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ANTECEDENTES DEL SISTEMA FINANCIERO
ОглавлениеLos problemas derivados de las finanzas públicas, que hoy tienen una singular relevancia por la enormidad de las obligaciones externas y de la deuda cuasi fiscal del Banco Central, no es una cuestión de las últimas décadas, sino que arranca desde los inicios de nuestra independencia. La historia financiera de la Argentina no comenzó bien, ya que desde la fundación del Banco de Buenos Aires, también conocido como Banco de Descuentos en 1822, los aventureros y especuladores que operaban en la plaza de Buenos Aires, junto con ávidos comerciantes británicos, comenzaron a plantearse cuál sería la mejor forma de acrecentar sus patrimonios, utilizando a tales efectos las posibilidades que les daba el gobierno de Martín Rodríguez, con cuyo ministro de Hacienda, Bernardino Rivadavia, estaban relacionados. El banco fue reemplazado en 1826 por el Banco Nacional, donde estaban casi todas las mismas personas de la anterior institución, dando origen al actual Banco de la Provincia de Buenos Aires, que quedó en 1836 bajo la administración de la casa de Moneda Metálica, organizándose como entidad mixta hasta convertirse en un banco estatal en 1854.
Casi simultáneamente con la aparición del Banco, comenzaron las exploraciones de un conjunto de improvisados financistas para conseguir un empréstito en el exterior, el que finalmente se obtuvo en 1824 con la Casa Baring de Londres, y que fue el comienzo de un proceso de endeudamiento continuo del que la Argentina no pudo salir nunca1. Aunque el dinero pactado nunca llegó en metálico sino una pequeña parte, y el resto en papeles, a ninguno de los funcionarios que intervinieron en las negociaciones sucesivas sobre el empréstito se le ocurrió establecer si el dinero había sido entregado efectivamente, ya que todos estaban convencidos de la legitimidad de los reclamos. La cuestión se aclaró recién en 1881, cuando el Dr. Pedro Agote, presidente del Crédito Público Nacional, presentó un documentado informe sobre las finanzas públicas, ordenado por el gobierno a instancias de un pedido que le efectuara el presidente de los Estados Unidos, a través de su representante diplomático en Buenos Aires. En tal informe, Agote llegó a la sorprendente conclusión de que no existía constancia en los archivos del Estado de que las letras recibidas por el gobierno hubieran sido pagadas alguna vez. Es decir que el dinero se volatilizó entre los encargados de pagarlo, aunque el país se obligó por una suma que nunca había recibido2.
La suma total pagada, según todos los autores que se ocuparon del tema: Scalabrini Ortiz, Fitte, José María Rosa, Vedoya, fue de 23.734.766 pesos fuertes, es decir, alrededor de 4.800.000 libras, pero entiendo que aquí también se cometió un error, ya que todos ellos, para efectuar el cálculo de lo que se pagó, tomaron en cuenta el informe de Agote, quien en 1881 estimó lo que se había pagado y lo que aún restaba por pagar. Empero, como la deuda recién se canceló veinte años después, y a través de nuevas refinanciaciones, habría que verificar cuánto realmente fue el costo final de ese primer empréstito del que nadie se hizo cargo, y que pasó como una de las tantas operaciones de endeudamiento, que insumió costos enormes, sin que existiera ningún beneficio para el Estado, y sí para los especuladores y financistas del empréstito. En este caso, nadie asumió las responsabilidades de esa ruinosa obligación que fue pagada sin cuestionamiento alguno durante la segunda presidencia del Gral. Roca.
En ningún momento se siguieron las ideas financieras sostenidas por Mariano Moreno y Manuel Belgrano. Este último siempre distinguió de manera contundente los usos naturales del dinero de los usos especulativos, y en tal carácter sostuvo la necesidad de emplear el crédito para los desarrollos productivos, favoreciendo la inversión pública.
En diciembre de 1853 se fundó el Banco Nacional de la Confederación Argentina, entre cuyos objetivos se contaba el de procurar préstamos “que no se reúnan en pocas manos, en grandes sumas, sino que se dividan en el mayor número posible y en pequeñas cantidades, consultando que sus servicios alcancen a todas industrias y a toda clase de personas”. Tuvo corta vida, ya que no podía competir con el banco provincial. En esa época se instalaron bancos privados, como el del Barón de Maua, pero tampoco prosperaron como podía esperarse, ya que los negocios financieros iban a instrumentarse a través de sucesivos empréstitos, cuyos fondos en muchos casos no serían destinados a los objetivos específicos para los cuales fueron contratados. Precisamente Maua, que era socio de los banqueros Rothschild, propuso en 1863 que los intereses de la deuda se pagaran en Londres y no en Buenos Aires, lo que fue materia de discusiones, aunque culminaron accediendo a lo que se había propuesto.
Los empréstitos fueron la llave maestra del control financiero del país, y por tal motivo la política económica que se llevó adelante estuvo condicionada inevitablemente por un endeudamiento externo que siguió creciendo. No puede negarse que había necesidades reales de financiamiento para la construcción de obras públicas, y gran cantidad de ellas se hicieron. Pero las condiciones de contratación fueron extremadamente onerosas y en cantidad de casos el destino de los fondos fue, como ocurre en la actualidad, para pagar viejas deudas y seguir endeudándose. El empréstito Baring es el ejemplo de una constante que atravesó desde siempre la vida económica argentina.
Desde ese primer empréstito hasta la terminación de la presidencia de Roca se contrajeron trece empréstitos externos por un total de 207.250.000 de pesos fuertes, habiéndose recibido cuando su colocación 171.333.000 de pesos, existiendo una notable diferencia en favor de los acreedores a la suscripción de las operaciones, que era lo habitual en ese momento, ya que las necesidades de financiamiento eran habitualmente cubiertas con costosos empréstitos que luego no se podían pagar y se refinanciaban.
