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ОглавлениеCAPÍTULO VIII
—¡Carneades! ¿Quién será este Carneades? —discurría para sí don Abundo sentado en un gran sillón en un cuarto del primer piso, con un libro abierto delante, cuando entró Perpetua con la embajada—. ¡Carneades! Este nombre me parece haberle oído, o leído; sin duda debió ser un hombre grande, un literatazo de la antigüedad; es un hombre de ésos; pero ¿quién diablos sería?
Tan lejos estaba el pobre hombre de prever la tormenta que se fraguaba contra su cabeza.
Conviene saber que don Abundo acostumbraba leer cada día unos cuantos renglones, y un cura vecino suyo, que tenía cierto número de libros, solía prestarle algunos, dándole el primero que le venía a la mano. Aquel sobre el que estaba cavilando entonces don Abundo, convaleciente de la calentura del susto, o·por mejor decir, ya más curado de lo que aparentaba, era un panegírico que en alabanza de San Carlos Borromeo se dijo con énfasis y se oyó con admiración en la catedral de Milán dos años antes. En él se comparaba al Santo con Arquímedes en cuanto al estudio; y hasta aquí no había hallado tropiezo don Abundo, porque Arquímedes hizo tales cosas, y tanto se ha hablado de su sabiduría, que para tener noticia de él no es necesaria una erudición muy vasta. Después de Arquímedes seguía el orador la comparación con Carneades, y aquí el lector se hallaba atollado. En esto fue cuando Perpetua anunció la visita de Antoñuelo.
—¡A estas horas! —exclamó también, como era natural, don Abundo.
—¿Qué quiere usted?, esas gentes no tienen tino; pero si no se le coge al vuelo...
—Seguramente que si no le pesco ahora, ¿quién sabe cuándo le echaré la vista encima? Dile que entre... Oye, ¿estás segura que es Antoñuelo?
—Vaya —respondió Perpetua, bajando la escalera.
Abrió la puerta y dijo:
—¿Dónde estás?
Presentóse entonces Antoñuelo, y al mismo tiempo se dejó ver Inés saludando a Perpetua por su nombre.
—¡Buenas noches, Inés! —contestó Perpetua—. ¿De dónde se viene a estas horas?
—Vengo —respondió Inés— de la aldea inmediata... Y si usted supiera... Justamente por usted me he detenido tan tarde.
—¡Por mí! ¿Y cómo? —preguntó Perpetua.
Y vuelta a los dos hermanos:
—Entrad —dijo—, que allá voy luego.
—Una mujer —prosiguió Inés— de las que todo se lo quieren saber y nada saben... ¿Creerá usted?, estaba empeñada en sostener que usted no se había casado con Pepe Suela—vieja ni con Anselmo Longuiña porque ellos no quisieron, y yo porfiaba en que usted, al contrario, les había dado calabazas a los dos.
—Así es... ¡Qué mentirosa!... ¡qué embusterona! ¿Y quién es esa mujer?
—No me lo pregunte usted, porque soy enemiga de meter chismes.
—Sí, me lo ha de decir usted. ¡Se ha visto semejante embustera!
—Basta ya... usted no puede figurarse cuánto sentí no saber toda la historia para confundir a aquella mujer.
—Es una mentira la más grande del mundo —dijo Perpetua—. Por lo que toca a Pepe, todos saben y han visto... Antoñuelo, entorna la puerta y sube, que voy allá al instante.
Antoñuelo respondió que sí por la parte de adentro, y Perpetua continuó su narración.
Enfrente de la puerta de don Abundo había entre dos casillas una callejuela, que luego torcía hacia el campo. Inés se fue insensiblemente retirando a ella, como si quisiese ponerse en paraje donde poder hablar con más libertad, y Perpetua la fue siguiendo maquinalmente.
Así que volvieron la esquina y se hallaron donde no podía verse lo que pasaba delante de la casa de don Abundo, Inés tosió muy recio, que ésta era la señal concertada. La oyó Lorenzo, animó a Lucía apretándole el brazo, y los dos de puntillas volvieron también su esquina, se cosieron a la pared, se acercaron a la puerta, la abrieron poco a poco, y uno a uno entraron en el zaguán. Allí los aguardaban los dos hermanos. Lorenzo echó con gran tiento el pestillo, y los cuatro subieron la escalera, sin meter más ruido que el que meterían dos personas. Llegados todos a lo alto, los dos hermanos se acercaron a la puerta del cuarto que estaba a la derecha de la escalera y los dos novios se estrecharon a la pared.
—¡Deo gracias! —dijo Antoñuelo con voz vigorosa.
—Antoñuelo, entra —respondieron de adentro.
Abrió Antoñuelo la puerta sólo lo preciso para entrar con su hermano uno tras otro. El golpe de luz que salió de repente por la parte abierta de la puerta, cruzando el pavimento oscuro del rellano, atemorizó a Lucía, como si creyese ser vista. Entrados los dos hermanos, Antoñuelo cerró la puerta, y los novios quedaron inmóviles en la oscuridad con el oído atento y deteniendo el resuello, por manera que el ruido mayor era el que metían los latidos del corazón de la pobre Lucía.
Estaba don Abundo sentado, como hemos dicho, en su sillón antiguo a la escasa luz de un ruin velón, envuelto en una bata vieja, y encapuchado en un gorro todavía más viejo y mugriento que le caía sobre los ojos. Salíanle del gorro dos guedejas pobladas y canas: lo eran. t ambién el bigote, las cejas y la perilla, y como todo sobresalía en una cara morena y bastante arrugada, es fácil hacerse una idea de la rara figura que presentaba el buen don Abundo.
