándalo del colectivo periodístico, que reacciona como si el insulto a uno fuera una descalificación de la profesión, sin evaluar si el que lo recibe lo merece y si es un periodista o uno que se hace pasar por tal. La alarma que se enciende por estos días en la sociedad ante actitudes supuestamente incompatibles con la profesión se parece bastante, en sus argumentos, a la que se prendía hace dos siglos, y en los adjetivos que se le atribuían:
El periodismo, en vez de ser una especie de sacerdocio, se ha convertido en un medio en manos de los partidos; de medio ha pasado a ser un negocio; y, como todos los negocios, no tiene ni credo ni ley. Todo periódico es, como dice Blondet, una tienda en la que se venden al público palabras del color que este quiere. Si existiera un periódico para jorobados, probarían mañana y tarde la belleza, la bondad y la necesidad de los jorobados. Un periódico no está hecho ya para ilustrar, sino para halagar las opiniones. Por ello, dentro de un tiempo, todos los periódicos serán viles, hipócritas, infames, mentirosos, asesinos; matarán las ideas, las filosofías y a los hombres, y florecerán por eso mismo. Disfrutarán del privilegio de todo organismo colectivo: se hará el mal sin que nadie sea responsable de ello. Tanto vosotros como yo, tú, Lousteau, tú, Blondet, tú, Finot, seremos unos Arístides, unos Platones o unos Catones, hombres de Plutarco; todos seremos inocentes y podremos lavarnos las manos de toda infamia. Napoleón definió este fenómeno moral, o inmoral, como se prefiera, con una frase sublime que le dictaron sus análisis acerca de la Convención: “Los crímenes colectivos no comprometen a nadie”. El periódico puede permitirse la más abyecta conducta y nadie se cree personalmente manchado por ella.
Al periodista de Balzac los amigos de la tertulia le advierten, igual que hoy le criticarían por Twitter, que no se entusiasme con la profesión.
No resistirías la constante oposición de placer y de trabajo que se da en la vida de los periodistas; y resistir es el fondo de la virtud. Estarías tan encantado de ejercer el poder, de tener derecho a la vida y a la muerte sobre las obras del pensamiento, que te convertirías en periodista en dos meses. Ser periodista es llegar a procónsul en la República de las Letras. ¡Quien puede decirlo todo llega a poder hacerlo todo! Esta máxima es de Napoleón, y se comprende.
Aquí reside la idea de que el discurso es poder (el que lo dice, lo puede), base de la perspectiva teórica marxista que, como el periodismo moderno, nació el siglo XIX, se consolidó en el XX y se está replanteando en el siglo XXI, junto con el lugar que tienen en las democracias los Napoleones contemporáneos, que siguen obsesionados con el periodismo y su supuesto poder discursivo. Aquí la metáfora es la del periodismo como palabra mágica que, como en los cuentos, transforma con su simple enunciación.
Las metáforas ayudan a entender una cosa en términos de otra. Organizan la realidad, facilitan la percepción de los hechos y asignan funciones en un orden compartido. Habitan en los lugares comunes, que son confortables por el simple hecho de ser conocidos, pero también por eso resultan poco estimulantes. El sentido común, de hecho, es una de las metáforas favoritas de los periodistas. Es el principal argumento de las críticas que reciben, especialmente cuando le reclaman al poder, criterio; a la ciudadanía, sensatez; y a sus pares, ética profesional. Al sentido común se le supone una obviedad que no admite cuestionamientos. Pero justamente por consolidado remite al imaginario social más conservador.
Las metáforas pueden volverse sentido común cristalizado cuando no es posible cuestionarlas, o cuando ya nadie pregunta cuánto se ajustan a aquello que describen. Como en la anécdota que inicia este texto, la repetición automática de un significante lo vacía de su contenido literal para extender el significado a una forma de decir. Este ensayo propone desmenuzar las metáforas asociadas al periodismo desde sus orígenes para tratar de entender si siguen siendo funcionales para describir la profesión o si son restos fósiles de dinosaurios que nadie vio, lo que no impide que sean reconstruidos en enciclopedias y museos.
La ciencia cognitiva postula que la gente piensa en términos de marcos conceptuales y metáforas, presentes en la sinapsis cerebral. Según las investigaciones de George Lakoff, no bastan los hechos para cambiar las estructuras conceptuales con las que abordamos la realidad. El recorrido por las metáforas muestra que son muchas las formas y funciones con que se simboliza el periodismo. Algunas metáforas sirven de modelos para orientar la tarea. Otras pueden funcionar como mitos que hacen a la cultura periodística incluso cuando persisten solo a nivel relato. También dan cuenta de las representaciones que distintos grupos sociales tienen de la tarea de los periodistas. Cada instancia es objeto de distintos estudios y distintos especialistas que algunas veces no se leen entre sí. Entonces quienes estudian las condiciones económicas de los medios no se vinculan con quienes analizan la cultura profesional, y ninguno de los dos es tenido en cuenta por los que diseccionan las noticias para buscar intenciones implícitas entre líneas.
Este libro intenta hacer un catálogo no sistemático de los sistemas conceptuales del periodismo argentino como parte del periodismo occidental. Los estudios comparados muestran que las culturas periodísticas a lo largo del mundo comparten ciertas concepciones generales que en cada lugar resultan en diversidad de prácticas. El periodismo gusta de analizar la crisis del presente con nostalgia de las metáforas perdidas, como si fuera una época dorada a la que se sueña con volver. Este inventario espera encontrar metáforas incipientes para los presentes del periodismo, que de tanto mirar hacia el pasado a veces duda de sus futuros.
1- Hermoso, Borja (2018) “Jürgen Habermas: “¡Por Dios, nada de gobernantes filósofos!”, El País, 10 de mayo, disponible en: <https://elpais.com/elpais/2018/04/25/eps/1524679056_056165.html>[consulta: 25/3/2021].
2- Jarvis, Jeff (2018) “Platforms Are Not Publishers”, The Atlantic, 10 de agosto, disponible en: <https://www.theatlantic.com/technology/archive/2018/08/the-messy-democratizing-beauty-of-the-internet/567194/> [consulta: 8/12/2021].