FECHA | VALOR NOMINAL ($ F) | COLOCACIÓN | RESULTADO |
27/05/1865 | 12.600.000 | 72 % | 9.072.000 |
19/02/1869 | 5.000.000 | 88 % | 4.400.000 |
27/08/1873 | 10.000.000 | 89 % | 8.905.000 |
05/08/1879 | 30.800.000 | 88 % | 27.104.000 |
02/10/1880 | 12.350.000 | 82 % | 10.127.000 |
05/09/1881 | 4.000.000 | 90 % | 3.600.000 |
28/10/1881 | 4.000.000 | 80 % | 3.200.000 |
14/01/1882 | 8.000.000 | 85 % | 6.800.000 |
12/10/1882 | 8.500.000 | 85 % | 7.225.000 |
27/10/1882 | 20.000.000 | 85 % | 17.000.000 |
25/10/1883 | 30.000.000 | 81 % | 24.300.000 |
21/10/1885 | 42.000.000 | 80 % | 33.600.000 |
09/10/1886 | 20.000.000 | 80 % | 16.000.000 |
Total: | 207.250.000 | 171.333.000 | |
Diferencia: | 35.917.000 |
En veinte años, las utilidades de los prestamistas solo en la suscripción de los empréstitos fueron de 35.917.000 pesos fuertes, que son reveladoras del real sentido económico de tales colocaciones, debiendo sumarse a tales cifras los intereses, comisiones, las particularidades de los contratos y demás malabarismos técnicos que siempre operaron en perjuicio de la Nación, ya que no se trató de obligaciones con algún grado de equilibrio en las prestaciones, sino que se trató de hacer negocios, sin que se tomara en cuenta la capacidad de repago, dado que las inversiones aseguraban supuestamente la generación de recursos que servirían a ese efecto.
Las necesidades de financiamiento que muchas veces se pretextaron no fueron tales, ya que en realidad lo que se pretendió fue hacer negocios que dejaran suculentas ganancias, y los diferentes gobiernos se involucraron en las maniobras, con perfecto conocimiento de lo que hacían, debiendo tenerse en cuenta que los participantes de la operación, o eran socios, o resultaban espléndidamente retribuidos por su colaboración, como ocurrió con el Dr. Norberto de la Riestra, cuando renegoció la deuda de Baring en Londres en 1857.
Esos préstamos siempre fueron considerados normales, aunque fueran lesivos para la economía nacional, y cuando los pagos se hicieron exigibles, y los recursos resultaban insuficientes, no se vacilaba en realizar cualquier sacrificio, que siempre resultaba en beneficio de los acreedores. No en vano dijo el presidente Avellaneda: “La República puede estar dividida hondamente en partidos interiores, pero no tiene sino un honor y un crédito como sólo tiene un nombre y una bandera. Hay dos millones de argentinos que economizarían hasta sobre su hambre y su sed para responder a los compromisos de la fe pública ante los mercados extranjeros”. También había proclamado que la Argentina pagaba sus deudas, ante el simple reclamo de los prestamistas, porque creía en la buena fe de ellos.
Aunque hubo cierta uniformidad sobre las concepciones económicas que debían instrumentarse, especialmente después del dictado de la Constitución Nacional en 1853, quien planteó ideas diferentes sobre cómo debía ser el sistema financiero de la época fue Mariano Fragueiro, que en su trabajo sobre la Organización del Crédito sostuvo que el préstamo a interés debía prohibirse entre particulares y que los capitales debían orientarse a la industria por medio del manejo público del sistema. Las ideas de Fragueiro no tuvieron posibilidad de desarrollarse porque la Argentina comenzó un camino en el que el crédito privado fue privilegiado y todos los emprendimientos importantes se financiaron con empréstitos colocados en el extranjero, lo que hizo que la deuda pública externa se constituyera en el mecanismo utilizado habitualmente, hasta que las imposibilidades de pagar determinaron que se recurriera al sistema de pedir nuevos créditos para pagar los anteriores, mientras la deuda seguía creciendo. Un intento de interrumpir ese flujo constante de pedir créditos nuevos para pagar deuda vieja tuvo lugar en 1891, por decisión del ministro de Hacienda Dr. Juan José Romero, que dio instrucciones precisas al ministro argentino en Londres de cómo debían negociarse las obligaciones externas, haciéndole saber que no pidiera nuevos créditos, porque pagar deuda vieja con deuda nueva “era ir derecho a la bancarrota”.
Dentro del esquema financiero de privilegiar el interés privado, las concepciones privatizadoras estuvieron presentes desde el inicio del periodo constitucional y no escapó a ellas la intención de hacerlo con el Banco de la Provincia de Buenos Aires en 1863, a lo que se opuso Dalmacio Vélez Sarsfield, quien sostuvo que debía ser nacionalizado, terminando con su carácter provincial, ya que la Provincia de Buenos Aires se había incorporado a la Confederación Argentina. Mitre se opuso a nacionalizar el Banco sosteniendo que el Estado banquero era una idea condenada en el mundo económico. Sin embargo, el 5 de noviembre de 1870 el Congreso Nacional aprobó la creación del Banco Nacional, que resultó ser una entidad mixta, pero manejada por banqueros privados, quienes tenían mayoría en el directorio y podían decidir de qué manera orientar el crédito. Mostrando la peligrosidad de los préstamos externos, Carlos D’Amico, que fuera gobernador de la Provincia de Buenos Aires, había expresado: “Cada cinco años tendrán una crisis cuyos peligros irán creciendo en proporción geométrica, hasta que llegue un día en que los usureros del otro lado del mar sean dueños de todos sus ferrocarriles, de todos sus telégrafos, de todas sus grandes empresas, de todas sus cédulas y de las cincuenta mil leguas que les hayan vendido a vil precio. Cuando no tengan más bienes que entregar en pago empezarán por entregar las rentas de sus aduanas; seguirán por entregar la administración de todas sus rentas; permitirán, para garantir esa administración, la ocupación de su territorio y concluirán por ver flotar en sus ciudades la bandera del imperio que protege la libertad de Inglaterra, pero que ha esclavizado al mundo con la libra esterlina, cadena más fuerte y más segura que el grillo de acero más pesado que haya usado jamás ningún tirano”. Y cuando fue el intento de la privatización de Obras Sanitarias, el Gral. Roca sostuvo: “Yo aconsejé en contra pero no me hicieron caso… A estar por estas teorías (privatizadoras) de que los gobiernos no saben administrar, llegaríamos a la supresión de todo gobierno por inútil y deberíamos poner bandera de remate a la Aduana, al Correo, al telégrafo, a los puertos”.
