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Ximena Zomosa

De inquietud y seducciones (Diario íntimo)

25 de enero 2003

Qué pasa si en lugar de escribir un texto sobre la obra de Ximena Zomosa voy pensando en ella día a día, como en un diario1. Qué pasa si someto esta reflexión a las viscisitudes del tiempo, y del ánimo, de modo que ninguna observación sea la definitiva. Total, ella llamó Cotidiana su exposición de 1997-1998, y Daily Pieces los que expuso en Nueva York.

Qué pasa si lo voy haciendo dentro del plazo que tengo para este texto de catálogo, unos pocos días, conversando sola con esta obra que conozco sobre todo por fotos. Y con un proyecto que me tengo que imaginar (otra vez, hacer un poco de arte-ficción). Se llama Colección de la artista, que se mostrará en cuarenta días más en la Galería Gabriela Mistral. Allí la artista presentará dos modulaciones distintas de su obra, una en cada sala de la Galería.

26 de enero 2003

Dos de mis tres hijas nacieron en un 25 de enero, en distintos años. Es una “generosa contribución del azar” haber iniciado en esa fecha este diario, para hablar de una artista que, en 1993, titulaba entre paréntesis su exposición: La dulce trampa. El texto que la acompañaba, “Quién está mordisqueando mi casita”, aludía al cuento de Hansel y Gretel, y al simbolismo de la casita de dulce que ellos devoraban “feliz y despreocupadamente”: la casita de dulce era el cuerpo de la madre, ofrecido como alimento. El texto era de Bruno Bettelheim.

Mi casita. De dulce, como los marcos. O de pelo, como el que habrá en la segunda sala. En el trabajo de Ximena Zomosa reverberan unas en otras las posibles connotaciones de la casa. La casa cuerpo de madre. La casa hecha de la tela y de los botones de un vestido gigantesco, el vestido de la monstruosa madre enorme, visto por una niña pequeñísima. Unos vestidos que a cualquiera le “quedan como poncho”. Como la función materna, tal vez (hay que volver sobre eso). Los vestidos son de diversas muestras, desde 1997 en adelante.

27 de enero 2003

Casas paradójicas, las de la obra de Ximena Zomosa a lo largo del tiempo. Destruyen las oposiciones clásicas. El lugar dentro, el lugar fuera (1999), una casa esquemática, hecha de madera, clavos, pelo natural y artificial, bisagras. Hay también casas vistas desde afuera, imaginadas desde una niña, su hija, perdida en el bosque; que desde afuera dejan ver sus luces encendidas. (Luz en el bosque se llama su instalación en el Museo de Arte Contempráneo, en Valdivia, en 1999). Ningún lugar es el hogar, haciéndose eco de esa niña perdida, dice, pero también dice lo contrario: en la Bienal de Sydney (1998) el título de su obra era Every place becomes home... Y alguien con quien mantiene correspondencia pregunta, a su vez, ”¿qué tiene esta casa, y todas nuestras casas, que peligran tan cerca de un borde?”2.

Recuerdo una noción de “posición” dicha a propósito de Melanie Klein: “un lugar donde uno a veces está alojado”3. En el psicoanálisis kleiniano, las fantasías, presentes desde la temprana infancia, persisten como “posiciones” siempre presentes. Desde algunas de estas “posiciones” se hace el trabajo de esta obra; desde “posiciones” jamás seguras, pero tampoco jamás del todo perdidas.

28 de enero 2003

Día de silencio, a diferencia de los anteriores. Busco anotaciones sobre la estadounidense Anne Sexton y su libro de poemas Transformations, de los años sesenta. Recuerdo que se basaban en cuentos de hadas, de Grimm, y entre ellos los escogidos por su hija. En el libro están, por supuesto, transformados; en algo a veces irónico y a veces aterrador. A pesar de mi escasez de ocurrencias para hoy, relaciono este recuerdo con el trabajo de Ximena Zomosa, con “Hansel y Gretel” de 1993. La casita de chocolate; los marcos de dulce. La relación de las mujeres con los cuentos de hadas, en esa literatura, es por una parte transgresora pero por otra fascinadamente infantil: “sólo una niña así” —dice un poema de Margaret Atwood— “podría saber lo que te ha pasado a ti”. Y Sexton, hablando de las muñecas, las presenta de ojos abiertos, “para decir sí, mamá, buenos días, mamá”, y de ojos cerrados, “para soportar el embate del unicornio...”.

