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CAPÍTULO IV

Todavía no se dejaba ver el sol en el horizonte cuando el padre Cristóbal salió de su convento de Pescarénico para ir a la casita en donde le aguardaban. Pescarénico es una corta aldea en la orilla izquierda del Ada, o por mejor decir, del Lago, a pocos pasos del puente: la forman un pequeño grupo de casas de pescadores, cuyas paredes se ven de trecho en trecho tapizadas con redes puestas a secar, y otros varios instrumentos de pesca. El convento está situado (todavía existe el edificio) a alguna distancia del pueblo, pasando entre los dos el camino que va desde Lecco a Bérgamo. El cielo estaba despejado y sereno, y a medida que el sol salía por detrás del monte, su luz bajaba de la cumbre de las montañas opuestas, desplegándose rápidamente por las pendientes y los valles. Un vientecillo de otoño desprendía de las moreras las hojas ya amarillas, llevándolas a caer a alguna distancia del árbol.

En las viñas a derecha e izquierda brillaban con un color rojo variado los pámpanos de los sarmientos todavía frescos, y los surcos recién labrados se distinguían por su color oscuro de las rastrojeras blanquecinas y relucientes con el rocío. Alegre era su perspectiva; pero contristaba la vista de cada aldeano que pasaba. Encontrábanse sin cesar mendigos macilentos y andrajosos, o envejecidos en este oficio, u obligados entonces por la necesidad a pedir limosna. Pasaban tristemente al lado del padre Cristóbal, le miraban con respeto y aunque nada podían esperar de él, pues un capuchino jamás tocaba dinero, le saludaban como dándole gracias por la limosna que recibían en el convento. No menos doloroso era el cuadro que presentaban los labriegos, diseminados por los campos. Algunos echaban a la tierra las semillas con escasez y a disgusto, como quien aventura cosas que teme desperdiciar, y otros manejaban el azadón con flojedad y desaliento. La zagaleja flaca y descolorida llevando del cordel la vaca extenuada, y mirando al suelo, a manera de quien busca alguna cosa, se bajaba de cuando en cuando, con el fin de coger para alimento de la familia ciertas yerbas, habiendo el hambre enseñado al hombre que con ellas se puede sostener la vida. Aumentaban semejantes objetos la tristeza del buen religioso, el cual caminaba con el desagradable presentimiento de que iba a oír alguna desgracia. Pero, preguntarán mis lectores, ¿por qué este fraile tomaba tanto interés por Lucía?, ¿por qué al primer aviso se puso en camino con tanta presteza como si le llamara el padre provincial? ¿Y quién era este padre Cristóbal? Es preciso satisfacer a semejantes preguntas.

Era el padre Cristóbal de*** un hombre cuya edad se acercaba más a los sesenta años que a los cincuenta. Su cabeza rapada, a excepción de lo que formaba la corona, solía alzarse de cuando en cuando con movimientos de orgullo y de impaciencia, pero al momento se inclinaba por reflexión de humildad. La barba canosa, y tan larga que le llegaba hasta el pecho, realzaba las facciones superiores del rostro, a las cuales más bien daba gravedad que disminuía su expresión la abstinencia habitual de muchos años; y aunque sus ojos hundidos estaban por lo regular inclinados al suelo, algunas veces brillaban con repentina viveza.

No siempre había sido el padre Cristóbal el que era entonces, ni su nombre el que acabamos de darle, pues en la pila recibió el de Ludovico.

Fue su padre un mercader que, hallándose con muchas riquezas en los últimos años de su vida, y con este hijo único, dejó el comercio por vivir a lo grande.

En su nuevo estado de ociosidad, dio en avergonzarse tanto de haber sido útil a la patria en su antigua profesión, que predominado de semejante extravagancia, buscaba todos los medios posibles para hacer olvidar que había sido mercader, y él mismo hubiera querido olvidarlo; pero el almacén, la vara de medir y los fardos se le presentaban siempre a la memoria, como a Macbeth la sombra de Banquo, entre la suntuosidad de las mesas y la lisonjera sonrisa de los parásitos. Y es indecible el cuidado con que estos aduladores procuraban evitar hasta la más mínima palabra que aludiese a su antigua profesión, tanto, que no volvió a ser convidado un imprudente gorrista que, contestando a cierta chanza del amo de la casa, le dijo que hacía orejas de mercader.

