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Enrique Matthey

(Bits and Pieces)

Escribo esto para un catálogo acerca de Cámara para la resistencia de materiales, de Enrique Matthey, obra expuesta en noviembre y diciembre de 2002 en la Sala Matta, del Museo Nacional de Bellas Artes. Será uno de varios textos del catálogo.

Pienso, entonces, en dar con algo que pueda servir para poner en movimiento una conversación acerca de la obra. Con los otros textos, por supuesto, con el artista tal vez, también —con el público, ojalá, y con la memoria de la obra, más adelante. Me explico: escribo en una especie de espacio abierto provocado por este artefacto burlón, la obra. Esta es capaz de atraer asociaciones diversas, de tener distintas lecturas desde varios puntos de vista. Presento aquí fragmentos de varias lecturas posibles, como instancias de una conversación que quizás dónde podrá llevarse a cabo... y quizás cuándo, y tal vez nunca. (Me gusta pensar en que las obras crean un espacio y un tiempo imposibles, donde se encuentran las sombras de sus propios fantasmas con los fantasmas de los demás). Pienso en una obra como un artefacto que tiene la capacidad de producir estos encuentros. Cuando se escribe sobre ellos, puede haber discursos, o sólo fragmentos más o menos hilados, como los que siguen.


I

Vanitas. El reloj aquí es digital, no analógico, pero el transcurso del tiempo está señalado retóricamente desde fuera de la cámara. Los elementos del tópico pictórico de las vanidades, de la ilusión y el desengaño, incluyen el brillo engañoso, el reflejo (pienso en el raso dorado), el lujo (la piel sintética de jaguar), la belleza o la fuerza física (pienso en las pinturas) —atravesado todo por un tiempo implacable, por el trabajo del tiempo y de la muerte. Como decía Sor Juana Inés de la Cruz, en un soneto a una rosa: “viviendo engañas y muriendo enseñas”. Un ángulo de visión de esta obra la ve emparentada con el tópico barroco de las vanidades, y a través de él con la muerte, que desenmascara sus diversos patetismos. El reloj digital resulta más implacable que los relojes pintados en tantos cuadros antiguos: estos tienen un tiempo que no avanza. El reloj digital hace avanzar el tiempo del espectador: le dice que está jugando los descuentos. Está ahí, antes de entrar en la cámara, que tiene mucho de cámara mortuoria.

II

Cámara. Se entra a ella por pasillos estrechos, se crea la sensación de estar entrando en una tumba, lugar encerrado, prohibido, ajeno; se crea la sensación de estar invadiendo una curiosa intimidad. Es curiosa porque las asociaciones de ideas van desde el antiguo Egipto, pasando por el gigantesco capitel corintio de madera, hasta el mercado persa de Santiago. Espacio de degradación y mezcolanza de tiempos, de escalas, de materiales. Espacio de una memoria desjerarquizada y desjerarquizante, sujeta al azar, que hace sus construcciones (patéticas, iba a decir otra vez) a partir de desechos, monumentales unos, minúsculos los otros, contaminados todos por la evidencia de lo falso, por una apariencia hecha para ser desenmascarada. Cámara/ máscara, se me ocurre, es casi la misma palabra, en esta instalación.

III

Colecciones. Las frases famosas y los objetos encontrados. Las colecciones son forma privilegiada de la melancolía contemporánea. Están avaladas por nuestro santo patrono Walter Benjamin, por cierto: “sólo en la muerte se entiende al verdadero coleccionista”, dijo. (No podía saber qué aura de martirio tendría años después una frase semejante). Dijo también otra cosa, que resuena extrañamente si la pensamos desde dentro de la cámara: “construimos aquí un reloj despertador para el kitsch del siglo pasado...”. Él se refería al diecinueve, y a su trabajo inconcluso sobre los pasajes de París. Pensémosla acerca del veinte, ya pasado también, y de esta instalación, tal vez “reloj despertador” para nuestro propio kitsch. Ahí, riéndose, entonces, la piel de jaguar sintética, el brillo del raso de poliester, la alfombra que remite al más convencional de los intérieurs. Me gustaría pensar que esa risa (zumbona, recuerdo el sonido de las moscas) no se dirige sólo a ese kitsch evocado, ese pseudolujo pseudoburgués. Tal vez se extienda hacia otro kitsch, menos percibido como tal, más difícil de atraer a la conciencia (no el que podemos remitir al pasado, sino aquél en que muchos estamos sumidos, en el intérieur) el espacio doméstico, cerrado sobre sí mismo —de las propias artes visuales...


IV

Esta ironía acerca del intérieur, el espacio doméstico, el refugio del espíritu de las artes visuales, su nueva forma de kitsch, no viene sólo de mis afanes metafóricos propios o de los sugeridos por la instalación de Enrique Matthey. Los del oficio recordamos los dichos de Jameson: vivimos hoy en “una nueva vida de la sensación postmoderna”, en la que el “sistema perceptual del capitalismo tardío” experimenta como “estético” todo un conjunto de imágenes que provienen de la publicidad, de los medios de comunicación, del ciberespacio, de lo que sea: lo que se produce como “arte” queda reducido a un “trabajo de cámara”, cerrado sobre sí mismo para protegerse del avance inexorable de las imágenes que permean todo el espacio social. Se me ocurre que el título de la instalación, Cámara para la resistencia de materiales podría leerse también desde eso. Las artes visuales como resistencia, porfiándole, tal vez, a su propia obsolescencia.

