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ОглавлениеRoser Bru
Una luz distinta
Cada exposición de Roser Bru es una invitación distinta para el espectador. Hoy pone aquí, una vez más, rostros y miradas, frutos, figuras; pero en unos coloridos de ocres y tierras del Mediterráneo, en un resplandor de luz nueva que sorprende por su felicidad hasta a quienes hemos seguido hace ya tiempo su pintura (es decir, esa meditación suya, pincel en mano).
El pincel está brevemente retratado también en esta exposición, como al pasar, como en una clave discreta. Roser ha pintado muchas manos de escritores, con su lápiz, y esta mano que sostiene el pincel lleva como ellas gestos de urgencia, de fuerza, de deseo, de necesidad. Un pincel que junta el gesto de la mano a la mirada del ojo, en una sola actividad que es a la vez hacer (poiesis) y mirar (theoria). Heródoto definía la theoria como un “viajar para ver el mundo”1 ; leído desde ahora, libra así la palabra de las connotaciones de pesantez que se le fueron agregando a lo largo de los siglos. Sólo a veces se logra recuperar la transparencia, la luz que tenían esas palabras al utilizarse por primera vez, en los comienzos de la cultura del Mediterráneo, irradiando hacia nosotros todavía.
Viajar para ver el mundo, “en orden tuyo y nuevo”2. Suya y nueva, así es esta exposición en que los temas permanentes se reencuentran bajo una luz distinta (tratándose de pintura, esta frase hecha se vuelve literal). Habíamos visto antes someter a esta meditación visual el retrato pompeyano llamado del panadero y su mujer, leit-motiv de varias pinturas expuestas: hemos pensado antes en estos retratos del mediterráneo romano, cuyas técnicas recuerdan los de las pinturas funerarias egipcias de Al Fayyum (“portraits de momie”, de la época ptolomeica). En ambas, aparte de las semejanzas formales, se encuentra la aparición de individualidades no ya de personajes heroicos o históricos, sino de los dedicados a oficios cotidianos: en ambas, la supervivencia de rostros alguna vez reales, de miradas que efectivamente existieron y quisieron perpetuarse en la pintura, ponerse en parte a salvo de su propia fragilidad, de su mortalidad, de su fugacidad. La pintora reanuda hoy su juego meditativo con estos rostros, pero ha viajado para ver el mundo, y ha vuelto con otros rasgos en sus imágenes, con otra luz en la mirada, y en la paleta colores distintos.
El juego meditativo del pincel, entonces, adquiere connotaciones nuevas. El ocre, el amarillo —antes, apareciendo en los zapallos, las pirámides de harina, las mesas cotidianas— había marcado ya su diferencia ante los azules, los rojos sangre, los negros de períodos anteriores. Hoy, la muerte, el punto más bajo de la caída, está presente como una señal, una sola vez, y fuera de cuadro literalmente; el negro queda bajo la línea del cuadro, en un espacio desprendido, culminando con fuerza el movimiento de caída que en esa pintura se asocia a figuras que yacen, en las posiciones de los conocidos “durmientes” de Roser. Caída / movimiento que vemos también en varias de las naturalezas muertas de esta exposición: contrastan con otras en que los frutos se distribuyen en un espacio armónico, como intemporal, a salvo de las fuerzas descendentes de la muerte. El juego meditativo del pincel se ha encontrado con temas eternos en el arte, los amores y las muertes de las personas, las temporalidades y las permanencias de las materias. La luz nueva que los baña, decíamos, señala un momento también nuevo de esta reflexión.
Cómo poner en palabras lo que en las pinturas se percibe con una delicadeza de ráfaga: la luz nueva viene de muy atrás, de la luz originaria del arte que conocemos, irradia desde el rojo pompeyano y el ocre de la cuenca del Mediterráneo. La luz que bañó la remota cesta de higos que se renueva hoy, casi idéntica. La presencia simultánea de los frutos de entonces y los frutos de hoy, en el rojo actual y en su negativo en friso: otros y los mismos. Las miradas del panadero y su mujer, que ante tantas caídas sujetan sus rostros, ella con el lápiz en el mentón, pensando. Las miradas de la pintora, que los atraen, los alejan, los unen, los separan: son los gestos de los otros de entonces, son también los gestos que hoy se repiten entre nosotros y a través de nosotros. “Sólo lo fugitivo permanece y dura”, escribió Quevedo3. Sólo lo efímero que los consumió y nos consume, eso es, paradojalmente, lo que permanece. No hay en esta exposición, diría, naturalezas muertas. Son redivivas, como los gestos eternos de la cotidianeidad.
La luz nueva en la pintura de Roser ha dejado atrás —tal vez por un momento— su largo trabajo con colores y retratos funerarios, con el recuerdo y el rescate de lo que se ha ido para siempre. Las imágenes aquí expuestas contienen las asimetrías y las caídas del trastorno y de la muerte: las contienen, casi en sentido psicoanalítico, las incluyen, las abrazan, las trabajan. Pero al mismo tiempo, el horizonte imaginario las abarca en un campo de luz y de color que las aparta de la muerte definitiva, ubicada en el tiempo. Las incluye en una forma de felicidad, la del eterno renacer de los gestos y los cuerpos humanos, de los frutos, a la vez caducos e intemporales, de la tierra, cuyos colores cálidos y luminosos dan el tono de esta exposición.
Catálogo exposición La infinita vida, Galería Tomás Andreu, Santiago de Chile, l994.
1 Liddell and Scott, An Intermediate Greek-English Lexicon, London, Clarendon Press, 1889.
2 Antonio Machado. El poema dice también: “Y ha de morir contigo el mundo mago / el viejo mundo en orden tuyo y nuevo / Los yunques y crisoles de tu alma / trabajan para el polvo y para el viento”. La cita es parcial.
3 Ese mismo soneto de Quevedo también dice: “Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino! y en Roma misma a Roma no la hallas (...)”.