De esta manera el padre de Ludovico pasó los últimos años de su vida en continuas angustias, temiendo siempre ser escarnecido, sin reflexionar jamás que el vendedor no es más ridículo que el comprador, y que aquella profesión de que tanto se avergonzaba entonces, la había ejercido muchos años con honra y utilidad suya y del público. Sin embargo, dio una educación esmerada a su hijo según las luces y las costumbres de aquel tiempo, proporcionándole buenos maestros, tanto en letras como en ejercicios caballerescos, y murió dejándole rico y joven. Ludovico había contraído hábitos de caballero, y los aduladores entre quienes se crió, le acostumbraron a ser tratado con mucho respeto: pero cuando quiso mezclarse con los nobles principales de la ciudad, encontró las cosas muy diferentes de lo que se había figurado, y vio que para tratar con ellos convenía hacer estudio de paciencia y de sumisión, quedar siempre debajo, y tragarse a cada momento alguna píldora amarga.

No siendo este modo de vivir conforme a su educación ni a su carácter, se separó de la nobleza despechado; pero le molestaba semejante separación, porque se creía con derecho para alternar con ella. No pudiendo con este contraste de inclinación y de odio tratar familiarmente con los principales del pueblo, y deseando, sin embargo, ponerse a su nivel, se dedicó a competir con ellos en lujo y boato, granjeándose de este modo con su dinero envidias, enemistades y befa. Por otra parte, su índole honrada y al mismo tiempo violenta le había empeñado muy de antemano en una lucha más seria. Tenía naturalmente horror a toda injusticia y violencia, y aumentaba este horror la calidad de las personas que con más frecuencia las cometían, y que justamente eran las que él odiaba. Para satisfacer todas estas pasiones a la vez, tomaba partido con gusto en favor de toda persona débil oprimida, se complacía en tenérselas tiesas a un prepotente, se metía en un empeño, buscaba otro; tanto, que poco a poco vino a constituirse protector declarado de los oprimidos, y vengador de los agravios. Ardua era la empresa, y no hay que preguntar si el pobre hombre tendría enemigos, lances y cavilaciones, porque, además de la guerra exterior, le agitaban continuamente combates interiores, pues para salirse con la suya en un negocio (sin contar los diferentes en que quedaba desairado) se veía él mismo precisado a emplear manejos y tramas que no aprobaba su conciencia.

Debía rodearse de un número crecido de bravos, y tanto por su propia seguridad, como para el logro de sus intentos, tenía que elegir los más atrevidos, esto es, los más malvados, y por amor a la justicia vivir con facinerosos. Por esta razón, más de una vez, o desalentado por una acción malograda, o inquieto por un peligro inminente, fastidiado de cuidar siempre de su propia defensa, disgustado de sus compañías y pensando en el estado futuro de sus intereses, que cada día iban a menos, ya por lo que empleaba en buenas obras, ya por lo que le costaban las expediciones aventuradas, pensó en meterse fraile, que en aquel tiempo era el medio más acertado de salir de embrollos.

Pero esto, que quizá en todo el discurso de su vida no hubiera sido una ocurrencia pasajera, se convirtió en resolución, a consecuencia de un accidente el más grave de cuantos hasta entonces le habían sucedido.

Paseábase un día por la ciudad en compañía de un antiguo factor de su casa, al cual su padre le había transformado en mayordomo, y de dos bravos que le seguían. El mayordomo, que se llama Cristóbal, era un hombre de unos cincuenta años, muy adicto desde joven a su amo, a quien había visto nacer, y con cuyo salario y liberalidades vivía y mantenía cómodamente a su esposa y ocho hijos.