—¡Ah! ¡Ah! —fue el primer saludo con que recibió a los dos hermanos, quitándose al mismo tiempo los anteojos, que metió en el librillo.
—Extrañará el señor cura que haya venido tan tarde —dijo Antoñuelo inclinando el cuerpo, como también lo hizo aunque chabacanamente Gervasio.
—Cierto que es ya muy tarde, bajo todos aspectos. ¿No sabes que es toy malo?
—Lo siento mucho.
—Bien lo habrás oído decir... Y no sé cuándo podré salir a la calle... pero ¿por qué te has traído a la cola a ese... a ese mozuelo?
—Para que me acompañara, señor cura.
—Vaya, pues, vamos.
—Son veinticinco belingas nuevas de las que tienen un San Ambrosio a caballo —dijo Antoñuelo sacando del bolsillo un atadito.
—Veamos —replicó con Abundo.
Y tomando el atadito, se plantó otra vez los anteojos, le desenvolvió, sacó las belingas, les dio mil vueltas, las contó y recontó, y las halló corrientes.
—Ahora, señor cura, me hará usted el favor de volverme el collarcito de mi Tecla.
—Es muy justo —respondió don Abundo.
Y se dirigió a un armario, sacó la llave, miró alrededor como para apartar a los circunstantes, abrió sólo una hoja, ocupó con el cuerpo todo el hueco, metió la cabeza para ver lo que hacía, y un brazo para tomar la prenda: la sacó, cerró el armario, desenvolvió el papelillo, y dijo: «Ésta es; doblóle otra vez, y se la entregó a Antoñuelo.
—Ahora, pues —dijo éste—, sírvase usted hacerme en un papel dos garabatos.
—¿También eso?... —dijo don Abundo—, ¡y lo que saben estos palurdos! ¡Cómo está el mundo en el día! ¿Conque no te fías de mí?
—¿Cómo, señor cura?, muchísimo; pero como mi nombre está puesto allí en su librote, en la hoja de las deudas... puesto que se tomó usted el trabajo de escribir entonces... En fin, somos mortales...
—¡Bien, bien! —interrumpió don Abundo.
Y refunfuñando tiró de un cajoncito de la mesa, sacó papel, pluma y tintero, y se puso a escribir, repitiendo en alta voz las palabras a medida que salían de la pluma. Antoñuelo, entretanto, y a una señal suya su hermano, se colocaron delante de la mesa para quitar que se viera la puerta, y, como por ociosidad, estregaban los pies en el suelo, tanto para avisar a los que estaban afuera, como para que no se oyese el ruido de las pisadas.
Embebecido don Abundo en lo que escribía, en nada reparaba. Al estregar de los cuatro pies, Lorenzo cogió de un brazo a Lucía, y apretándoselo para infundirla ánimo, echó a andar trayéndola toda trémula tras sí, pues sola no hubiera podido dar un paso. Entraron los dos de puntillas, y reprimiendo el resuello, se pusieron detrás de los dos hermanos. En esto, habiendo don Abundo acabado de escribir, leyó el papel sin levantar la vista, y le dobló, diciendo: «¿Estás contento ahora?» Y quitándose con una mano los anteojos, alargó con la otra el papel a Antoñuelo, levantando la cabeza. Tendiendo éste la mano para tomarle, se apartó a un lado, y Gervasio a otro, y he aquí que a manera de una decoración teatral, aparecieron en el medio Lorenzo y Lucía. Parecióle a don Abundo un sueño, quedó absorto, y todo esto en el tiempo que empleó Lorenzo en pronunciar las palabras: «Señor cura, protesto en presencia de estos dos testigos, que ésta es mi mujer.» Aún no había acabado de pronunciar la última palabra, cuando don Abundo había ya dejado caer el recibo, cogido con la mano izquierda el velón, y arrastrado con la derecha el tapete de la mesa, tirando al suelo libro, tintero y salvadera, y saltando entre el sillón y la mesa, se acercó a Lucía. Apenas la pobrecilla con blanda y trémula voz había pronunciado la palabra: «Y este...», cuando don Abundo le echó groseramente sobre la cabeza el tapete para impedirle que concluyese la fórmula, y dejando caer luego la luz que traía en la otra mano, se ocupó con ambas en apretarle el tapete a la cara, en términos que casi la ahogaba, gritando al mismo tiempo con toda su fuerza: «¡Perpetua!, ¡Perpetua!, ¡traición!, ¿quién me socorre?» La luz moribunda en el suelo reflejaba un resplandor pálido e intermitente sobre Lucía, la cual enteramente desalentada, ni siquiera trataba de desenvolverse, por manera que podía compararse con una estatua modelada en barro, sobre la cual hubiese echado el artífice un paño humedecido.
Apagada del todo la luz, dejó don Abundo su presa, buscando a tientas la puerta que conducía a otro cuarto, y habiéndola encontrado, entró en él y se cerró por dentro sin dejar de gritar: «¡Perpetua!, ¡tradición!, ¿quién me socorre? ¡Fuera, fuera de casa!» En el otro cuarto todo era confusión. Lorenzo trataba de agarrar al cura, buscándole con los brazos tendidos para adelante, como si jugara a la gallina ciega, llegó a la puerta, y dando golpes en ella, decía: «¡Abra, usted!, ¡abra usted!, ¡no alborote!» Lucía llamaba con voz desfallecida a Lorenzo, y decía en tono de súplica: «¡Vámonos, por amor de Dios!» Antoñuelo andaba a gatas barriendo con las manos el suelo para encontrar su recibo, y Gervasio, dado al diablo, gritaba buscando la puerta de la escalera para ponerse en salvo.