Durante las décadas que van del 60 al 80, la economía estuvo condicionada por la política de endeudamiento, que se siguió agudizando debido a los empréstitos contratados antes y después de la guerra del Paraguay a los efectos de financiar el conflicto primero y después recurriendo siempre a las mismas fuentes de financiamiento, lo que dio origen a la aparición de instituciones financieras privadas, siendo la más célebre de ellas el Banco de Londres y Río de la Plata, de gran significación en todas las operaciones que se irían instrumentando.
El presidente Roca creó el 24 de septiembre de 1886 el Banco Hipotecario Nacional para facilitar préstamos hipotecarios en todo el territorio de la República y un año después se sancionó la Ley 2216 de Bancos Garantidos, creándose finalmente el 26 de octubre de 1891 el Banco de la Nación Argentina, que nació para hacer frente a una crisis especulativa y, de alguna forma, refundar el sistema financiero orientando el crédito hacia la producción, pero lo hizo con la estructura de una sociedad anónima, controlada por el Estado, que como organización privada no funcionó, siendo materia de la ambición privatizadora, ya que inversores de los Estados Unidos pretendieron quedarse con el banco que sería manejado por un directorio norteamericano. Carlos Pellegrini se opuso tenazmente a esa idea, hasta que el 30 de septiembre de 1904, por medio de la Ley 4507, se convirtió en un Banco oficial y en el agente financiero del Estado. Cuando se produjo la nueva apertura de la entidad, Pellegrini sostuvo: “Este banco se funda únicamente en servicio de la industria y el comercio (…) y de un gremio que no ha merecido hasta hoy gran favor en los establecimientos de crédito y que es, sin embargo, digno de mayor interés. Hablo de los pequeños industriales”. Además de su política proteccionista, Pellegrini instrumentó una serie de políticas financieras y monetarias que tendrían indudable gravitación en las décadas siguientes, permitiendo la expansión del modelo agroexportador, consiguiendo además desplazar a la moneda extranjera de la circulación local para ganar la soberanía monetaria.
Uno de los grandes teóricos de cómo debía funcionar el sistema financiero fue el Dr. José A. Terry, que fuera ministro de Hacienda de Luis Sáenz Peña, de Roca y de Quintana, quien planteó cuales debían ser los objetivos reales del funcionamiento de los bancos diciendo: “La cuestión bancaria propiamente no es cuestión especulativa, ni de reglas científicas, muy buenas para una disertación académica, pero deficientes tratándose de los intereses positivos de un pueblo, que no ha venido al mundo como la Minerva Mitológica, porque tiene su pasado a más de su fisonomía propia y de sus exigencias especiales… Estos señores economistas generalizan demasiado una causa entre las muchas que pueden actuar, y hacen caso omiso de las necesidades y las condiciones especiales de cada país y de cada civilización”3.
A pesar de la gran claridad conceptual de los que pensaron un sistema distinto y dirigido a satisfacer las necesidades productivas, el sistema financiero de la Argentina estuvo generalmente dedicado a la pura especulación y al financiamiento de una clase social que se dedicó a no cumplir sus obligaciones, sino a beneficiarse con el uso del crédito público, que se renegociaba y, por último, se dejaba de pagar.
Desde el comienzo de nuestra vida independiente, cuando se creó la Caja Nacional de Fondos de Sudamérica, que tomaría depósitos y recibiría fondos destinados a la fundación de un Banco Nacional, hasta muchas décadas después, una serie de instituciones bancarias fueron creadas con el objetivo de emitir moneda, manejar el crédito y encargarse del crédito público. Esas instituciones recibieron en la mayoría de los casos la influencia del capital externo, que impuso a la Argentina una considerable cantidad de empréstitos que significaron, a su vez, una gravosa afectación de los bienes públicos a través de una permanente transferencia de recursos que fueron destinados invariablemente a pagar las acreencias a los bancos extranjeros, que frecuentemente suministraban préstamos al Estado Nacional para supuestos proyectos de inversión que no se realizaban. En el caso concreto de la aplicación correcta de los fondos, los préstamos fueron concedidos en condiciones extremadamente onerosas y además de ello la banca extranjera siempre trató de obtener la mayor cantidad de recursos, teniendo en muchos casos una influencia importante en las decisiones de la política económica del país. Con la creación del Banco de la Nación, que se constituyó en el agente financiero del Estado Nacional, se trató de ordenar el sistema estatal, pero ello no significó en modo alguno modificar la posibilidad de que los bancos extranjeros que operaban en el país tuvieran algún tipo de restricción en sus manejos financieros. En mis investigaciones pude advertir cómo, a través de las operaciones de redescuento que hacían los bancos privados con el Banco de la Nación, utilizaban el dinero de esta institución para sus préstamos operativos, obteniendo una considerable diferencia o spread, sin afectar sus propios capitales. Además de ello, la masa de créditos más importantes iba dirigida a los grandes terratenientes y a prominentes miembros de la dirigencia política conservadora que no los pagaban y los refinanciaban constantemente, sin que hubiera control alguno por parte del Estado sobre la modalidad de esas operaciones.