Vio Ludovico asomar de lejos cierto caballero valentón prepotente, de quien, aunque nunca había hablado con él, era odiado de muerte, pagándole en la misma moneda, porque en aquel siglo, y aun en el día, suelen las gentes odiarse sin conocerse ni haberse visto nunca. Venía el caballero acompañado de cuatro bravos y con aire de perdonavidas, y él y Ludovico muy arrimados a la pared. Es de notar que Ludovico llevaba la derecha, y que, según costumbre, no tenía obligación de cederla a persona alguna, cosa de que en aquel tiempo se hacía gran caso, como lo hacen aún en el día algunos necios. Pensaba el otro que como a noble, se le debía ceder la acera en virtud de otra costumbre, porque en éste como en otros muchos puntos estaban en vigor dos costumbres opuestas, sin que jamás se decidiese cuál de las dos debía prevalecer; lo que daba margen a contiendas y lances funestos cuando se encontraban dos cabezas destornilladas, o dos personas ridículas o de mala educación. Venían, pues, los dos tan cosidos a la pared que parecían dos figuras de mediorrelieve; y así que se hallaron cara a cara, el caballero, mirando de la cabeza a los pies a Ludovico, dijo con ceño y tono orgulloso que se apartase.

—Usted debe apartarse —respondió Ludovico—, pues la acera es mía.

—Con personas de mi clase no vale esa regla. La acera es mía.

—Eso sería si la insolencia de las personas de su clase fuera ley para mí.

Las dos comitivas se habían parado cada una detrás de su principal, mirándose al soslayo, y con las manos puestas en la daga, como prontas a la pelea. La gente que iba pasando se paraba a observar a cierta distancia, y su presencia animaba más el puntillo de los dos contendientes.

—Deja la acera, hombre vil, si no quieres que yo te enseñe el modo de proceder con los caballeros.

—¡Cómo vil!, mientes una y mil veces.

—Tú eres quien mientes en desmentirme (esta respuesta era de ta— bla). Si fueras caballero como yo, pronto te hiciera ver con la espada quién es el mentiroso.

—Salida de cobarde para evadirse de sostener con los hechos la insolencia de las palabras.

—Echad al arroyo a ese tuno —dijo el caballero a los suyos.

—Ahora lo veremos —repuso Ludovico, dando un paso atrás y desenvainando la espada.

—¡Insolente! —gritó el otro sacando la suya—; cuando tu sangre haya manchado la mía, sabré hacerla mil pedazos.

Arrojáronse de esta manera el uno contra el otro, y los criados de ambas partes corrieron a la defensa de sus respectivos amos.

La lucha era desigual, tanto por el número, cuanto porque Ludovico trataba más bien de quitar los golpes y desarmar al enemigo que de matarle; pero éste quería su muerte a toda costa. Ludovico había ya recibido de un bravo una puñalada en el brazo izquierdo y un rasguño en la cara, y el caballero se le echaba encima para rematarle, cuando Cristóbal, viendo a su amo en peligro, se abalanza con el puñal al enemigo, quien volviendo contra él toda su ira, le traspasó con la espada.

Al ver esto Ludovico, como fuera de sí, metió la suya por el vientre al provocador, el cual cayó muerto casi al mismo tiempo que el desgraciado Cristóbal. Malparados los asesinos que acompañaban al caballero, viéndole en el suelo echaron a huir. Los de Ludovico, igualmente maltratados, viendo que ya no había con quien habérselas, y no queriendo encontrarse con la gente que de todas partes acudía, pusieron también pies en polvorosa, y Ludovico se halló solo con aquellos dos cadáveres, en medio de una inmensa muchedumbre.

—¿Cómo ha sido?, ¡un muerto!

—¡No, sino dos!

—¿Quién le ha abierto ese ojal en el vientre? ¿A quién han muerto?

—¡A aquel prepotente!

—¡Santa María, qué horror!

—No hace tanto la zorra en un año como paga en una hora.

—¡También él acabó!

—¡Qué tragedia!

—¿Y ese otro desgraciado?

—¡Jesús, qué horror!

—Libradle, libradle.

—También él está fresco.

—¡Válgame Dios!, ¡cómo está!

—Huya usted, infeliz.

—Huya usted, no se deje echar la mano.