29 de enero 2003

Pienso, a propósito de la obra, en el pelo. Busco un texto de Borges que se llama “Las uñas”. Habla de lo que crece en el cuerpo, a pesar de uno; tan a pesar de uno que sigue creciendo cuando uno ya se ha muerto. Así seguirán creciendo ellas, las uñas: “ellas, y la barba en mi cara”, dice.

“El hilo propio, la hebra, el paso del tiempo”, escribió Ximena Zomosa.

30 de enero 2003

Un estudio sobre algunas artistas de los Estados Unidos4 me habla de cosas reconocibles: “morder, a la vez íntimo y destructivo, como que resume mi relación con la historia del arte” (Janine Antoni, a propósito de una obra de 1992). Pienso por supuesto en los marcos, comestibles. Los marcos como signo codificado de la presentación del arte en museos y galerías: los marcos tan trajinados en el arte del siglo pasado (hablo del siglo XX), destruidos de mil maneras. El gesto de Ximena Zomosa los trae de vuelta, pero para fantasear la mordida, un gesto no sólo destructivo, sino también —y sobre todo— íntimo: como el niño devora el cuerpo de la madre, la casita de dulce, ¿se jugará aquí con morder, con hacer comestible la historia del arte?

31 de enero 2003

Me preocupan los barquinazos de este texto. Como su deriva hacia hablar en exceso de las mujeres, que no es la única clave de la obra en que estoy pensando.


Ximena Zomosa, “Sin descanso” (detalle), instalación compuesta por pelos y alfileres. Galería Gabriela Mistral, “Colección de la artista”, 2003.

Un correo electrónico de un amigo viene, sin saberlo, en mi ayuda. Glosando a Denis Hollier, opone el edificio al laberinto. Tal vez estoy escribiendo como en el laberinto, y paso por lugares que parecen ser el mismo. O tal vez estoy trazando una espiral —eso quisiera— y cada vez que paso por un punto semejante estoy yendo un poco más allá. Ojalá.

1 de febrero 2003

En la mañana temprano, al amanecer, pienso en el hilo (de Ariadna) que lo lleva a uno por el laberinto. Pienso en el pelo, transformado por Ximena Zomosa en un hilo, y en un trazo, y en una figura. El ovillo que se forma más lentamente que cualquier otro ovillo: que tiene que venir del propio cuerpo; el único hilo que se encuentra, el más primitivo de todos.

Anoté en un papelito, esta mañana: tener el pelo por hilo/ no saber qué figuras hará el pelo/ (pero saber que sí hace figuras). “Racimos de mi propio hilo”, ha escrito la artista.

2 de febrero 2003

Otra vez despierto pensando en los marcos de dulce. Una seducción infantil, declarada, completa. Pero, siempre, en el centro una referencia a la catástrofe y al miedo. Una seducción angustiada. Como si —a la manera del poema de Margaret Atwood— sólo en la infancia se pudiera encontrar una angustia tan enorme; sólo la de los cuentos infantiles mezclados con las pesadillas de los niños, cuando de noche despiertan gritando, asustados e inconsolables.

Un cuento infantil para grandes, como Alicia en el país de las maravillas, se confunde con los cuentos de terror. Una de las características de ese terror es el cambio de escala. En la obra anterior de Ximena Zomosa, los enormes vestidos reducen al espectador a escala menor que la de un niño: lo instalan de esa manera en la posibilidad del más desenfrenado terror. Lo sacan del plano adulto desde donde acostumbra mirar.

