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Prefacio

Memorias visuales es algo así como un libro de bitácora. De los que hacen los viajeros en barco (pobre barquilla mía, en palabras de Lope de Vega) para dar cuenta de los encuentros y sucesos de su navegación. Es teórico sólo si tomamos la palabra en su acepción etimológica estricta y simple, en la dupla theoria- poiesis: la primera mira lo que la segunda hace... Es principalmente algo así como el registro parcial de lo que he podido mirar en el arte chileno a lo largo de los últimos diez años. También un registro de mis comienzos, con cinco textos breves que no incluí en Composición de lugar (1996) por no cargar la balanza de ese libro hacia las artes visuales. Entre ellos, los primeros dan la impresión de ir en color sepia, tal vez por eso me interesan —por eso y por su tensión, reflejo de mi condición de advenediza, entonces, y de la dureza del campo en que me estaba metiendo, la plástica en esos años de dictadura.

¿Qué puede encontrar aquí un lector interesado en el arte actual de Chile? No son estos los escritos de un artista (según T.S. Eliot, los poetas no aprecian a otros poetas, si lo hicieran tendrían el mismo proyecto). No son tampoco los de un galerista, que busca sobre todo entusiasmar a un posible comprador con ánimo de armar una colección. No son tampoco como los de los curadores, que muchas veces arman una narrativa propia en la que las obras tienen apenas el papel de una ilustración. Se trata más bien de los escritos de una testigo, de alguien que ha ido siendo llamada (en general por los artistas mismos) a mirar obras, a lo largo del tiempo, y a emplear los medios que en cada caso tenía para escribir sobre ellas. Por eso me acomodó lo de “memorias”, en su sentido casi biográfico; registros de las obras, registros también de las formas de pensar posible, según el momento en que escribía y el instrumental disponible.

Una aproximación a lo que esta escritura es tendría que ver, tal vez, con el amargo y fascinante ejercicio de traducir. Esta vez no de un idioma a otro, sino de un trabajo de pensamiento que se hace con lo material y lo visible, a otro trabajo de pensamiento, hecho con palabras. Sabiendo siempre que con palabras no se puede realmente llegar a las obras, sabiendo que no se da nunca perfectamente en el blanco. En el mejor de los casos, se hace un gesto que de alguna manera corresponde a la obra. En el mejor de los casos, se logra abrir un buen espacio de conversación en torno a ella.

No soy ni la primera ni la última en sentir este ejercicio de la escritura sobre artes visuales como un viaje emprendido sin certezas, sin mapas. (Hay aquí algunos trabajos sobre las incertidumbres actuales de la crítica.) Siempre me ha interesado escribir sobre obras que exceden mis capacidades y mis parámetros de análisis, y que por lo tanto me exigen y me van formando. No era un recurso retórico el agradecer, en mi libro anterior, a los artistas sobre los que escribo. Al contrario, era entonces, y es ahora, un reconocimiento práctico.

Juntar estos escritos y leerlos todos juntos me ha traído algunas sorpresas. Creí escribir siempre sobre cosas particulares, ceñirme a una sola obra o a un tema muy determinado. A mis espaldas, el tiempo —el otro autor de este libro— estaba escribiendo otra cosa, algo así como un relato, una especie de novela con una acción centrada en Santiago, muchísimos personajes, tramas varias, preguntas, temas recurrentes. Se va configurando así una experiencia que no es sólo la mía ni la de los artistas sobre los que escribo, y que indica un clima intelectual y un modo de vivir los temas de nuestro tiempo. Quisiera pensar que este, junto con otros libros que existen y los que vendrán, podrá servir a los más jóvenes para asomarse a lo que ha sido, aquí, pensar las artes de los últimos años.

Adriana Valdés

Santiago, septiembre 2006

Memorias visuales

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