En medio de semejante gresca, no podemos menos de detenernos un momento para hacer una reflexión.
Lorenzo alborotando de noche en casa ajena, adonde se había introducido furtivamente, y sitiando al dueño en un cuarto, tenía toda la apariencia de un opresor, y sin embargo, era en realidad el oprimido. Don Abundo sorprendido, puesto en fuga y atemorizado mientras se ocupaba sosegadamente en sus negocios, pudiera parecer una víctima; con todo, examinado bien el asunto, él era quien faltaba a su deber. Así van las cosas en este mundo... Quiero decir que así iban en el siglo decimoséptimo.
Viendo el sitiado que el enemigo no pensaba en levantar el sitio, abrió una ventana que caía delante de la iglesia, gritando a gañote tendido: «¡Favor al cura!, ¡favor al cura!» Había la luna más hermosa del mundo; la sombra de la iglesia, y más adelante la larga y aguda de la torre se extendían inmóviles y limpias en el herboso suelo de la plazuela: todos los objetos casi podían distinguirse como de día; sin embargo no parecía alma viviente en todo cuanto alcanzaba la vista. Pero cerca de la pared lateral de la iglesia, y justamente por el lado que miraba a la casa parroquial, había una reducida covacha en que dormía el sacristán, quien, despertándose a las desaforadas voces de don Abundo, saltó de la cama, abrió una hoja de su ventanilla, sacando la cabeza con las pestañas todavía pegadas, y dijo:
—¿Qué sucede?
—Corra usted, Ambrosio —gritó don Abundo—. Socórrame usted; hay gente en casa.
—Voy al momento —contestó el sacristán.
Entróse de nuevo, cerró la ventanilla, y medio dormido y más que medio espantado, encontró al punto un expediente para dar más auxilio del que le pedían, sin meterse en la zambra, cualquiera que fuera. Cogió los calzones que tenía sobre la cama, se los puso debajo del brazo, y bajando a brincos una escalerilla de madera, corrió al campanario, echó mano a la cuerda de la mayor de las campanas, y empezó a tocar a rebato.
Al dan dan de la campana, se sientan en la cama los aldeanos, y los mozos que duermen en los pajares aplican el oído y se levantan: «¿Qué será esto?, tocan a rebato. ¿Si será fuego? ¿Si serán ladrones? ¿Si serán forajidos?» Muchas mujeres aconsejan y piden a sus maridos que no se muevan y dejen que vayan otros; algunos se levantan y se asoman a la ventana; los cobardes, como si cediesen a las súplicas, se acurrucan debajo de la colcha; los más curiosos y los más animosos acuden a coger horquillas y escopetas, y otros se quedan a la expectativa.
Pero antes que los valientes estuviesen en disposición de obrar, y aun antes que estuviesen bien despiertos, ya el alboroto había llegado a oídos de otras personas que velaban vestidas, a saber, los bravos en un paraje, y Perpetua e Inés en otro. Referiremos desde luego en pocas palabras lo que hicieron los primeros desde el instante en que los dejamos parte en la casucha y parte en la taberna. Estos tres, cuando vieron todas las puertas cerradas y las calles sin gente, salieron aparentando que iban muy lejos; dieron una vuelta al lugar para cerciorarse de que todos estaban recogidos, y en efecto, no hallaron alma viviente ni oyeron el más leve rumor.
Pasaron también delante de la pobre casita de Lucía, la más silenciosa de todas, pues nadie había en ella, y luego marcharon en derechura a la casucha para hacer su relación al señor Canoso, el cual se puso inmediatamente un sombrero muy grande, se echó encima una esclavina de hule, tomó en la mano un bordón de peregrino, y dijo: «Vamos, compañeros, silencio y atención a las órdenes.» Con esto echó a andar el primero. Siguiéronle los demás, y en breve llegaron a la casita por camino opuesto al que tomaron nuestros amigos cuando salieron para su expedición. Mandó el Canoso parar a su gente a la distancia de algunos pasos, adelantóse él solo para explorar, y viendo que todo estaba solitario y sosegado, llamó a dos de los suyos que escalasen silenciosamente la cerca del corral, ocultándose luego en un rincón detrás de una grande higuera. Hecho esto, llamó suavemente a la puerta, con ánimo de suponerse un peregrino extraviado que pedía hospedaje hasta que amaneciese. Como nadie respondiese, llamó de nuevo algo más fuerte, y viendo que ninguno resollaba, hizo venir otro bandolero, mandándole que bajase al corral como los otros dos, con el encargo de levantar o correr poco a poco por la parte de adentro el cerrojo para tomar la libre entrada y salida. Todo se ejecutó con gran tiento y feliz resultado. Va entonces a llamar a los demás, los hace entrar consigo y los oculta al lado de los primeros. Abre después la puerta con mucha precaución, coloca allí dos centinelas, y marcha en derechura a la otra puerta del piso bajo. Allí llama igualmente, y aguarda en vano que le respondan: empuja también poquito a poco aquella puerta, pero nadie pregunta: ¿Quién es? Nadie se mueve y según el Canoso, la cosa iba perfectamente. Llama, pues, a los que estaban escondidos detrás de la higuera, y entra con ellos en aquel cuarto bajo en donde por la mañana había traidoramente mendigado un pedazo de pan. Saca eslabón, piedra, yesca y pajuela, enciende una linternita que llevaba consigo, entra en otro cuarto más adentro para cerciorarse si había alguien, y a nadie encuentra.