Estas exclamaciones que se oían entre el bullicio confuso de aquel inmenso concurso, expresaban la opinión general, y con el consejo vino también el auxilio. El hecho había sucedido cerca de una iglesia de capuchinos, asilo, como todos saben, impenetrable en aquel tiempo para los esbirros, y para todo el conjunto de personas y cosas a que se da el nombre de justicia. Allí la turba condujo, o por mejor decir, llevó casi sin sentido al matador, y los religiosos le recibieron de mano del pueblo que se lo recomendó, diciendo que era un hombre de bien que había muerto a un bribón orgulloso, por verse precisado a defender su vida.

Hasta entonces Ludovico no había derramado sangre humana, y aunque en aquel tiempo el homicidio era cosa tan común que a nadie causaba novedad, sin embargo es imponderable la impresión que hizo en su ánimo la idea de un hombre muerto en su favor y otro por su mano; de modo que fue para él un descubrimiento de nuevos afectos. La caída de su enemigo con la alteración de aquellas facciones que pasaron instantáneamente desde la amenaza y el furor al abatimiento de la muerte, fue un espectáculo que cambió en un momento el ánimo de Ludovico. Arrastrado, digamos así, al convento, no sabía en dónde se hallaba ni lo que pasaba por él; y cuando volvió en su acuerdo se encontró en una cama de la enfermería en manos del religioso cirujano (los capuchinos entonces tenían uno en cada convento), el cual aplicaba cabezales y vendas a las heridas que recibió en la reyerta. Se había llamado ya para que acudiese al paraje de la catástrofe a un religioso, cuyo encargo era asistir a los moribundos, y que muchas veces había ejercido su oficio en las calles. Vuelto al convento, a los pocos minutos entró en la enfermería, y acercándose a la cama de Ludovico:

—Consuélese usted —le dijo—, pues a lo menos ha muerto bien, encargándome alcanzase de usted su perdón, así como él le otorgaba el suyo.

Estas palabras animaron al desconsolado Ludovico, excitando con mayor fuerza y más distintamente los confusos sentimientos que agitaban su ánimo, a saber, la pena por el amigo muerto, la aflicción y los remordimientos por el golpe que salió de su mano, y al mismo tiempo la dolorosa compasión en favor del hombre a quien quitó la vida.

—¿Y el otro? —preguntó con ansia al padre.

—Ya había expirado —contestó— cuando yo llegué.

Entretanto, en las inmediaciones del convento, en sus avenidas, bullía el pueblo curioso; pero llegados los esbirros, hicieron despejar, poniéndose en acecho a cierta distancia de las puertas, de modo que nadie pudiese salir sin ser visto. Presentáronse también, armados de pies a cabeza, un hermano del muerto, dos primos y un tío anciano con gran comitiva de bravos, rondando el convento, y mirando con ceño y ademán de despecho a los esbirros, los cuales, aunque no se atrevían a decir: «bien empleado le está», lo llevaban escrito en la cara.

Apenas pudo Ludovico llamar a examen sus pensamientos, hizo que le trajesen un confesor, y le suplicó que buscase a la viuda de Cristóbal, y le pidiese perdón en su nombre, por haber sido causa aunque involuntaria de aquella desgracia, asegurándola al mismo tiempo que de su cuenta corría la subsistencia de la familia. Reflexionando luego sobre su situación, se renovó en él con más fuerza que nunca el pensamiento de tomar el hábito, ya que otras veces le había pasado por la cabeza. Parecióle que el mismo Dios le había puesto en aquel camino, manifestándole su voluntad con haberle traído a un convento de capuchinos en aquella ocasión; y adoptando irrevocablemente este partido, llamó al guardián, y le expuso su determinación. La respuesta fue que convenía tener cuidado con las resoluciones precipitadas; pero que si persistía en su designio, no sería desechado. Con esto mandó llamar a un escribano, e hizo una donación de todo lo que tenía, que era todavía un rico patrimonio, a la familia de Cristóbal, a saber, una cantidad crecida a la viuda, y el resto a los hijos.