(Recuerdo de una canción en portugués, que traduzco a medias y mal: “De puerto seguro, de lugar común/ voce navegando/ a lugar nenhum”).

En esta secuencia entiendo la referencia a lo “unheimlich”, de Freud5, “lo siniestro”, “the uncanny”, “l’inquietante étrangeté”: aquello que parece lo más familiar , lo más hogareño, lo más casero, transformado de pronto en un escenario de la aparición de lo más amenazante. La madre transformada en bruja: la agresión de la madre, la angustia de la madre, la locura de la madre, siempre latentes, que surgen de pronto para volverla irreconocible.

En la muestra Cotidiana (1998), la artista enmarca también la vida de “una mujer normal” en un relato del desquicio: jugar con los marcos, salirse de quicio, desquiciarse. Enloquecer. Vuelvo a recordar a Sexton, con Sylvia Plath los íconos norteamericanos de una femineidad recubierta (de chocolate y de dulce, pienso en esta exposición) con un centro de insuperable angustia suicida. En los años en que vivieron, los cincuenta, los sesenta, ni el arte les sirvió. La psiquiatría, tampoco. Ni siquiera el amor que tenían por sus hijos pequeños.

Está terminando el plazo, y ahora se trata entonces de pensar estas impresiones y estas asociaciones; de salir con ellas a buscar una forma de referirse a la obra que sea más intercambiable, y citable, y utilitaria. Son tres los caminos que veo. (“Por ellos va mi corazón a pie”, dice un verso de Vallejo). Los primeros dos son genealógicos. Comienzo por el más lejano.

3 de febrero 2002

Hay sin duda en el arte internacional reciente una fuerte presencia de mujeres, y también sin duda una presencia de temáticas que están en la obra de Ximena Zomosa. En la imposibilidad de hacer un recuento, menciono sólo dos que aparecen en la última Documenta: la de Louise Bourgeois y la de Mona Hatoum, mujeres de distinta generación.

“El ámbito de la fantasía infantil como espacio en el cual indagar en la agresión en un contexto feminista ha sido más plenamente articulado en la obra de Louise Bourgeois”, dice Mignon Dixon, “y las prácticas que aquí he analizado deben leerse en relación con ese corpus de obra y con el retraso de su recepción”. Esas palabras sirven muy bien a este texto: se las incrusto, como si estuvieran escritas para él. Las prácticas a las que se refiere son otras, Rona Pondick es, entre los que cita, el nombre que más conozco. Tienen más que ver con la fantasía agresiva infantil desde el sujeto propiamente infantil: con la mirada fragmentada y angustiosa del niño frente al cuerpo de la madre. Aparecen, por lo tanto, como vinculadas temáticamente, pero por cierto distintas a las fantasías que se exploran en la obra de Zomosa: estas últimas interesan particularmente por indagar en las fantasías de la madre misma, esa madre que se reconoce en los miedos y emociones de la niña —y se encuentra de pronto en una u otra de las “posiciones” de Melanie Klein, de pronto enorme y de pronto pequeñísima, como la Alicia de Lewis Carroll, siempre en el borde del terror, pero también siempre en el borde de un desatado juego. Desbordada, excedida —con un traje que le queda como poncho, dando lo que por cierto no tiene, la seguridad— pero al mismo tiempo lúdica, esta madre ciertamente complejiza la posición del sujeto mujer. (La liberadora contribución de Louise Bourgeois fue funcionar como una “madre mala, una madre que se ríe” para la siguiente generación de artistas, Dixon dixit).

En Documenta 11, Mona Hatoum presentó una instalación de tema doméstico: un espacio esquemático, como el de los dibujos de pelo en la muestra Cotidiana, de Zomosa, hecho de alambres y fierros. De nuevo surge la palabra “inquietante” en relación con el “intérieur” de una casa: los objetos domésticos de Hatoum estaban electrificados, y extraños resplandores de cortocircuito iban apareciendo sin patrón aparente en los diversos artefactos de uso diario, cada uno una posible trampa, cada uno un relumbre ominoso. Fantasías infantiles, fantasías adultas intercambiables en el espacio interior —ese que no se sabe si está “dentro” o “fuera”—, eso que en las apariencias de lo más acostumbrado y acogedor —heimlich— hace surgir lo más aterrador —unheimlich; en ese sentido, también, vinculando estas obras contemporáneas a las que veremos en esta exposición.