En seguida vuelve atrás, se asoma a la puerta de la escalera, aplica el oído, y todo es soledad y silencio. Deja en el piso bajo otros dos centinelas y hace que le siga el Gritapoco, un bravo de la ciudad de Bérgamo, que era el que debía amenazar, acallar, mandar, en una palabra, ser el que hablase, a fin de que su dialecto hiciese creer a Inés que la expedición venía de aquel país.
Con este valentón al lado y los otros detrás subió el Canoso la escalera muy de quedo, echando un voto para sí a cada escalón que rechinaba y a cada pisada de aquellos bribones que metía algún ruido.
Llegado arriba, «aquí está la liebre», dijo entre sí, y empujando suavemente la puerta de la primera pieza, mete la cabeza y encuentra oscuridad, aplica el oído para oír si alguno ronca, respira o se menea; pero nadie se mueve: avanza entonces, se pone la linterna delante, para ver sin ser visto, abre de par en par la puerta, y viendo una cama corre hacia ella, pero la encuentra hecha y vacía. Se encoge de hombros, vuelve a los compañeros, les hace señal de que va a la otra pieza y que le sigan sin meter ruido. Con efecto entra en ella, hace las mismas ceremonias, y encuentra lo mismo. «¿Qué diablos es esto? —dijo en voz alta—. ¿Si alguno nos habrá vendido?» Todos entonces se ponen a buscar con menos silencio; no hay rincón que no registren trasteando por la casa de arriba abajo. Mientras estaban ocupados en la faena, los dos que guardaban la puerta de la calle oyen venir alguien hacia ella y acercarse con menudos y presurosos pasos, y suponiendo que cualquiera que sea pasará adelante, se quedan quietos sin dejar de estar prevenidos para todo evento. Cesan las pisadas a la puerta, y era Mingo que venía enviado por el padre capuchino para avisar a las dos mujeres, que por amor de Dios huyesen al instante y se refugiasen al convento, porque... El porqué ya lo saben nuestros lectores. Agarra Mingo la aldaba para llamar, y advierte que está desclavada: «¿Qué es esto?» dice para sí, y atemorizado empuja la puerta, que se abre sin resistencia. Mete un pie dentro con gran cautela, y se siente coger por ambos brazos y que en voz baja le dicen: «Si chistas, mueres.» Mingo, al contrario, da un grito furioso: uno de los bandoleros le pega un bofetón en la boca, y el otro saca un puñal para asustarle. Tiembla el pobre muchacho como un azogado, sin pensar en gritar, cuando de repente, y con otro tono, suena el primer toque de la campana, y tras de aquél otros.
El que mal anda siempre está en brasas, dice un refrán milanés; así es que a los dos bandoleros les pareció oír en aquel toque de campanas, su nombre, su apellido y apodo, por lo cual soltaron más que de prisa a Mingo, metiéndose en la casa en donde estaban los demás. Mingo en libertad, echó a correr por la calle, tomando el camino del campanario, en donde por lo menos debía haber algunas personas. La misma impresión hizo la campana en los demás guapos. Con esto se aturden, se confunden, tropiezan unos con otros, y cada uno busca el camino más corto para coger la puerta: sin embargo, era gente a toda prueba, y acostumbrada a no arredrarse por cosa alguna; pero no pudieron mantenerse firmes contra un peligro indeterminado y que no previeron antes de que se les echase encima.
Fue necesaria toda la superioridad del Canoso para que no se desbandase la chusma, y se convirtiese en fuga la retirada. Así como el perro que guarda una piara de cerdos, corre de una a otra parte para reunir a los que se desbandan, acometiendo a la oreja del uno, mordiendo el rabo del otro, y ladrando al más descarriado, de la misma manera atrapa el Canoso a uno que ya tocaba el umbral de la puerta, detiene con el bordón a dos que estaban cerca de ella, grita a otros que corrían sin saber dónde, tanto que al fin consigue reunirlos a todos en el corral, y aquí les dice: «¡Alto!, ¡alto! Prontas las pistolas, listos los puñales, y todos unidos marchemos: así es como se debe ir. ¿Quién queréis, majaderos, que se nos acerque estando juntos?, pero si fuésemos uno a uno, hasta los aldeanos, se os atreverían. ¡Qué vergüenza! Ea, todos detrás de mí, y bien unidos.» Después de esa lacónica arenga, se puso al frente y salió el primero. La casa, como dijimos, estaba a la salida del lugar, tomó el Canoso aquel camino, y todos le siguieron en buen orden.
Dejémoslos ir, y volvamos unos pasos atrás para buscar a Inés y a Perpetua, que dejamos plantadas a la vuelta de cierta esquina. Inés había procurado alejar a Perpetua todo lo posible de la casa de don Abundo, y hasta cierto punto la cosa había salido perfectamente. Pero la criada se acordó de repente que la puerta quedaba abierta, y quiso volver atrás. Nada había que oponerle, e Inés para no escamarla tuvo que dar la vuelta con ella, y retroceder, haciendo sin embargo lo posible para entretenerla cada vez que la veía enfervorizada en la relación de sus malogrados casamientos. Aparentaba oírla con atención; y de cuando en cuando, para manifestar que no se distraía y alimentar la charla, decía: «Cierto, ya comprendo; va bien; claro está; ¿y luego?; ¿y él?; ¿y usted?» Pero entretanto discurría en lo interior de esta manera: «¿Si habrán salido ya? ¡Qué torpes ·hemos andado en no haber convenido en una señal para que me avisasen cuando la cosa estuviese hecha! ¡Qué torpeza! En fin, no hay remedio: ahora lo mejor es entretener a ésta, pues a turbio correr nada hay perdido sino un poco de tiempo más.»