La resolución de Ludovico convenía mucho a los capuchinos, que por culpa de él se hallaban en un gran compromiso. Hacerle salir del convento, y exponerle al rigor de la justicia, esto es, a la venganza de sus enemigos, era un partido sobre el cual ni siquiera se podía entrar en deliberación. Hubiera sido lo mismo que renunciar a sus privilegios, desacreditar el convento en el concepto del pueblo, granjearse la animadversión de todos los capuchinos del globo por haber dejado violar sus derechos, y concitar contra sí a todas las autoridades eclesiásticas, que entonces se consideraban como tutoras de aquellas inmunidades. Por otra parte, la familia del muerto, muy poderosa, y con relaciones de valimiento, había jurado vengarse, y declaraba enemigos suyos a cuantos contribuyesen a estorbarlo. La historia no dice si sintieron mucho su muerte, ni tampoco si se derramó una sola lágrima en toda la parentela; solamente hace mérito de que los parientes ansiaban tener entre sus garras al matador vivo o muerto, y tomando Ludovico el hábito, todo quedaba hecho tablas; porque de esta manera parecía aquello una retractación pública, se imponía él mismo una penitencia, se declaraba implícitamente culpado, abandonaba todo empeño, y en fin, era un enemigo que entregaba las armas. Por otra parte, los parientes del muerto podían cacarear, si querían, que se había metido fraile por desesperación, o temiendo su resentimiento, y últimamente reducir un hombre a desprenderse de sus bienes, a raparse la cabeza, a ir descalzo, dormir en la paja, y a vivir de limosnas, podía parecer un castigo más que suficiente aun al ofendido más orgulloso y vengativo.

Presentóse el padre guardián con humildad desembarazada al hermano del muerto, y después de mil protestas de respeto hacia la ilustre familia, y de su deseo de complacerla en todo cuanto estuviese en su mano, habló del arrepentimiento de Ludovico, y de su resolución de entrar religioso, insinuando también con maña que la casa debía tener en ello una satisfacción, y dando a entender, aún con más destreza, que, agradase o no agradase, la cosa debía verificarse. Furibundo se manifestó el hermano, pero el buen padre dejó que desahogase su cólera, y sólo de cuando en cuando repetía: «Ese dolor es muy justo.» Dijo entre otras cosas que la familia sabría tomarse una satisfacción; y el capuchino, cualquiera que fuese su opinión, no le contradijo; por último pidió, o, por mejor decir, exigió como condición que el matador de su hermano saliese de la ciudad, y el guardián, que así lo había resuelto, convino en lo que solicitaba, dejando que creyese, si quería, que aquél era un acto de obediencia.

De este modo quedó concluido el negocio; contenta la familia, que se libraba de un compromiso; contentos los frailes, que salvaban a un hombre y sus inmunidades sin granjearse enemigo alguno; contentos los fanáticos por los privilegios de la nobleza, porque veían terminado el asunto con honra; contento el pueblo, que, al paso que veía salir de un pantano a un sujeto bienquisto, admiraba una conversión; y por último, contento más que todos, en medio de su dolor, el mismo Ludovico, el cual principiaba una vida de expiación y de penitencia, que podía, si no reparar, a lo menos enmendar el mal, y acallar los penosos estímulos de sus remordimientos. Afligiole un instante la sospecha de que su resolución pudiera atribuirse al miedo; pero se consoló luego con pensar que esta misma opinión sería para él un castigo y un medio de expiación. De este modo a los treinta años vistió el hábito, y debiendo, según el uso, tomar otro nombre, eligió uno que le recordase a cada instante sus yerros, para purgados, y se llamó fray Cristóbal.

Concluida la ceremonia de tomar el hábito, le intimó el guardián que fuese a hacer su noviciado al pueblo de***, a sesenta leguas de distancia, y que saliese al siguiente día. Bajó el novicio la cabeza, y pidió una gracia, diciendo:

—Permítame vuestra reverencia que antes de salir de esta ciudad, en donde he derramado la sangre de un hombre y en donde dejo una familia gravemente ofendida, yo a lo menos la resarza de semejante agravio y le manifieste mi pesar por no poder reparar el daño con pedir perdón al hermano del muerto y aplacar con el auxilio divino su resentimiento.