Un segundo camino es el de vincular la obra de Zomosa con otras, producidas en Chile. Al escribir sobre casitas (las de dulce, las de pelo, las de afuera y adentro, los desplazamientos de una casa que puede estar en cualquier parte y tal vez no está en ninguna), me pareció posible imaginar que algo del trabajo de ella viene de las casitas de Dittborn, las casitas de dibujo infantil que se trasladan por todo el mundo en las Pinturas Aeropostales de él, como signo, en el viaje, de que “ningún lugar es el hogar”, y que “cualquier lugar llega a ser el hogar”, en las palabras de Zomosa referidas a su propio trabajo. Las de Dittborn están encerradas por un borde, el de los pliegues de esas pinturas que se doblan, y dentro del complejo sistema de referencia de sus imágenes son una cita portátil de las fantasías del hogar, tema que se desarrollaría de múltiples maneras diferentes en los trabajos de Zomosa.

(En su texto “Cinco segundos en el Museo Zomosa”, de 1994 —de los tiempos en que Ximena Zomosa fue su ayudante en talleres de la Universidad Católica— Dittborn escribe como si estuviera viendo hoy la primera sala de Colección de la artista: “los movimientos del corazón al salirse de sí mismo. Y descuadrarse. Estas palabras bellas son el pobre bordado del delirio...”. Hoy las palabras están enmarcadas en la seducción del dulce, y son “miedo/ duda/ silencio/ vértigo/ miseria”: la angustiada y angustiosa seducción de Ximena Zomosa).

Parece extraño decirlo de las obras de dos artistas tan diferentes, pero en ciertos rasgos del trabajo de Zomosa Dittborn aparece como precursor, de una manera curiosa, tal vez juguetona por ambas partes. Como si Ximena Zomosa, a su lúdica manera, la manera de Alicia en el país de las maravillas, se hubiera caído dentro de alguno de los cuadriculados de una pintura aeropostal, y estuviera explorando, durante un tiempo, su mundo de fantasías en el desdoblarse de las esquemáticas casitas que aparecen al desplegar esas pinturas en cualquier lugar del mundo. Y se hubiera quedado pensando también en las puntadas gruesas, en las manualidades primitivas que luego resurgirían en su trabajo con el pelo: en esa especie de exigencia de trabajar en el borde de lo mínimo, en la escasez como contraste con la irónica profusión y engañosa seducción del dulce.

Más que buscarle maestros, sin embargo, es necesario destacar la fuerte interacción de la obra de esta artista con la de otras de su generación, quienes decidieron “no dar a otros el poder del discurso sobre nuestros trabajos”: Mónica Bengoa, Paz Carvajal, Claudia Missana, Alejandra Munizaga y la misma Ximena Zomosa. El intercambio entre ellas para los fines del catálogo de una muestra colectiva6 tiene puntos luminosos en relación con la obra de Zomosa: las maternidades, el hogar como lugar de peligro (“transparencia visual y peligro táctil”, dice Munizaga), el humor, la seducción, la fragilidad, el pelo, las marcas... Sin extenderme en otros rasgos, yo quisiera subrayar aquí un cierto elemento de desafío que caracteriza este grupo: su voluntad de mirar al sesgo, irónicamente, los relatos “de filiación” de la plástica chilena, que suelen olvidar las historias de las mujeres para concentrarse en rivalidades “geopolíticas”, en territorialidades, sucesiones y fijación de fronteras7. Me hacen recordar una frase acerca de la ironía de las mujeres, la risa de las mujeres: la mujer, “enemiga interna de la comunidad” (léase la comunidad racional, establecida por sobre las reglas de la familia), siempre puede largarse a reír8

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