De esta manera, a pausas y a carreritas, habían llegado las dos mujeres a poca distancia de la casa de don Abundo, que por causa de la esquina no veían todavía. Tratándose un punto importante de la narración, Perpetua sin advertirlo se había detenido, cuando de repente llegaron tronando a sus oídos aquellos primeros gritos desaforados de don Abundo: «¡Perpetua! ¡Perpetua! ¡Traición! ¿No hay quien me socorra?»
—¡Válgame Dios! ¿Qué será esto? —exclamó Perpetua en ademán de echar a correr.
—¿Qué es eso?, ¿qué es eso? —dijo Inés deteniéndola por el guardapiés.
—¡Válgame Dios! ¿No ha oído usted? —replicó desasiéndose Perpetua.
—Pero ¿qué es? —repitió Inés cogiéndola de un brazo.
—¡El diablo de la mujer! —exclamó Perpetua librándose de ella con un empellón, y echó a correr.
Al mismo tiempo, más lejos y más agudos se oyeron los chillidos de Mingo.
—¡Válgame Dios! —exclamó también Inés corriendo detrás de la otra.
Aún no habían andado cuatro pasos, cuando el esquilón empezó sus toques, que hubieran sido espuelas, si de ellas hubiesen necesitado.
Perpetua llegó como unos dos pasos antes, y al echar la mano a la puerta para empujarla, la abrieron de par en par por dentro, y se encontró en el umbral con Antoñuelo, Gervasio, Lorenzo y Lucía, los cuales habían dado con la escalera, la bajaron a brincos, y oyendo luego aquel tocar a rebato, corrían a todo correr para escaparse.
—¿Qué hay?, ¿qué hay? —preguntó Perpetua jadeando a los dos hermanos, que contestaron con un empellón, y se escurrieron—. ¿Y vosotros? ¡Cómo! ¿Qué hacéis aquí vosotros? —preguntó luego a la otra pareja, así que vio quiénes eran; pero ellos también salieron sin contestar palabra.
Para acudir Perpetua a lo más urgente, no trató de hacer mayores indagaciones, sino que entró apresuradamente en el zaguán, dirigiéndose a tientas a la escalera.
Los dos novios medio desposados se encontraron con Inés, que fatigada y afanosa, acababa de llegar.
—¡Ah!, ¿aquí estáis? —dijo sacando con trabajo las palabras—... ¿Cómo habéis salido? ¿Y qué es eso de la campana? Me parece haber oído...
—A casa, a casa —interrumpió Lorenzo—, antes que se reúna gente.
En esto llega Mingo, los conoce, se para delante de ellos, y todavía temblando, con voz casi apagada, dijo:
—¿Adónde van ustedes? Vuélvanse aprisa y al convento.
—¿Eres tú? —dijo Inés—; ¿qué hay? —preguntó Lorenzo—; y llena de te— rror, Lucía temblaba sin hablar palabra.
—Que los demonios andan en casa —contestó Mingo jadeando—; yo mismo los he visto; me quisieron matar. Lo ha dicho el padre Cristóbal y ha dicho que usted, Lorenzo, vaya también al punto: y luego yo los he visto. Fortuna que los encuentro a ustedes aquí. Ya lo diré todo cuando estemos más lejos.
Lorenzo, que era el que estaba más en su acuerdo, juzgó que por un lado o por otro convenía irse al instante antes que llegase gente: que lo más acertado sería hacer lo que aconsejaba, o por mejor decir mandaba Mingo con toda la fuerza de un espantado, y que luego por el camino, y fuera de todo peligro, se podría saber por menor del muchacho lo que pasaba.
—Con efecto —le dijo—, vete delante; y vámonos con él —dijo a las muJeres.
Y los cuatro volvieron atrás. Tomando aprisa hacia la iglesia, atravesaron su plazuela, donde por fortuna no había aún alma viviente; entraron en una callejuela que atravesaba entre la iglesia y la casa de don Abundo, se metieron por el primer atajo, y siguieron su camino por medio de los campos.
No habían andado cincuenta pasos cuando empezó a acudir gente, aumentándose por momentos; mirábanse unos a otros; cada uno tenía cien preguntas que hacer, y ninguna respuesta que dar. Los que llegaron primero, corrieron a la puerta de la iglesia, y la encontraron cerrada; se dirigieron entonces al campanario, y uno de ellos acercó la boca a una especie de tronera, diciendo:
—¿Qué diablos hay?
Cuando Ambrosio oyó voz conocida, soltó la cuerda de la campana, y notando por el murmullo que se había juntado mucha gente:
—Voy a abrir —contestó.
Púsose de cualquier manera los calzones, que hasta entonces había tenido debajo del brazo, y por la parte de adentro abrió la puerta de la iglesia.
—¿Qué alboroto es éste? —preguntaron muchos—; ¿qué hay?, ¿qué ha sucedido?
—¿Cómo qué hay?—dijo Ambrosio teniendo con una mano una hoja de la puerta, y sosteniéndose con la otra los calzones—. ¿Cómo?, ¿no lo saben ustedes? Hay gente en casa del señor cura. ¡Ánimo, muchachos, a ellos!
Todos se dirigieron entonces a casa de don Abundo: miran, se acercan en tropel, vuelven a mirar, aplican el oído, y no hallan novedad alguna . Otros van a la puerta de la calle, y la encuentran cerrada y atrancada; miran arriba, y no ven ventana alguna abierta ni oyen el menor ruido.
—¡Hola! ¿Quién está ahí dentro? —gritan—; ¡señor cura!, ¡señor cura!