Pareciéndole al guardián que semejante acto, además de ser en sí bueno, contribuiría a reconciliar cada vez más la familia con el convento, marchó en derechura a exponer al hermano del muerto el deseo del padre Cristóbal. Tan inesperada propuesta excitó en el ánimo del caballero un nuevo arrebato de cólera; pero templado con vanidosa complacencia, y después de haber estado pensativo algunos instantes, dijo: «Que venga mañana», y señaló la hora. Volvió el guardián al convento con la noticia del permiso.

Pensó inmediatamente el caballero que cuanto más solemne y ruidoso fuese aquel acto de sumisión, tanto más se aumentaría su crédito en el concepto de los parientes y del público, y sería (según el estilo moderno) una hermosa página en la historia de la familia. Hizo avisar aprisa a todos los parientes para que se sirviesen acudir a su casa a la hora del mediodía siguiente a recibir una satisfacción en común. Al mediodía, en efecto, bullía el palacio de caballeros y damas de todas las edades: se veían ir y venir y cruzarse por todas las salas ricas capas, plumas de varios colores, grandes espadas, gorgueras menudamente plegadas y almidonadas, y vestidos de mil maneras bordados; y en la antesala, en los patios, y aun en la calle, era inmenso el número de lacayos, cocheros, pajes, bravos y curiosos. Vio fray Cristóbal aquel aparato, y sospechando el motivo, se turbó algún tanto; pero recobrándose al momento, dijo así: «Es justo: le maté en público, en presencia de tanto enemigo suyo: aquel fue un escándalo, ésta es la satisfacción.» Así pues, con los ojos bajos, y el padre compañero al lado, entró por la puerta, cruzó el gran patio entre la turbamulta que lo miraba con curiosidad poco ceremoniosa, subió la escalera, y pasando por medio de otra muchedumbre elegante, que se separaba dejándole paso y siguiéndole con la vista, llegó hasta el amo de la casa, el cual, rodeado de los parientes más propincuos, estaba de pie en medio de la última sala con la cabeza levantada y los ojos bajos, la mano izquierda apoyada al puño de la espada, y la derecha sobre el pecho sosteniendo el cuello de la capa.

Hay a veces en el continente y en el rostro de un hombre cierta expresión tan clara, que entre un número inmenso de personas inclina a todas a formar de él un mismo juicio. El rostro y el continente de fray Cristóbal decían claramente que no se había metido fraile ni hacía aquel acto de humillación por temor humano; y esto principió a conciliarle los ánimos. Así que vio al ofendido, apresuró el paso, se echó de rodillas a sus pies, cruzó las manos sobre el pecho, y bajando la cabeza rapada, se expresó en estos términos:

—Yo soy el homicida del hermano de usted. Bien sabe el Señor que quisiera restituirle la vida a costa de mi sangre; pero no pudiendo sino pedir perdón, le suplicó que acepte por Dios mi arrepentimiento.

Todos los ojos estaban clavados en el novicio y en el personaje a quien hablaba; todos los oídos prestaban atención a sus expresiones. Al callar fray Cristóbal, se levantó en toda la sala un murmullo expresivo de compasión y respeto.

El caballero, que estaba en actitud de forzada condescendencia y de ira comprimida, se conmovió también al oír aquellas palabras, y bajándose hacia el religioso, le dijo con voz alterada:

—Levántese, padre... la ofensa... el hecho a la verdad... mas el hábito que usted lleva, y también por usted; pero padre, levántese... Mi her— mano... no puedo negarlo, era un caballero... un hombre... algo precipi— tado... algo vivo. Es cierto que todo sucede por disposición de Dios... No se hable ya del asunto... Pero, padre, usted no debe estar en esa postura.

Y cogiéndole del brazo le levantó. Fray Cristóbal, de pie, pero con la cabeza baja, contestó:

—¿Conque podré esperar que usted me perdone? Y si usted me concede su perdón, ¿de quién no podré esperarle? ¡Ah!, si yo pudiera oír de su boca esa palabra: ¡perdón!

