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Carlos Leppe

El brillo (o “pinte como condenado a vivir”)

La inauguración de la muestra de Carlos Leppe, en la galería Tomás Andreu, tuvo un brillo rutilante, como el de su pequeña obra “El cumpleaños”. En ella, una fotografía nostálgica va al fondo del marco más excesivo que se pueda imaginar, todo hecho con los materiales de las fiestas infantiles y de las primeras, ingenuas fascinaciones de oropel. Tuvo además un grado de angustia no despreciable: “estamos todos ahí”, me decía una pintora, admirativamente, y por ahí mismo desfilaban en persona muchos parodiados por las obras (parodiados, no puedo resistir el chiste, odiados por sus pares, o por su par). Vi tropezar a una señora con la obra “Su primer juguete”, y a un joven crítico volver a ponerla en su lugar en el suelo, a merced del gentío. El brillo, la parodia, el juguete por el suelo. Y habría que agregar la belleza, cautiva como “la perla del mercader”, para empezar a referirse a la exposición irónicamente titulada Cegado por el oro.

Esta inauguración es uno de los acontecimientos del reintegro de Carlos Leppe, tras muchos años de ausencia, a las artes visuales. Hubo y habrá otros en toda la gama de los medios. Desde las revistas de decoración hasta las revistas para mujeres o para empresarios, desde artículos en las páginas de este diario y de otros, se produce una suerte de operación seductora a gran escala, en que se exceden los espacios de la galería para instalarse en otros espacios de la vida social. (Pienso en la “vida social” de los periódicos y en la “vida social” de los sociólogos, en una “intervención urbana” que ve la urbe en los medios de comunicación y no en las calles). El exitoso paso de Leppe por el mundo de la comunicación audiovisual y de la publicidad es un dato y una presencia en la muestra. De allí viene de vuelta; y, tal vez, de paso. Su trayectoria incluye obras muy distintas, performances e instalaciones, que en los años ochenta fueron “poderosamente brillantes” en el arte latinoamericano. Hoy se encuentra en una escena a la que no pertenece, en el sentido de que ya no está contenido sólo en ella, sino que la atraviesa como le da la real gana, o, como dice la dedicatoria también irónica, “bailando como los dioses”, mientras sus “enemigos” cumplen el papel asignado en su mito personal y “se retuercen”, atravesados por la ironía como un San Sebastián asaeteado y reducido a wallpaper design en otra obra. Es un retorno filudo como el vidrio roto que amenaza romper las virginidades de Santa Rosa de Lima, para comentar otra obra de tema religioso, donde la irreverencia sagaz y el contagio sentimental funcionan al mismo tiempo.

Funcionan al mismo tiempo. En los años setenta, recuerdo habérselo oído al mismo Leppe, las palabras “sentimental” y “reminiscente” eran una condena irremisible. En esta exposición, dada a todas las licencias, una de ellas es precisamente lo sentimental y reminiscente, con su culpable seducción. Hay algo aquí de gestos escondidos, de placeres prohibidos de infancia. Como si las prohibiciones se hubieran trasladado, y ya lo más vergonzoso no fuera lo pornográfico sino lo sentimental. Y, en el arte de esos años en adelante, lo sentimental es lo reminiscente. Y lo sentimental, por reminiscente, es también el oficio del pintor, la manualidad del artista. Sentimentalidad y oficio, esos dos grandes tabúes que se han ido configurando en los últimos treinta años del arte, o de la historia de las ideas sobre arte, son los placeres prohibidos que aquí se exhiben, configurando, en ese contexto, una obscenidad: una trasgresión a lo percibido como la ley que rigió la “Escena de Avanzada”. Como si se hubiera hecho público “un eterno toqueteo por debajo de la mesa” (Leppe) con la culpable y excluida pintura.


A mi madre muerta. A mi padre muerto, dice la dedicatoria de la exposición. Como todo en ella, tiene doble y triple fondo. No cabe detener el juego de los sentidos sólo en padre y madre biográficos, aunque por cierto se juega con ese sentimentalismo. Se trata de la muerte de la acogida, por una parte, y de la muerte de la ley, por otra, en el campo de las artes visuales (“El poder”, título de una obra, es la cabeza de un maniquí, de un monigote).