Don Abundo que, vista la fuga de los invasores, se había retirado de la ventana, y acababa de cerrarla, estaba en aquel momento batallando en voz baja con Perpetua por haberle dejado solo en aquel peligro; cuando oyó que el pueblo le llamaba, tuvo que asomarse de nuevo a la ventana; y viendo tanta concurrencia, se arrepintió de haberla provocado.
Mil voces a la vez gritaban diciendo:
—¿Qué ha sido? ¿Qué le han hecho a usted? ¿Adónde están? ¿Quiénes son?
—Ya no hay nadie: os doy las gracias; volveos a vuestras casas. Ya no hay nada: gracias, hijos, gracias por vuestra atención.
Aquí empezaron algunos a refunfuñar, otros a burlarse, otros a votar, otros a encogerse de hombros, y ya todos se marchaban, cuando llegó uno tan agitado, que apenas podía echar el aliento. Vivía éste casi en frente de la casa de Inés, y habiéndose asomado a la ventana al oír el ruido, había visto en el corral aquella confusión de los bravos cuando el Canoso trabajaba para reunirlos. Recobrando el aliento, gritó:
—¿Qué hacéis aquí, muchachos? El diablo no está en este sitio sino al último de la calle, en casa de Inés Mondella. Hay gente armada dentro; parece que quieren matar a un peregrino. ¿Quién sabe qué diablos hay allí?
—¿Qué dices?, ¿qué es eso? —preguntan algunos.
Y principia una consulta tumultuosa.
—Conviene ir, es necesario ver. ¿Cuántos somos? ¿Cuántos son ellos? ¿Cuántos son?... ¿El cónsul? ¿Dónde está el cónsul?
—Aquí estoy—contesta el cónsul en medio de la turba—, aquí estoy: es preciso que me ayudéis, y sobre todo que me obedezcáis. Pronto, ¿adónde está el sacristán? ¡La campana!, ¡la campana! Que uno vaya corriendo a Lecco para pedir auxilio. Venid aquí todos.
Unos se presentaron; otros, deslizándose entre la muchedumbre, tomaron soleta. El alboroto era grande, cuando llegó otro que los había visto huir, y también él a su vez gritaba:
—Corred, muchachos; son ladrones o bandoleros que huyeron con un peregrino. Ya están fuera del pueblo, ¡a ellos!, ¡a ellos!
A este aviso, sin aguardar más orden, echan a andar todos de tropel hacia la salida del pueblo, y a medida que el ejército se adelanta, muchos de la vanguardia acortan el paso y se van quedando atrás, o se confunden con los del centro. Los últimos avanzan, y por fin llega el enjambre confuso al paraje indicado. Recientes y claras estaban las señales de la invasión; las puertas abiertas, los cerrojos arrancados; pero los invasores habían desaparecido. Entra la turba en el corral, llega a la puerta del piso bajo, y la halla también desquiciada. Unos llaman a Inés, otros a Lucía, y otros al peregrino. «Sin duda Esteban lo habrá soñado dicen algunos. —No por cierto, responden otros, que los vieron también Carlos y Andrés.» Vuelven a llamar al peregrino, a Inés y a Lucía; y como nadie responde, se persuaden de que se las han llevado. Hubo entonces varios que levantando la voz, propusieron que se siguiese a los ladrones diciendo que era una iniquidad, y sería una deshonra para el lugar si cualquier bribón pudiese impunemente llevarse las mujeres, lo mismo que el milano se lleva los pollos en una era descuidada. Aquí hubo nueva consulta, y más tumultuosa; pero uno, que nunca se supo quién fue, esparció la voz de que Inés y Lucía se habían puesto a salvo en otra casa. Difundióse rápidamente la especie, y como adquiriese crédito, ya nadie volvió a hablar de perseguir a los fugitivos; con lo que se diseminó la turba, retirándose cada uno a su casa. Por todas partes se oía bullicio, llamar y abrir las puertas, parecer y desaparecer luces, mujeres a las ventanas preguntando, y gentes respondiendo desde las calles. Vueltas éstas a su antigua soledad, continuaron las conversaciones en las casas y murieron entre bostezos para empezar de nuevo al día siguiente; sin embargo, no hubo más hecho sino que aquella mañana, estando el cónsul en el campo, apoyado en su azadón, cavilando acerca de los acontecimientos de la noche anterior y discurriendo qué cosa en razón de sus atribuciones le tocaba hacer, vio venir hacia él dos hombres de gallarda presencia, ricamente puestos, aunque parecidos en lo demás a los que cinco días antes acometieron a don Abundo, cuando no fuesen los mismos; los cuales con menos ceremonia que entonces le intimaron que si deseaba morir de enfermedad, se guardase bien de dar parte al Podestá de lo ocurrido, de decir la verdad en el caso de que fuese preguntado y de tener habladurías y fomentarlas entre los aldeanos.
Mucho tiempo caminaron aprisa y en silencio Lorenzo, Inés y Lucía, volviéndose ya uno, ya otro para ver si alguien los seguía, molestando a los tres la fatiga de la fuga, la incertidumbre en que se hallaban, el sentimiento del mal éxito de la empresa, y el temor confuso de un peligro aún no bien conocido. Afligíalos todavía más el toque contimio de la campana, que, disminuyéndose al paso que se alejaban, parecía más lúgubre y de peor agüero. Cesado por fin el campaneo, y hallándose nuestros fugitivos en paraje solitario y silencioso, acortaron el paso, y fue Inés la primera que, cobrando ánimo, rompió el silencio, preguntando a Lorenzo cómo había salido la cosa, y a Mingo, quién diablos eran los que había en su casa. Contó Lorenzo brevemente su historia; y vueltos luego los tres al muchacho, refirió éste circunstanciadamente el aviso del padre Cristóbal, y dio cuenta de lo que él mismo había visto y del riesgo que había corrido, lo que confirmaba demasiado aquel aviso. Comprendieron los oyentes más de lo que pudo decirles Mingo: estremeciéronse al oír aquella relación; se pararon un momento en medio del camino y se miraron unos a otros como espantados. Luego con unánime impulso acariciaron al muchacho, tanto para darle tácitamente las gracias por haber sido para ellos un ángel tutelar como para manifestarle la lástima que les causaba, y en cierto modo pedirle perdón de lo que por ellos había sufrido y del peligro en que se había visto.