Pero, así como las operaciones financieras externas fueron objeto de diversos trabajos, no ha ocurrido lo mismo con la operatoria de los bancos nacionales y privados, un tema que se encuentra pendiente de una exhaustiva investigación, especialmente las operaciones del Banco de la Nación que, según la información oficial, siempre contribuyó al desarrollo de todas las regiones del país, donde se instaló otorgando préstamos a arrendatarios y pequeños propietarios. Por algunas referencias que pude reunir, la cartera de ese banco estuvo destinada mayormente a privilegiar a un sector minoritario vinculado con los poderes de turno y con una clase privilegiada que usufructuó del ahorro nacional para su propio beneficio.
Examinando los libros de actas del Directorio del Banco de la Nación, me llamó la atención que en los años revisados (1932 a 1935) el 80 % de los préstamos que se otorgaban no estaban dirigidos a los pequeños productores, a los agricultores, al desarrollo de los pueblos de las provincias, donde el Banco tenía una enorme red de sucursales, sino a un amplio espectro de operaciones que iban desde la construcción de viviendas suntuarias hasta personajes que financiaban sus actividades con la plata del ahorro argentino. También se financiaban las actividades agropecuarias del mismo grupo social, que hacían de la renegociación permanente de sus obligaciones una costumbre tolerada por las autoridades bancarias que estaban relacionadas familiarmente con los deudores4. La historia oficial del banco, falseando deliberadamente la verdad, muestra otra cosa, y si se consultan sus publicaciones conmemorativas dedicadas a la celebración de sus 50 y 75 años podrá verse que se expone la política crediticia de la institución como destinada mayormente a favorecer a los sectores productivos de menores recursos, cuando la realidad fue sustancialmente distinta. El Dr. Ricardo Ortiz, en su Historia económica de la Argentina, indica que la mayor parte de los préstamos fueron a la gran industria ganadera, aunque ese era sólo un aspecto de las operaciones que se hacían.
En una obra casi inhallable, titulada “Investigación sobre el Banco de la Nación”, editada por el Senado en 1926, Juan B. Justo hizo una radiografía del Banco desde 1901 hasta 1926, documentando cómo había sido su política crediticia. Esa investigación no prosperó y fue archivada. Presentó pruebas, mostró evidencias, pero en esos documentos estaban involucrados ministros, senadores, diputados. Era investigar al régimen y, en consecuencia, las posibilidades de llegar a alguna conclusión serían inexistentes. Hoy nadie se acuerda de esas conclusiones. Cuando la dictadura militar, el Banco también fue utilizado para financiar a diversos sectores empresariales que se vieron favorecidos por la política económica del gobierno, como ha sido documentado en una reciente publicación5.
En 1935 se dictó la Ley de Bancos y Moneda y se creó el Instituto Movilizador de Inversiones Bancarias, que fue la primera iniciativa del establecimiento de normativas reguladoras en el sistema bancario. A su vez, y de conformidad con los acuerdos pactados con la firma del Tratado de Londres (Roca-Runciman), se creó el Banco Central sobre la base de un proyecto elaborado por sir Otto Niemayer, director del Banco de Inglaterra, que fue diseñado para que las entidades financieras del exterior tuvieran un control adecuado de las finanzas públicas, manejando la política monetaria, aun cuando formalmente no dependiera de ellas. Organizado jurídicamente como una entidad mixta con capitales privados nacionales y extranjeros, y también capitales estatales, podía asegurar el valor de la moneda, controlar los movimientos de capital y fiscalizar a todo el sistema bancario. Tenía la facultad de emitir billetes, que debían estar respaldados con reservas de oro, divisas y cambio no menor al 25 % de la emisión efectuada. El objetivo era regular por primera vez el sistema, concentrar reservas suficientes, mantener el valor de la moneda, regular la cantidad de crédito y de los medios de pago, promover la liquidez y fundamentalmente actuar como agente financiero del Estado Nacional, aconsejándolo en todo lo que fuera relativo al sistema financiero. Con anterioridad, tanto el Banco de la Nación Argentina como la Caja de Conversión habían prestado servicios a los diferentes gobiernos, sin enajenar la capacidad de decisión a capitales que no fueran los del país, pero ante la decisiva posición accionaria que tenían los capitales extranjeros y algunos privados en el nuevo Banco Central, esto iba a significar la clara injerencia de otros países en las decisiones financieras6.
El Banco Central no se organizó como un ente independiente, ni actuó en forma neutral, sino que ante la influencia de los accionistas extranjeros manejó el crédito de acuerdo a los intereses que ellos representaban. Hasta los cargos importantes que tendría la institución fueron impuestos desde Londres. Se creó en 1935 como un organismo mixto, controlado en un 50 % nominalmente por el Estado Nacional y el otro 50 % por bancos extranjeros. La idea teórica era que, al no estar el Banco sometido a la órbita del gobierno, sus decisiones no iban a estar sujetas a los vaivenes políticos que pudieran ocurrir, pero esto era solo un pretexto para que los accionistas extranjeros, mayoritariamente ingleses, manejaran la política financiera del Estado. Que las decisiones en ese Banco se tomaban en Gran Bretaña lo muestra el hecho de que un político argentino, el Dr. Manuel Fresco, que fuera gobernador de la Provincia de Buenos Aires, se enteró en Londres a través de Follet Holt, directivo de los ferrocarriles ingleses, quién iba a ser el gerente y quiénes ocuparían los cargos directivos, cuando nada de eso se conocía en Buenos Aires. Con excepción de Raúl Prebisch y Edmundo Gagneux, las principales jefaturas del Banco fueron confiadas a personal extranjero, siendo tan evidente la asimetría existente entre el poder de decisión del Estado y los bancos del exterior que el Banco de la Nación, que era poseedor de 2000 acciones, tenía 1000 votos en el directorio y aquellos, con 1821 acciones, poseían 1821 votos. En 1935, todos los activos del Estado y la deuda que manejaba el Banco de la Nación pasaron al nuevo Banco, que con un directorio controlado por representantes de bancos extranjeros comenzó a operar como nuevo agente financiero de la República. Cuando se efectuó la transferencia se hizo constar, entre otras operaciones, que en ese año se había pagado al gobierno de Gran Bretaña la suma de $ 66.682.902 en concepto de intereses de la deuda con ese país, y la suma de $ 28.636.363 en concepto de cancelación de un préstamo de la Casa Baring. En esa fecha también habían disminuido las reservas de oro hasta los $ 246.842.655.
