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La demagogia del clic y la aristocracia de la primera plana

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En las épocas doradas a las que los lamentos de los periodistas suelen aludir, la comunicación era un privilegio de un emisor que tenía responsabilidades en consecuencia. Ese esquema emisor-receptor fue muy popular en los manuales del pasado que diagramaban una flecha de ida de manera unidireccional, portadora del mensaje hacia una audiencia masiva. Si devolvía alguna respuesta, era designada con términos ingenieriles tales como “retroalimentación”. Pero retroalimentación no es conversación. Receptor no es interlocutor. Las metáforas de los circuitos eléctricos delatan la perspectiva mecanicista con la que se enfocó la comunicación humana. Entre ellas, la metáfora del “receptor”, que remite al recipiente que porta un contenido, es una imagen implacable de la deshumanización de la comunicación.

Hacia finales del siglo pasado, la aparición de los blogueros como incipientes competidores en la producción de contenidos y la expansión de la web y de las plataformas cambiaron el contexto sin que los medios abandonaran su posición centralizada. Antes bien, se defendieron haciendo más de lo mismo, sobrestimando el valor del periodismo industrial y subestimando el potencial de actores alternativos, con menos experiencia pero con más capacidad de escucha de las audiencias y de generación de alianzas genuinas con los usuarios. Esos medios que llevaban más de un siglo sin competencia y con ventajas que les permitieron consolidar una posición dominante, reaccionaron con arrogancia. Incluso hay académicos que, sin datos actualizados que los avalen, siguen enseñando en las aulas constructos teóricos que atribuyen a los medios de comunicación un lugar hegemónico en la vida social y una inflada capacidad de incidir en las decisiones políticas. El periodismo asumió con certeza que marcaba la agenda social, y perdió la perspectiva de que eso puede ser parcialmente cierto en algunas circunstancias y para determinados grupos, pero no es la regla general. Antes bien, la propia crisis de los medios es elocuente respecto de su pérdida de centralidad.

Basta recorrer el listado de las búsquedas que año a año compila Google en su sitio de Tendencias para constatar que, salvo contadas excepciones, el interés de los usuarios del buscador no coincide casi en nada con la agenda de los medios, ni estos responden las preguntas más repetidas en el buscador. Ni siquiera ocurre con sus recomendaciones, porque las películas, series o artistas más buscados suelen ser los vilipendiados por la prensa, como ocurrió en 2017 con la canción “Despacito”, o en 2018 con la serie La casa de papel. Lo mismo pasa con los asuntos ignorados por la prensa, como el mundial de críquet en 2019, y con los políticos: en 2016, Donald Trump estuvo en el tope de las búsquedas, muy por encima de Hillary Clinton, al igual que ocurrió con Jair Bolsonaro frente a Fernando Haddad en Brasil durante 2018. Trump y Bolsonaro fueron ridiculizados por la prensa y subestimados en las encuestas a lo largo de la campaña, pero el interés en las búsquedas de la web era inversamente proporcional a las expectativas de periodistas y consultores. Es que podemos disimular la preferencia ante un periodista o un encuestador que llama indiscretamente en horas que corresponden a la intimidad, pero no le mentimos al buscador cuando tipeamos apuradamente la duda que queremos consultar, aunque sea políticamente incorrecta. No es extraño que el resultado final se acercara más al mapa de intereses que anunciaba Internet que a los pronósticos de los especialistas. La web se ha vuelto un refugio para los pensamientos por fuera de la corrección política: siempre encontraremos un grupo, una burbuja de afinidad para confirmar las certezas.

En las elecciones de Estados Unidos en 2016 y de Brasil en 2018, la prensa de referencia apoyó a los candidatos que no lograron imponerse, a la vez que denostó a los que salieron electos. La mayoría de la ciudadanía no se sintió representada por ese enfoque y buscó su camino de información en las redes sociales. La pregunta más buscada en 2018 en Brasil fue: “¿Qué es fascismo?”. (5) El concepto era la acusación que se le hizo a Bolsonaro en la campaña. Los resultados electorales parecen indicar que, lejos de quedarse con esa calificación, y sin importar que la dijeran el líder opositor, artistas populares o académicos de referencia, la ciudadanía tomaba la idea para contrastar la validez del adjetivo y poner en cuestión la versión periodística. A falta de análisis profundos por parte de los medios, recurría a Wikipedia al desconfiar de la versión elegida por el partido en el poder y por la prensa. Y revisaba algunos de los innumerables videos, tuits, comentarios, fotos de personas que estaban dispuestas a dar su versión del asunto.

Con el mismo énfasis con que descalificaron la decisión popular en muchas elecciones y plebiscitos, los periodistas desprecian el clic en los otros tanto como lo desean para sí mismos. A pesar de defender la democracia y el valor de la opinión ciudadana, en la noticia más leída hablan de tiranía y consideran un delirio dedicarse a tratar lo que los públicos demandan. Para una profesión que entiende que su deber es ir por delante, responder a las necesidades de información es visto como una claudicación ante el humor cambiante de la opinión pública, así como caer en el marketing de clics, que venden páginas vistas a los anunciantes. Pero entre la demagogia de dar a la audiencia lo que pide, cosa que existió siempre en los medios, y la aristocracia que define la primera plana en función de lo que las elites consideran importante, está la sociedad tratando de dilucidar, con la información disponible, lo que le conviene.