V

Hubo un número reciente (100) de la revista neoyorquina October, que tuvo como leitmotiv la obsolescencia. Extraigo al sesgo algunas frases que sintonizan con lo que vengo diciendo. Lo primero, “la obsolescencia tiene aura”, dice la artista Tacita Dean; la frase remite a Benjamin otra vez, y a la ambigüedad de éste respecto de la tecnología: el avance de una “democratización” que incorpora una nostalgia culposa, y que da origen a una especie de “museo de la pérdida irreparable” (título de la obra de otra artista, Judith Barry, citada en la misma revista). Desde aquí, veo la instalación como una escenografía irónica: la de nuestros descompuestos amores con el arte. (Esto lo robo de un poema de Baudelaire, y no puedo resistirme a citar la estrofa, estirándola hasta darle al arte por destinataria: “Alors, o ma beauté, dites a la vermine/ Que vous mangera de baisers, / Que j’ai gardé la forme et l’essence divine/ de nos amours décomposés1).

VI

Dice la revista October, en el editorial de ese número, que en torno a la condición de obsolescencia no basta con una “especie de poética intemporal de lo desgraciado”: que esta condición “puede tener un papel decisivo en este momento histórico”. Ese papel es el de la resistencia, parece. Como si los objetos de desecho —los “objetos encontrados”, como los de la obra— sirvieran para indicar, contrario sensu, la tiranía devoradora de los imperativos funcionales contemporáneos, y el vértigo de la sustitución casi instantánea. La multiplicidad de estos objetos, su aleatoriedad, su ser bajo la especie del débris, podría ser vista como una metáfora de cuanto fue alguna vez nuevo —tan brevemente— y queda, pero sólo como resto.

Tal vez la “colección” de objetos encontrados pueda pensarse como una variante —en la época de la reproducción mecánica— del antiguo género pictórico de las vanidades. Ahí, en la colección, la caducidad alcanza a los objetos hechos en serie, creando una especie de nuevo pathos degradado: al paso inexorable y rápido del tiempo se le agrega el de la trivialidad infinitamente sustituible de la propia memoria.

VII

Una obra anterior de Enrique Matthey se llamó La muerte de Narciso. Pienso en eso en relación con la frase de Benjamin citada antes: “sólo en la muerte se entiende al verdadero coleccionista”. Quizás el sentido de ésta tenga algo que ver con lo que dice Borges en el conocido epílogo de El hacedor, cuando imagina “a un hombre que se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”. Pero, ¿qué imagen se traza cuando los que se encuentran, lo que se “coleccionan” son objetos cualesquiera, hechos en serie, y presentados con una solemnidad a todas luces sarcástica?


Tal vez sucede entonces algo que me viene a la memoria en relación con las “Fig.” de Marcel Broodthaers. Tal vez los objetos de estas colecciones están colocados a manera de ilustraciones, pero de ilustraciones de un relato inexistente e imposible. Y, estirando eso en relación con lo de la imagen de la cara, nos encontraríamos frente a un Narciso que se mira en el espejo para verlo “lleno por fin de su nada”, como dice un verso de Enrique Lihn. Nos encontraríamos, en esta instalación, con ecos de esa “Muerte de Narciso”.

VIII

El capitel corintio, que en obras anteriores de Matthey fue “emblema de la pérdida” (la frase es de Pablo Oyarzún) está aquí otra vez por los suelos. “Capitis diminutio, pienso: en derecho romano, algo así como la inhabilitación legal, la “pérdida de la capacidad civil” en diversos grados; figuradamente, la humillación, la pérdida del nombre y del prestigio. El capitel por los suelos me recuerda las fotografías de enormes cabezas de Stalin o de Lenin, arrastradas, tras la destrucción de sus monumentos.

“Capitel” viene de “caput”, cabeza. Digo esto por pensar, de nuevo, en la cara, en la nada que aparece en el espejo. Y me doy cuenta de que “capitis diminutio”, en su sentido figurado, es “to lose face”, la humillación que en algunas culturas lleva a la necesidad del suicidio como única forma de conservar la dignidad. Porque, si no, con qué cara se seguiría viviendo.

Me parece que estas disquisiciones sobre caras, cabezas, capiteles, en el contexto de la instalación que comento, pueden leerse — como los versos de Baudelaire— en tensa e irónica relación con el arte. Dice el historiador Eric Hobsbawm que las escuelas de vanguardia se dedican a partir de los años sesenta no ya a hacer la revolución artística, sino “a declarar la bancarrota del arte” (fuerte palabra esa, en una cultura tan mercantil). Dice además que “las artes visuales —más que cualquiera otra forma de las artes creativas— han adolecido de obsolescencia tecnológica”, y que su modo de producción “de obras únicas a partir del trabajo manual (...) es profundamente inadecuado en relación con (...) la economía de masas de este siglo”. Creo que estas frases duras podrían ser epígrafes de la instalación que comentamos.

Cámara de resistencia de materiales propone entonces, creo, un juego de modulaciones del duelo, de la obsolescencia y de la ironía. Lo hace desde una reflexión acerca del arte que ronda —en espiral, como lo hacía el barroco— en torno a un centro vacío. O “lleno por fin de su nada”: ese “por fin” señala una especie de curiosa descarga orgásmica, que me deja pensando.

Catálogo exposición Cámara para la resistencia de materiales, MNBA, Santiago de Chile, 2002.

1 Del poema “Une charogne”, en Les Fleurs du Mal. La traducción literal diría así: “Entonces, belleza mía, dile al gusano/ que habrá de comerte a besos/ que guardo la forma y esencia divina/ de nuestros amores descompuestos”.


Ximena Zomosa, “Vértigo”, 130 x 150 cm. Marco de madera, cobertura de chocolate, anilinas, paletas de dulce, tela de bolsillo bordada con hilo lúrex. Galería Gabriela Mistral, “Colección de la artista”, 2003.

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