Durante la década del 30, a través del Instituto Movilizador de Inversiones Bancarias, se absorbió el quebranto de los bancos privados, lo que determinó además que el Estado se hiciera cargo de los bienes inmovilizados de esas entidades, a quienes se les realizó un sustancial adelanto de fondos, perjudicando a los ciudadanos que tuvieron que contribuir a esa especie de salvataje financiero. De esa manera, el Estado debió recuperar los créditos de los bancos y absorber las pérdidas. En 1948, trece años después, el Banco Central seguía cargando con el peso de los bienes transferidos por los bancos privados, que resultaron de realización muy dificultosa.
La situación cambió al nacionalizarse el Banco Central y los depósitos bancarios, por Decreto 12.962 del 25 de marzo de 1946, firmado por el presidente Farrell, contándose a partir de ese momento con una verdadera autonomía financiera, ya que todo el sistema bancario pasaría a estar controlado por el Banco, en nombre del cual todas las entidades recibían los depósitos del sistema. Además de priorizarse la inversión productiva, se coordinó todo el sistema, estableciéndose las prioridades de la política crediticia. En el año 1945, sobre cada cien pesos depositados se prestaba el 69 %, y en 1952 el 138 % por cada cien, lo que aceleró el crecimiento industrial y facilitó el proceso de sustitución de importaciones. Si el Banco creado en 1935 era una institución controlada por los bancos extranjeros, la modificación de 1946 terminó definitivamente con ese estado de cosas, por lo cual se estableció que el Banco Central podía exigir en cualquier momento a los bancos extranjeros la efectiva y permanente radicación de los capitales asignados a las casas locales. En 1949, a través de una modificación se determinó que esos bancos debían radicar efectiva y permanentemente en el país los capitales de sus sucursales, estableciendo el retiro de la autorización para funcionar en caso de no hacerlo.
Producido el golpe militar de septiembre de 1955, las nuevas autoridades modificaron el sistema, y mediante el dictado del Decreto 13.126/57 derogaron las normas anteriores convirtiendo al Banco Central en un organismo autárquico, además de modificar la organización de los otros bancos estatales. La nueva situación y lo que iría ocurriendo en los años posteriores limitaría el control oficial de la autoridad monetaria y lo haría ingresar en la órbita del Banco de Inversiones de Basilea, banco privado que oficia de banco de bancos, y a cuyas normas se encuentran sometidos los bancos centrales existentes.
Después de algunos intentos reformistas por parte del presidente Illia, con la dictadura de Onganía y la nueva política instrumentada por el ministro de Economía Krieger Vasena, se favoreció nuevamente la entrada de capitales extranjeros, sin control, comenzando un proceso de extranjerización de la economía que se iría acentuando lentamente. También se produjo la reforma del sistema bancario mediante la Ley 18.061, la cual se proponía regular todo el ámbito financiero. Se determinó así la preferencia para la apertura de sucursales en el interior del país y en aquellos lugares de influencia de las respectivas instituciones bancarias, manteniéndose la garantía total de los depósitos en el sistema. Supuestamente, la ley proponía orientar el crédito en forma amplia para que el desarrollo del país fuera sostenido, pero nada de esto se cumplió debido a la fuerte preponderancia de la banca extranjera.
La vuelta al poder del peronismo en 1973 determinó volver a la estructura del banco durante la segunda mitad de la década del 40, aunque en esos tres años la gran conflictividad imperante hizo imposible adoptar políticas que no fueran las meramente coyunturales. Con el golpe militar y la llegada de la dictadura comenzaría un proceso no solo de extranjerización de la economía, sino la instauración de un plan que cambiaría toda la estructura económico-financiera del país, a través del dictado de la Ley 21.526 de Entidades Financieras que fijó las nuevas pautas que irían a regir en el país, que con algunas modificaciones es la que rige hasta la actualidad, sin que a ninguno de los gobiernos de la democracia se le ocurriera cambiar tales normas.
Una de las primeras medidas adoptadas por la dictadura fue la modificación del art. 1 del Código de Procedimientos en lo Civil y Comercial, estableciendo la prórroga de la competencia jurisdiccional de la Argentina a favor de jueces extranjeros, permitiendo que en cualquier convenio o contrato que firmara el país se pudiera declinar la competencia de nuestros tribunales. Como puede verse en las expresiones públicas del exministro Martínez de Hoz, y en los libros que publicó con posterioridad a su paso por la función pública, su intención era hacer un país moderno, con una economía productiva y altamente competitiva, con empresas sanas, proyectos realizables, a través del marco de orden y tranquilidad que iban a asegurar las fuerzas armadas, con lo que se llevaría a la Argentina a ocupar el lugar que tuvo –según él– a principios de siglo. La realidad de lo que ocurriera en esos años daría un mentís a ese discurso falaz con el que se intentó convencer a una ciudadanía que prefirió mirar para un costado y una clase media que se dedicó a la especulación producida por la plata dulce, mientras las clases populares se empobrecieron cada vez más.
Cuando Isabel Perón fue derrocada, las reservas del Banco Central eran exiguas y la deuda externa del país ascendía a alrededor de los 8000 millones de dólares. Con la dictadura tales reservas comenzaron a crecer, como una forma de demostrar la solidez del sistema y la posibilidad de afrontar cualquier contingencia, pero ese crecimiento se operó a través de malabarismos financieros y asientos contables en los que se endeudaban las empresas públicas con créditos en dólares que no recibían, ya que el dinero se destinaba a incrementar las reservas del Banco Central, lo cual permitía sostener una política monetaria que giraba en torno a una tabla de actualización del dólar. Cuando la justicia federal investigó esas operaciones, quedó demostrado en una gran cantidad de casos cómo se obtuvieron préstamos a una tasa determinada, y ese dinero recibido de un banco extranjero era dejado en el mismo banco, que pagaba por ese depósito una tasa inferior a la cobrada, con lo cual el Banco Central perdía millones de dólares, pero contablemente mostraba una situación de aparente solidez en cuanto a sus reservas.