—Vuélvete, pues, a casa —le dijo Inés—, para que tus gentes no estén con cuidado.
Y acordándose de la promesa de las dos monedas, le dio cuatro, añadiendo:
—Vaya, pide a Dios que nos veamos presto.
Lorenzo le dio también una berlinga, encargándole que nada dijese de la comisión del padre Cristóbal, y Lucía le acarició de nuevo, le saludó afectuosamente, y el muchacho enternecido se despidió de todos, tomando el camino de su casa. Los tres entonces prosiguieron pensativos el suyo, las dos mujeres adelante, y Lorenzo detrás como para escoltarlas. Iba Lucía agarrada del brazo de su madre, y evitaba con blandura el auxilio que el mozo le ofrecía en los malos pasos de aquel camino extraviado, avergonzándose entre sí, aun en medio de tales apuros, de haber permanecido tanto tiempo sola y tan familiarmente con él, cuando esperaba ser dentro de pocos instantes su esposa. Pero disipando ya desgraciadamente aquel lisonjero sueño, se arrepentía de haberse excedido tanto; y entre los infinitos motivos de temor, temblaba también, no por efecto de aquel pudor que nace de la certeza del mal obrar, sino de ciertos recelos desconocidos semejanttcs al miedo del muchacho que tiembla en la oscuridad sin saber qué es lo que teme.
—¿Y nuestra casa? —exclamó Inés de pronto.
Pero por muy justo que fuese el cuidado que arrancaba aquella exclamación, nadie contestó, porque nadie podía darle una respuesta satisfactoria. De esta manera continuaron en silencio su camino, hasta que por fin desembocaron en una plazuela, delante de la iglesia del convento.
Acercóse Lorenzo a la puerta, y habiéndola empujado suavemente, se abrió, iluminando los rayos de la luna que penetraban en ella la cara pálida y la barba blanca del padre Cristóbal, que los estaba aguardando cuidadoso. Viendo que nadie faltaba:
—¡Gracias a Dios! —exclamó.
Y les hizo señas de que entrasen. Estaba al lado del religioso otro capuchino, y era el sacristán lego, que cediendo a las súplicas y razones del padre Cristóbal, se había prestado a velar con él, a dejar entornada la puerta, y a quedar de centinela para acoger a aquellos desgraciados.
Y a la verdad era necesaria toda la autoridad de fray Cristóbal y su opinión de santo, para determinar al lego a una condescendencia, sobre incómoda, irregular y peligrosa. Así que entraron, entornó el padre Cristóbal otra vez la puerta, y entonces fue cuando no pudiendo resistir ya el sacristán, le llamó aparte susurrándole al oído:
—¡Pero, padre, de noche! ¡En la iglesia! ¡Con mujeres!... ¡Cerrar la puerta!... ¿Y la regla?... ¡Pero, padre! (diciendo esto meneaba la cabeza).
Mientras pronunciaba con dificultad estas palabras, el padre Cristóbal estaba pensando que si hubiese sido un asesino, perseguido por la justicia, fray Fado no le hubiera puesto dificultad ni embarazo, y ¡a una pobre inocente que huía de las garras del lobo!... «Omnia munda mundis», dijo luego volviéndose de repente a fray Fado, sin acordarse que no entendía latín; pero semejante olvido fue justamente lo que produjo su efecto; porque si el padre Cristóbal se hubiera puesto a argüir con raciocinios, no le hubieran faltado a fray Fado razones que oponer, y sabe Dios hasta cuándo hubiera durado la disputa; pero al oír aquellas palabras, para él misteriosas, y pronunciadas con tanta resolución, se le figuró que debían contener la solución de todos sus escrúpulos. Tranquilizóse, pues, y dijo:
—Está bien; usted sabe más que yo.
—Fíese usted de mí —contestó el padre Cristóbal.
Y a la luz lánguida que ardía delante del altar, se acercó a sus protegidos, que perplejos estaban aguardando, y les dijo:
—Hijos míos, dad gracias al Señor que os ha librado de un peligro... Quizá en este momento...
Y aquí se extendió explicándoles lo que les había mandado a decir por el muchacho, pues no sospechaba que tuviesen más noticias que él, y suponía que Mingo los había encontrado tranquilos en su casa antes que llegasen los bandoleros. Ninguno le desengañó, ni tampoco Lucía, a quien sin embargo le acusaba la conciencia por semejante simulación con un hombre de su clase; pero aquélla era la noche de los enredos y de las ficciones.