—¡Perdón! —replicó el caballero— ya usted no lo necesita; pero pues lo desea, yo le perdono de corazón, y todos...

—¡Todos, todos! —gritaron a la vez los circunstantes.

Se manifestaron entonces en la cara del religioso gozo y agradecimiento, sin que por eso se dejase de traslucir un profundo arrepentimiento del mal que no reparaba suficientemente el perdón de los hombres. Conmovido el caballero por sí mismo y por la común exaltación de los circunstantes, echó los brazos al cuello a fray Cristóbal, y le dio y recibió el ósculo de paz. Un ¡bravo!, un ¡muy bien! repetido resonó por todas partes. Agolpáronse todos y rodearon al religioso.

Llegaron entretanto los criados con abundantes refrescos, y acercándose el caballero a fray Cristóbal, que indicaba querer despedirse, le dijo:

—Padre, tome usted alguna cosa: déme usted esta prueba de amistad.

Y se dispuso a servirle antes que a los demás; pero negándose el padre Cristóbal con urbana y afectuosa resistencia:

—Estas cosas —dijo— no son ya para mí; pero no permita Dios que yo deseche sus ofrecimientos. Estoy para ponerme en camino: tenga usted, pues, la bondad de mandarme traer un pan para que pueda yo decir que he disfrutado su limosna, que he comido su pan, y que he conseguido una señal de su perdón.

Habiéndolo mandado así el caballero, se presentó el mayordomo con un pan en una bandeja de plata, poniéndolo en manos del religioso, el cual, después de tomarlo y dar las gracias, pidió licencia para ausentarse. Abrazó otra vez al amo de la casa, y a los que estando más inmediatos se apresuraron a darle los brazos, costándole trabajo el poder separarse de ellos. También en las demás piezas y en la antesala tuvo que hacer esfuerzos para desprenderse de los criados, y hasta de los bravos, que le besaban la extremidad del hábito y el cordón; y en la calle le llevó el pueblo como en triunfo, acompañándole hasta la puerta de la ciudad, por donde salió para principiar su pedestre viaje con dirección a la casa de su noviciado.

No es nuestro ánimo escribir la historia de su vida claustral: diremos solamente que cumpliendo siempre gustosa y exactamente con las obligaciones que con frecuencia se le imponían de predicar y asistir a los moribundos, no perdía ocasión de llenar otros dos deberes que él mismo se había impuesto, a saber: el de cortar disensiones y proteger a los oprimidos. En esta resolusión entraba, sin que él lo advirtiese, algún poco de su antiguo hábito, y un resto de aquel espíritu belicoso que no pudieron extinguir del todo las humillaciones y las penitencias. Su lenguaje era por lo regular llano y humilde; pero cuando se trataba de justicia, o de verdad combatida, se enardecía pronto, y su ímpetu antiguo, reunido y modificado con el énfasis adquirido en el uso de la predicación, daba a aquel lenguaje un carácter particular. Su continente, lo mismo que su aspecto, indicaba una larga guerra entre un genio pronto y fuerte y una voluntad opuesta, habitualmente victoriosa, siempre sobre sí, y dirigida por motivos e mspirac1ones superiores.

Si alguna pobre desconocida, hallándose en el caso de Lucía, hubiese implorado su favor, el padre Cristóbal se hubiera prestado inmediatamente a protegerla; pero tratándose de Lucía, acudió con tanto más interés cuanto conocía y admiraba su inocencia y virtud. Ya estaba sobresaltado con el riesgo que corría, y había excitado su enojo la torpe persecución declarada contra ella. A esto se agregaba que habiéndola aconsejado, por mejor acuerdo, que no hiciese novedad ni hablase del asunto, temía que el consejo pudiese haber producido algún triste resultado, y en este caso acompañaba al ardor de su innata caridad aquella angustia escrupulosa que atormenta frecuentemente a los buenos.

Pero mientras nosotros hemos estado contando sus hechos, el padre Cristóbal llegó a casa de Lucía y se asomó a la puerta: Lucía y su madre dejaron las devanaderas, y se levantaron diciendo a una voz:

—¡Padre Cristóbal, sea usted bienvenido!

Los novios

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