Toda la normativa que se implementó con una liberalización financiera extrema permitió que los bancos, las cajas de crédito y los improvisados financistas proliferaran por todas partes. Las tasas de interés que se ofrecían para captar depósitos comenzaron a aumentar desmesuradamente, lo que permitió la entrada de capitales especulativos, que basados en la tablita devaluatoria del peso, ingresaran divisas que colocaban en el mercado financiero, luego de convertirlas en pesos, y después de obtenidas enormes ganancias, eran fugadas al exterior, lo cual muestra la inescindible relación existente entre el endeudamiento y la fuga de capitales. Como los depósitos se encontraban garantizados por el Estado, este debió a hacer frente no solo al quebranto de entidades chicas y creadas en pocos años, sino de grandes bancos, cuyos directivos y accionistas mayoritarios entraron en una vorágine de prestarse a sí mismos creando empresas ficticias. El Banco de Intercambio Regional y el viejo Banco de Italia y Río de la Plata fueron los exponentes de un sistema financiero que dio mano libre para que delincuentes devenidos en banqueros defraudaran a la comunidad.
En agosto de 1979 se modificó el artículo 56 de la Ley 21.526 para evitar que el Banco Central debiera hacer adelantos sin tener previamente un fondo de reserva que le permitiera hacer frente a las distintas obligaciones. Se dictaron disposiciones mediante las cuales se fijaron porcentajes para la calificación de los bancos extranjeros; se flexibilizó el manejo del Banco Central en todo aquello que fuera las regulaciones bancarias, eliminándose la facultad que tenía de fijar la tasa de interés, la que quedó al arbitrio de cada entidad. Se abrió el sistema de tal forma que todos los activos estuvieron destinados a la especulación, produciendo una economía rentístico-financiera que llevaría a la Nación a una situación de extrema vulnerabilidad externa, endeudamiento progresivo, desnacionalización empresaria, endeudamiento creciente de las empresas públicas, déficit fiscal cuantioso. Se eliminó del directorio del Banco Central a los representantes de los sectores económicos y de los trabajadores, ya que Martínez de Hoz sostenía que tales representaciones no se compadecían con las funciones específicas que debía tener un banco.
La Ley de la dictadura fue uno de los tantos instrumentos financieros creados, a los que se sumaron diversas circulares del Banco Central, para la indexación de los créditos hipotecarios (1050/80) por medio de índices que reflejaran una variación de la tasa diaria de interés promediándola con la tasa de interés mensual. El crecimiento de las tasas determinó una avalancha de ejecuciones hipotecarias, ya que el costo de los créditos se convirtió en algo imposible de afrontar por parte de los deudores. Otras permitirían, a través de los llamados seguros de cambio, lograr una descomunal transferencia de la deuda privada, que al ser estatizada representó en el año 1983 casi la mitad exacta de la deuda pública.
Durante la presidencia de Alfonsín no hubo mayores cambios en el sistema financiero, exceptuando una modificación del signo monetario. Los esfuerzos del primer ministro de Economía de la instalada democracia, Bernardo Grinspun, para transparentar las cuentas públicas fueron inútiles, porque las presiones de los organismos multilaterales y las grandes empresas pudieron más que las férreas convicciones del ministro, quien se vio obligado a renunciar, siendo sustituido por nuevas autoridades que implementaron planes que terminaron en un fracaso estrepitoso, con una inflación descontrolada que terminó en la salida anticipada del poder por parte del Dr. Alfonsín.
La llegada de Carlos Menem a la presidencia significó un cambio sustancial del sistema económico y financiero, implementándose una política que, además de significar un verdadero desguace del Estado Nacional, permitiría una extranjerización de las empresas públicas y privadas sin antecedentes en la historia del país. El efectuar una profunda reforma del Estado llevó al dictado de la Ley 23.696, ley que no pretendía reforma alguna sino la venta y liquidación de las empresas públicas, continuando con la Ley de Emergencia Económica que le permitió al gobierno contar con una serie de instrumentos para realizar un cambio en toda la estructura vigente, completada con la Ley 25.156 de Administración Financiera y la Ley 23.928 de convertibilidad, además de modificarse la Carta Orgánica del Banco Central. Mediante esta última norma se trató de independizar al Banco Central, resignando la política monetaria a través de las limitaciones de la convertibilidad, la prohibición de adelantos al sector público y la función de prestamista de última instancia. El gobierno no tendría más injerencia en la política monetaria, lo que quedó firmemente establecido por la Ley 24.144 del 22 de octubre de 1992, reduciendo al Banco Central a solo preservar el valor de la moneda y propender al desarrollo y fortalecimiento del mercado de capitales. A partir de ese conjunto de leyes, la Argentina ingresó al Plan Brady, para regularizar la situación del endeudamiento externo, y todas las políticas implementadas generaron no solo un significativo crecimiento de la deuda, sino el apoderamiento de las empresas del Estado por grandes conglomerados financieros que vieron privilegiada su situación por las distintas decisiones presidenciales. Sumándose a esto que todo el sector externo fue transferido del Banco Central al Ministerio de Economía, para que esa cartera de Estado tuviera todo el control de las negociaciones con los acreedores externos.
