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Mario Soro, Paulina Aguilar

El “buen gusto” como represión

Harold Bloom propone, desde el título de uno de sus libros, Poetry as Repression, la idea de que todo poeta escribe desde la represión de sus precursores literarios. Represión doble para ambos lados: toda la poesía actúa corno un aparato represivo sobre la propia escritura; ésta es solo posible si el poeta reprime a su vez a esos precursores, busca una instancia propia que pasa por malentenderlos. La escritura como un acto de usurpación: esa sería la ley, y la historia de la escritura la sucesión de esos actos. En ese sentido toda la escritura existente, anterior, es vista como lo establecido, como las imposiciones y las amenazas de lo establecido, que podrían hacer imposible la instancia propia.

Hacer la analogía con el trabajo en lo visual, empezar así a mirar esta exposición. Mirarla y preguntarse ¿quiénes son aquí los presuntos reprimidos? ¿Contra quién este trabajo visual?

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Pensar entonces la represión, aquí, en esta sala de exposiciones ubicada en un mundo y en una situación de represión. Pensar primero en la represión que viene desde fuera de la galería —en lo preexistente como imagen de la vida social general, en el travestismo de lo sublime que conforma esa vida social, esa imaginería social: la presencia aquí de los monumentos triviales y retóricos, la degradación de ciertas imágenes religiosas, las imágenes del “amor” y de la “vida familiar” insertan, identifican el trabajo dentro de ese ámbito de represión social, se ríen furibundamente de un mundo enano y disfrazado de sublimidad, de la epopeya como género (“Wild West”). Si estas imágenes sociales, si este travestismo de lo sublime que es lo que conforma nuestra vida social es lo anterior que reprime, este trabajo visual lo toma y hace con él una acción. Ver la acción de devolver —de vomitar— ese mundo.

Pero verla también en relación con los medios con que lo hace: ver la represión no desde fuera de la galería de arte, sino desde dentro de la galería de arte, espacio de expectativas y conocimientos o ignorancias, espacio de precursores, espacio de imposiciones y de la amenaza de lo establecido. La ocupación de la galería como acto de usurpación, como una toma. Pensar cuáles son los “precursores” presentes aquí.

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Paréntesis chilensis. Estos términos epopéyicos de Bloom se están volviendo incómodos. La tentación de transformar esta epopeya en la Gatomaquia. La escala precisa estaría en algún punto intermedio que sintonizara con la áurea mediocritas —delachilenapinturahistoria. Uno tiene la fundada sospecha de que las epopeyas suceden en otra parte; que aquí las calcamos, nos disfrazamos con ellas. Pongámosle comillas a todo. No es ésta la polémica entre Kosuth y la transvanguardia.

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Aun así, un “precursor” de este trabajo es el trabajo del pintor. “La pintura me llena el corazón”. Aquí hay ultraje al trabajo del pintor: se vomita también ese trabajo. El lápiz arruga y mancha el papel. Se usan todos los colorinches que el “buen gusto” reprimiría (El “buen gusto” es también un “precursor” lejano: el “buen gusto” como represión). El objeto kitsch se refugia en una buena factura. Aquí se hacen —¿se remedan?— muchas facturas malas. La instancia del pintor, la instancia del buen gusto, la instancia del kitsch: todas ellas reprimidas en el planteamiento de esta otra instancia.

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Aquí, como se remedan las malas facturas, se remeda también (Soro) el mal dibujo, el dibujo de revistas femeninas de los años cincuenta, por ejemplo: un dibujo de líneas análogas al del modelaje del corsé o de los sostenes con barbas y rellenos duros. Las líneas del dibujo cliché aprisionan y delimitan, meten el cuerpo en un modelo de mierda. Le construcción de la femineidad como un modelo de mierda: trabajo del pintor como el de la costura casera —el tránsito de la mujer desde vestida a vestidora, la repetidora del modelo. Un remanente: el corazón como alfiletero. Y el andar de la máquina de coser, el tranca-tranca incesante del sexo, el motor del proceso de su propia represión. La represión soy yo, la matriz en una misma, en los trabajos de Paulina Aguilar: la matriz, doble valencia, la ambigüedad misma, la vida perforada para su propia e inútil repetición.

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El último gran “precursor” reprimido: la limpieza de factura, la limpieza conceptual. Entre heces y mugre nacemos, más o menos eso dice la frase de San Agustín.

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Negarse también a la asepsia de le presentación, al rigor —ver esa asepsia como un acto de salvación respecto de esas heces y esa mugre en la que realmente se nace.

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La línea del discurso se me inclina hacia la madre. Recordando a Soro: las revistas de las que salen esos dibujos, el passepartout “acretonado”, las estampas y las agujas, todo eso no es el “ahora”, es los años cincuenta o sesenta, los años en que se era niño —los adminículos y las creencias de la madre.

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En la otra sala, las matrices de Paulina Aguilar internalizan la madre; la miran con el horror de sentir perforado el propio cuerpo, de llevar la matriz adentro, el modelo adentro, de reproducirlo periódicamente, de ser esa repetición como la de los motivos del papel mural.

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Ambas —madre y matriz— se perforan y sangran. En el contexto de la repetición ridiculizada, sólo el dolor es real. El dolor de la sangre pintada con Bic rojo.

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La relación entre espacio público y espacio privado es puesta aquí también como tema. Esta vuelta al ámbito doméstico, señalada una y otra vez por los materiales, es una vuelta con saña. Nada de elaborarse ahí ni de celebrarse ahí: ya se dijo, es un vomitarse ahí. Pensar en el retiro obligado a lo privado por la veda de los espacios públicos. Pensar también en la continuidad entre la represión privada y la represión pública. En la posibilidad de que la represión sea la misma, con otros agentes: pensar que en nuestra vida privada somos represores y reprimidos. No dejar el conflicto puertas afuera, como si puertas adentro hubiera otra cosa.

Soro y los deseos cursis de la madre. Soro y el modelo de una femineidad de mierda. Entrañable (de entraña) pero por eso mismo de mierda. Mundo edípico: los submodelos de los años cincuenta. No los de ahora; los de la madre, los que se imprimieron en la infancia y se marcan en la frente como la herida purulenta de Santa Rita de Casia. El pus en nuestra idea de nosotros mismos. El modelo de femineidad como el pus.

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La pasión de la máquina Singer. Los símbolos cristianos a escala doméstica, contaminados. La inyección de esa simbología en el tejemaneje cotidiano. El ridículo martirio del papel femenino: las estaciones de esta crucificada (enagujada) puertas adentro.

Separata Nº 6, 1983.

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