Sobre las tumbas de la madre y del padre se baila como los dioses. Hay una explosión de libertad en esta muestra. El hijo de la dedicatoria (el artista) se libera de the anxiety of influence, para usar un término de Harold Bloom. En vez de esconder angustiosamente las contaminaciones y los placeres, los exhibe de manera impúdica, juega con ellos, los hace anularse y parodiarse mutuamente en el terreno de la exposición. La muestra se ríe así de los cánones que han desfilado por la escena chilensis (y por otras escenas también). Se ríe de las pretensiones de los discursos que hablan de “legitimar” o de “validar” algunas manifestaciones y por extensión de “ilegitimar” o “invalidar” otras. Es la explosiva igualación entre hijos “legítimos” y “naturales”. Es un cuestionamiento que se hace a la posibilidad misma de legitimar. Es la acuciante pregunta del “desde dónde” validar algo; desde qué relato; de cuál es el relato que conserva ese poder. Es la sospecha de que arrogarse autoridad para validar (o invalidar) es, en los tiempos que corren, un acto de simulacro.

El pasado pictórico, en que hubo relatos capaces de validar determinadas posturas en el arte, se lee desde esta exposición como un débris, como un conjunto de restos y desperdicios, como un mercado persa en el que es posible hacer placenteros, turbadores y risibles hallazgos (El abigarramiento de la muestra —aparte de la obra Povera, An Unobjective Composition, apunta en esta dirección). Los gestos, la imaginería, los materiales que configuran las obras de los demás son objeto de ironías y de juegos crueles. Hace chistes con los recursos de los otros, los transforma en macabros juguetes con los que goza. Un espectador avisado podría recorrer la muestra como una historia personal de las artes visuales en Chile, y de los contagios que hicieron la formación del artista. Los elementos de las obras ajenas son trasmutados de dimensión, como en el caso de Naturaleza muerta o “mesa Morandi” y otros; son llevados a extremos de mil maneras. Hay obras que tienen un nombre implícito y otras que lo explicitan. Dejo planteada la curiosidad.

La parodia es la mímesis llevada al paroxismo. La parodia (pienso en Cabrera Infante, por ejemplo) significa haber entendido tan bien los procedimientos de alguien que se es capaz de repetirlos a la perfección y llevarlos un poco más allá de sí mismos. Esa repetición tiene algo de mortífero, en cuanto revela los procedimientos como una mecánica, los pone en evidencia como tics y produce la risa que rompe el encanto. Nada se libra de la parodia en esta muestra, ni los procedimientos de los demás ni los propios automatismos del sentimiento y del placer, tanto personales como del oficio del arte. La belleza, presente en muchas de las obras en diversas formas, lleva consigo el fantasma de su propia ridiculez. La emoción, que llega a sentirse, es sospechosa. Las experiencias seductoras se viven como placer y también como acechanza. El espectador se conmueve y se ríe de sí mismo por haberse conmovido, como si sus propios sentimientos fueran citas imposibles y desfasadas. En la sala, hay mucho brillo de oro; y nada de lo que brilla es oro. Cegado por el oro es el título de la exposición.

Hay obras —El poeta japonés Basho, la serie La Toscana- de dolorosa belleza. Es una belleza cautiva en el juego de simulacros y oropeles que el resto de la exposición ha puesto en evidencia. Es una belleza exhibida de la mano del “mercader”, aludiendo al carácter de producto transable de la obra en que está, a su capacidad engañosa de seducir al comprador en un juego del que el arte se hace cómplice. Quiero leer en esto una forma de lucidez, de irreverencia hacia las propias condiciones contemporáneas de exhibición y de circulación de las obras, tantas veces disimuladas o eludidas; quiero leer la construcción de una “hipertransabilidad”, una parodia también de lo mercantil, de la relación escamoteada entre el arte y el dinero, el arte y el poder, el arte y la fetichización. Como en otros temas, en este también la exposición es impúdica, y revela sin vergüenzas sus propios procedimientos.


Leyendo acerca del postmodernismo, me encontré con una noción útil para terminar de comentar esta muestra. Si —en términos de Baudrillard— hoy experimentamos signos y simulaciones, y las tomamos por “realidad”, el artista podría verse como alguien que trata esta superficie de signos y de simulaciones como una especie de naturaleza, a fin de jugar irónica y sagazmente con el poder de estos simulacros. Me parece una buena descripción de la actividad de Carlos Leppe en esta exposición. La “naturaleza” sobre la que este artista trabaja es en realidad el conjunto de signos y de simulaciones de nuestra propia cultura pictórica y visual. Al manejarla, al transformarla en juguete, utiliza la parodia como una forma a la vez hedonística y crítica. Con el placer reivindicado, con irreverencia e impudicia, con lúcida astucia, pasa por la escena nacional haciendo un gesto híbrido, impuro, que puede sentirse como provocador y liberador.

El Mercurio, 1998.

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