La llegada de la Alianza al gobierno no produjo cambios sustanciales en materia financiera, a excepción de modificaciones menor cuantía en la Carta Orgánica del Banco Central. En ese entonces, el profundo desmanejo de la política económica llevó a un desmesurado incremento de la deuda pública, que solo a través del megacanje instrumentado por el ministro Cavallo aumentó en una cifra muy considerable y que se ha estimado entre 15.000 millones de dólares, aunque una pericia presentada en la justicia federal la calculó en 55.000 millones de dólares7.
El gobierno elegido en el 2003 no modificó la ley de entidades financieras de la dictadura, que sigue rigiendo hasta la actualidad. Solo se modificó la Carta Orgánica del Banco Central, para permitir dejar sin efecto la relación que se había fijado entre las reservas de la institución y la base monetaria que, a partir de la última regulación, quedó sometida a la discrecionalidad del directorio, y algunos cambios menores. Todo el funcionamiento del sistema siguió regido por los lineamientos de la vieja ley.
Hace muchos años Mariano Fragueiro sostenía: “No pretendemos abolir el interés del dinero; se trata solamente de establecer el crédito público como el agente universal, exclusivo, que debe recibir el dinero a interés, y pasarlo a los que lo soliciten, cobrando una diferencia que llamaremos comisión o renta, ya por el servicio, ya por la garantía que presta, y por este medio hacer que el estado presida el movimiento y dirección industrial del capital monetario, y que mediante su agencia pueda verificar el percibido de un impuesto sobre estos capitales, que se sustraen a toda contribución. Tampoco se trata de atacar la propiedad; se desea solamente corregir los abusos de la usura; extinguir la parte odiosa y antisocial de la influencia pecuniaria, dejándole y ensanchando toda la importancia que por otra parte merece su poseedor. Se trata también de garantir el capital industrial, apartándolo de las vías tortuosas en que ha entrado, para encaminarlo en la senda de la recta industria. Finalmente, y lo que es más importante, se pretende por este medio, que los capitales no continúen monopolizados en cierto rango de la sociedad, que forma una feudalidad industrial; sino que gradualmente se distribuyan, en razón de las capacidades, para formar por este medio una democracia en las industrias”8. La visión de Fragueiro mostraba que el Estado era el único que puede garantizar una regulación justa que contemple las formas de otorgamiento de los créditos y el prioritario destino de los mismos, no debiendo quedar librado al puro interés mercantilista, sino destinado a una función social, obteniendo utilidades razonables.
Los bancos deben tener un rol fundamental, en cuanto intermediarios entre el ahorro y la inversión, pero, como señalaba Keynes, el ahorro y la inversión no constituyen por sí solos un mercado de oferta y demanda de crédito, igualadas por el respectivo precio de equilibrio: la tasa de interés. La Ley que rige, de autoría del exministro Martínez de Hoz, prescindió de toda consideración social, respecto de la relación ahorro-inversión, retirando al Estado como orientador del crédito y dejando a las partes sujetas a la libre contratación. Esas formas dejaron cautivos a los tomadores de crédito, la parte más débil del sistema, que se vieron obligados a someterse a las condiciones que les fijaron los bancos, ya que el crédito no era un servicio público, sino un simple servicio del mercado financiero.
Los criterios de supuesta modernización del sistema de la década del 90 no produjeron ningún resultado económicamente positivo, ya que el crédito fue direccionado hacia el utilitarismo de las entidades, sin que importara la inversión productiva. Además, la falta de controles adecuados produjo una descomunal fuga de capitales a través de las entidades del sistema, como lo demostró en el año 2002 la Comisión de Fuga de Capitales de la Cámara de Diputados, fuga que nunca fue detenida y siguiera creciendo. Los últimos informes del INDEC muestran que existen capitales en el exterior por 240.000 millones de dólares, aunque las estimaciones privadas hablan de alrededor de 400.000 millones.
El sistema no puede seguir funcionando como hasta ahora y las últimas reformas a la Carta Orgánica del Banco Central en modo alguno modificaron la estructura de la actividad financiera, a la que se le debe dar una regulación distinta y objetivos que permitan la canalización del ahorro hacia la producción y no hacia la especulación. Las ganancias de los bancos han seguido creciendo, y la actividad crediticia está dirigida especialmente a bienes de consumo, resultando imposible acceder a créditos para vivienda, o para realizar proyectos de inversión generadores de riqueza, ya que las tasas que se cobran hacen imposible una actividad en tal sentido. El sistema rentístico-financiero que opera desde 1976 ha seguido funcionando con algunas variantes, y en los últimos dos años se llegó a extremos inéditos debido al aumento de la tasa de política monetaria del Banco Central que alcanzó en algunos momentos el 85 %.
1 El 1º de julio de 1824, siendo gobernador de Buenos Aires el general Martín Rodríguez y ministro de Hacienda Bernardino Rivadavia, se firmó en Londres un empréstito con la casa Baring Brothers por la suma de 1.000.000 de libras esterlinas, equivalentes a 5.000.000 de pesos fuertes. Los fondos del empréstito debían ser utilizados para la construcción del puerto de Buenos Aires, el establecimiento de pueblos en la nueva frontera, y la fundación de tres ciudades sobre la costa entre Buenos Aires y el pueblo de Carmen de Patagones. Además debía dotarse de agua corriente a la ciudad de Buenos Aires.
La operación se pactó al 70 %, es decir, solo se recibirían 700.000 libras. Pero además los banqueros descontaron la suma de 130.000 libras en concepto de dos anualidades adelantadas, quedando como saldo a enviar a Buenos Aires 570.000 libras, del que debían deducirse los gastos de emisión. Hay algunas discusiones sobre cómo se efectuó la remesa de los fondos y si el convenio suponía la entrega en oro metálico. Lo cierto es que solo llegaron al Río de la Plata 96.613 libras en oro, y el resto en letras de cambio contra comerciantes ingleses y otros de Buenos Aires que supuestamente debían pagarlas. Los intermediarios de la operación, Braulio Costa, Félix Castro, Miguel Riglos, Juan Pablo Sáenz Valiente y los hermanos Parish Robertson, negociaron los títulos en Londres al 85 %, es decir que en la suscripción de estos obtuvieron una ganancia líquida de 120.000 libras.