A pesar de que nunca fue tan fácil encontrar pistas para entender los intereses de la sociedad, en el discurso de algunos periodistas está presente la idea de que las masas son irracionales y manipulables. “Antes de Trump, el Brexit: cómo Cambridge Analytica logró sacar a Reino Unido de la UE”; “Datos de Facebook podrían haber sido utilizados para influir en la victoria del ‘brexit’”; “Una investigación apunta a una gran trama de propaganda ilegal a favor de Bolsonaro por WhatsApp” son algunos de los titulares de diarios de primer nivel de diversos países. La modalización presente en ellos relativiza la afirmación y delata la debilidad de evidencias de esas notas, a la vez que ratifica una concepción de votantes manipulables y sin decisión propia en la mayoría de los medios globales. Por empezar, se da por sentado que sin esos mensajes en redes los resultados eleccionarios podrían haber sido otros. Pero lo curioso es que ese poder manipulatorio que se atribuye a las campañas políticas no tiene evidencias de uso en rubros más prosaicos. No he encontrado denuncias periodísticas similares hechas al poder de los avisos digitales para vender tratamientos capilares o alimentos con propiedades milagrosas para bajar el colesterol, que suelen ser los avisos habituales que se encuentran todo el año en las páginas de esos mismos periódicos de los titulares. Más raro aun es que ningún medio haya usado esa potestad de la publicidad y de las redes de influir sobre los ciudadanos para vender suscripciones. Por lo menos no se conocen resultados semejantes de esos avisos publicitarios de autoelogio que irrumpen en la mitad de un artículo o como una ventana que impide leerlo, esos que limosnean un clic del lector como contribución para que el medio pueda seguir funcionando. Todavía no aparecieron artículos científicos que expliquen por qué no funciona la publicidad digital para vender una suscripción y en cambio sí funcionaría para imponer un candidato. Sin embargo, hay muchas publicaciones que demuestran de manera empírica que la publicidad política no funciona como pregonan esas noticias, y que la desinformación no tiene el lugar principal en los consumos informativos que le asignan los periodistas. En suma, los medios parecen creer que el público lee cualquier porquería en lugar de leerlos a ellos.

Lo que en los setenta era el fantasma manipulador de la televisión hoy es la amenaza de la desinformación, siempre implícito el sojuzgamiento de la sociedad por la ilusión. En muchas escuelas de comunicación siguen presentes las teorías que hablan de las masas alienadas por las industrias culturales, guiadas solo por la codicia del lucro y el control. En ninguna se enseña el arte de la escucha y la conversación como herramienta de la que ningún periodista pueda prescindir. De hecho, los periodistas conocen poco y nada de sus audiencias, aunque es común que las mencionen como gente que no entiende nada, o insolentes que solo saben criticar por las redes.

Posiblemente, la impronta teórica de la enseñanza de comunicación en Iberoamérica, con foco en la teoría crítica y muy alejada de los estudios con base empírica, haya cristalizado en esta idea de las masas obnubiladas, incapaces de cliquear lo que les conviene. Persiste la idea de hegemonía que se desarrolló cuando la oferta de contenidos era limitada y dependía de las alternativas que ofrecían los diales de la radio y los canales de televisión. No es menor el hecho de que entre los autores más citados en los estudios de periodismo en Latinoamérica entre 1960 y 2007 estén Max Weber (que pensó el periodismo de inicios del siglo XX) y Pierre Bourdieu (que nunca investigó el periodismo pero es profusamente citado para explicar la profesión a partir de un ensayo donde relata su incomodidad en un plató de televisión) (Mellado, 2012).

El periodismo fue subsidiario de la comunicación de masas, y empieza su crisis de identidad cuando entra en crisis el modelo masivo. Las amenazas de estos tiempos están muy lejos de aquellas que advirtieron los filósofos de tiempos anteriores al surgimiento de Internet. Si en el siglo XX el temor de los teóricos era el potencial homogeneizador de unos pocos medios sobre masas indiscriminadas, en el siglo XXI el cuco es la fragmentación de versiones de la realidad que se traduce en la aparición de grupos o personalidades por fuera de los estándares establecidos.

Se pasó del riesgo de la alienación de las masas al de militancia radicalizada de grupos intensos. Años antes del cambio de siglo, Nicholas Negroponte, el que había sido el gurú de la primera ola digital, ya advertía sobre la tendencia del “daily me”, es decir, el diario a medida. Ya prefiguraba un escenario donde no habría riesgo de una manipulación única, sino que el peligro sería la relativización extrema que por estos tiempos dio en llamarse “posverdad”. La mayor parte de la academia insiste en que entre los medios y la sociedad solo puede haber relaciones peligrosas.

Las metáforas del periodismo

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