La garantía del empréstito fueron las tierras de la provincia de Buenos Aires, y posteriormente la totalidad de la tierra pública de la Nación cuando Rivadavia asumió la presidencia en 1826, aun cuando su cargo fuera puramente nominal, ya que las provincias siempre rechazaron este intento centralista de Buenos Aires, especialmente cuando se dictó la Constitución en 1826.
Después de transcurridos los años que se retuvieron en concepto de intereses adelantados, no pudieron pagarse los servicios y debió recurrirse a la venta de dos barcos para afrontar el pago de las obligaciones. Rosas se enfrentó con una deuda que ya era cuantiosa en 1835 y trató de demorar los pagos, aun cuando las presiones de los banqueros se hicieron cada vez más intensas. En 1842 un representante de Baring, Palicieu de Falconet, trató de llegar a un acuerdo en el pago de los servicios del empréstito. Rosas ordenó a su ministro en Londres, Dr. Manuel Moreno, que explorara la posibilidad de entregar las islas Malvinas a cambio de la cancelación total del empréstito, previo reconocimiento de la soberanía sobre esos territorios. La negociación no prosperó; sin embargo, a pesar de las intervenciones militares europeas y las difíciles condiciones en que se desenvolvía la administración, no se accedió a las exigencias de los prestamistas y solo se pagaron alrededor de 10.000 libras en varios años, lo que resultaba una suma insignificante en comparación con lo que se reclamaba.
El 28 de octubre de 1857, el Dr. Norberto de la Riestra firmó en Londres un acuerdo, contrayendo nuevas obligaciones y renegociando la deuda en su totalidad. A esa fecha los intereses vencidos importaban la suma de 1.641.000 libras y la deuda total era de 2.457.155 de la misma moneda. Todos los gobiernos posteriores continuaron pagando y refinanciando la deuda hasta que se la canceló definitivamente en 1903.
2 Agote, Pedro, Informe del Presidente del Crédito Público Nacional sobre la Deuda Pública, Bancos y acuñación de la moneda, Buenos Aires, 1884.
3 Terry, José A., La crisis, Buenos Aires, Imprenta Biedma, 1893, pág. 241.
4 La construcción del palacio Errázuriz (hoy Museo Nacional de Arte Decorativo), hasta las especulaciones económicas de Alfredo Fortabat, que en 1934 le debía al Banco la suma de 12.500.000 pesos, siendo el mayor deudor del banco, pasando por una larga lista de personajes que financiaban sus actividades con la plata del ahorro argentino. También es posible citar que la construcción del ingenio San Martín de Tabacal de Robustiano Patrón Costas, prominente hombre del régimen conservador y candidato a la presidencia de la República en 1944, se financió con fondos públicos.
5 Cf. Basualdo, Eduardo y otros, El Banco de la Nación Argentina y la Dictadura, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2016.
6 Al pedírsele su opinión sobre la estructura del Banco Central, el Dr. Carlos Ibarguren, abogado consultor del Banco de la Nación, expresó en su dictamen de abril de 1933: “… el Banco de la Nación era el banco del Estado, hecho, no para lucrar, sino para fomentar la producción y el comercio del país, y que en la intensa crisis que azotaba al mundo y a nuestra patria, este establecimiento era el apoyo que tenía la Argentina y que había evitado una catástrofe bancaria, comercial e industrial; que el propio señor Niemeyer, en su informe, había anotado que ningún país que sufre fluctuaciones naturales tan acentuadas como la Argentina puede soportar un ajuste automático tan directo y rígido entre la cantidad de medio circulante y el balance de pagos externos, y cuando esta correlación llega a ser demasiado rígida, el engranaje se rompe por su propia falta de elasticidad; y agregaba el señor Niemeyer que esta ausencia absoluta de elasticidad del sistema monetario argentino había sido compensada en gran parte por el Banco de la Nación Argentina. Por mi parte –agregaba Ibarguren– sostuve en mi dictamen que si el Banco de la Nación, sin los medios ni la legislación adecuados para funcionar como regulador de la circulación, había suplido y suplía con su acción eficiente, mediante el redescuento, la falta de elasticidad necesaria, y si atenuó los males de la inflación y, más tarde, los de la rápida deflación, si esta entidad desempeñó funciones de un banco central de reserva sin la estructura pertinente, lo lógico era investirlo de esa función, organizando adecuadamente un departamento especial, en vez de crear un banco nuevo, como el propuesto por el señor Niemeyer, que no era parte integrante del Estado, banco basado en planes ajenos a nuestro medio y que era fruto de visiones extranjeras en la organización de su gobierno. Señalé el peligro que traía consigo el banco del señor Niemeyer, de delegar en una sociedad por acciones, en la que el Estado no tenía eficaz participación ni fiscalización, la soberanía económica de la República y anotaba el riesgo de que la asamblea de accionistas, constituida en su mayoría por bancos extranjeros, fuese manejada por entidades que sólo miran el interés propio, y que el gobierno económico del país dirigido por extraños al Estado, sufriese la influencia foránea representada por los intereses de la mayoría de la banca extranjera”. Concluía afirmando “que no era conveniente en materia tan trascendental, implantar instituciones elaboradas en Inglaterra, sin tener en cuenta la vida y las peculiaridades de nuestro país, y que si bien ellas pueden aplicarse con éxito en una colonia del imperio británico, chocan con la independencia, la idiosincrasia y la estructura institucional argentinas”. Ibarguren, Carlos, La historia que he vivido, Buenos Aires, Ed. Peuser, 1955, pág. 443.
7 La presentó el presidente de la Comisión de Economía del Centro Argentino de Ingenieros, Ing. Moisés Resnick Brenner.
8 Fragueiro, Mariano, Organización del crédito, Buenos Aires, Solar/Hachette, 1976, pág. 232.