—Ya veis —prosiguió el religioso— que en esta tierra no hay seguridad para vosotros. Éste es vuestro país; habéis nacido en él; no habéis hecho daño a nadie; pero Dios lo quiere. Es una prueba, hijos míos; soportadla con paciencia, con fe, sin resentimiento, y no dudéis que llegará un tiempo en que os alegréis de lo que ahora os está pasando. Yo he pensado ya en buscaros un refugio por estos primeros momentos, pues espero que presto podréis volver a vuestra casa. De todos modos, Dios proveerá para vuestro provecho, y yo procuraré corresponder a la gracia que me hace, eligiéndome como ministro suyo para consolaros en vuestras tribulaciones. Vosotras —continuó dirigiéndose a las mujeres—, iréis a***, allí estaréis fuera de peligro, y al mismo tiempo no lejos de vuestra casa. Buscaréis nuestro convento, y preguntando por el padre guardián, le entregaréis esta carta. Él será para vosotras otro fray Cristóbal. Y tú también, Lorenzo mío, debes por ahora sustraerte a la ira ajena y a la tuya. Lleva, pues, esta otra carta al padre Buenaventura de Lodi en nuestro convento de la puerta oriental de Milán: este religioso te servirá de padre, te acomodará y te buscará dónde trabajar hasta que puedas volver a vivir aquí tranquilamente. Iréis todos a la orilla del lago cerca de donde desagua el Bión, arroyo a poca distancia del convento. Allí veréis un bote parado, diréis «Barca», os preguntarán para quién, responderéis «San Francisco». Entonces os acogerán en él, y os trasladarán al otro lado, en donde encontraréis un carruaje que os llevará en derechura a***.
El que preguntase cómo fray Cristóbal tenía tan presto a su disposición semejantes medios, manifestaría que ignoraba cuán grande era en aquel tiempo el poder de un capuchino en opinión de santo.
Faltaba hablar del cuidado de las casas. Tomó el padre las llaves, encargándose de entregarlas a los que Lorenzo e Inés le indicaron. Al dar Inés la suya, arrojó un profundo suspiro acordándose de que su casa estaba abierta, que había puesto en ella los pies el diablo, ¿y quién sabe lo que quedaba que guardar?
—Antes que os marchéis —<lijo el padre—, dirijamos nuestras súplicas al Señor, para que sea con vosotros en este viaje, y siempre, y sobre todo para que os dé fuerza y voluntad de querer lo que Él quiere.
Diciendo esto, se arrodilló en medio de la iglesia, y todos hicieron lo mismo. Después de haber rezado algunos instantes en silencio, pronunció el padre en voz sumisa, pero clara, una plegaria en que todos le acompañaron, implorando la divina misericordia en favor del que era la causa principal de aquel trastorno, y pidiendo a Dios que le tocase el corazón para que se convirtiera.
Levantándose después aprisa, dijo:
—Vaya, hijos; no hay que perder tiempo: Dios os guíe, y el ángel de la guarda os acompañe; adiós.
Y mientras ellas se iban con aquella conmoción que no pueden expresar las palabras, y que se manifiesta sin ellas, añadió el padre con voz de enternecimiento:
—Me da el corazón que presto hemos de volvernos a ver.
Y sin aguardar respuesta, se retiró apresuradamente. Salieron los viajeros, y fray Facio cerró la puerta, despidiéndolos también él con voz algo alterada.
Dirigiéronse, pues, los tres a la orilla indicada, vieron el bote, y dada la señal, se embarcaron en él. Cogiendo el barquero dos remos, y bogando luego a dos brazos, se largó hacia el lado opuesto.
No corría viento alguno, estaba el lago como una balsa de aceite, y hubiera parecido inmóvil, a no ser por el ligero y trémulo ondear de la luna, que desde lo alto del cielo reflejaba en él como en un espejo; oíase sólo el suave y lento murmullo de las olas que lamían el guijo de la orilla; más lejos el ruido del agua que se estrellaba en los pilares del puente, y los golpes compasados de los remos que cortaban el agua, salían de ella goteando y volvían a sumergirse. Las ondas que cortaba el bote, reuniéndose detrás de la popa, dejaban señalada una raya que se iba separando de la orilla. Silenciosos los pasajeros, con la cara vuelta al punto que abandonaban, miraban las montañas y el país iluminados por el resplandor de la luna y variados de trecho en trecho por medio de grandes sombras.
Divisábanse las aldeas, las casas y hasta las cabañas. Descollando el palacio de don Rodrigo con su torre chata sobre el miserable caserío amontonado en la falda del cerro, despertaba la idea de un hombre feroz que de pie en las tinieblas, al lado de unos compañeros dormidos, velaba meditando un delito. Viole Lucía y estremecióse. Atravesó con la vista toda la pendiente hasta fijarla en su aldea: buscó la extremidad de ella, descubrió su casita, distinguió la espesa copa de la higuera que sobresalía de la cerca del corralito, vio la ventana de su aposento, y sentada como estaba en el bote, apoyó el codo en el borde, bajó la frente sobre él como para dormirse, y lloró secretamente.
¡Adiós, montañas que salís de las aguas, y vosotras, elevadas al cielo, cumbres desiguales, que conoce el que creció a vuestra vista, y que impresas estáis en su mente como los objetos más familiares! ¡Adiós, torrentes cuyo curso estrepitoso le es tan conocido como el tono de voz de las personas de su familia! ¡Aldeas que blanqueáis esparcidas por esas pendientes como rebaños de ovejas, adiós! ¡Cuán triste es el trance del que criado entre vosotros tiene que abandonaros! En la imaginación del mismo que voluntariamente se aleja, halagado con la esperanza de próspera fortuna, pierden su atractivo en aquel instante los sueños de grandes riquezas; se admira de haber podido determinarse a partir, y al punto regresaría si no esperara volver presto poderoso. Cuando recorre los llanos, retrae la vista cansada al aspecto de aquella monótona extensión, y le parece pesada y sin movimiento la atmósfera. Se introduce con tristeza en las ciudades tumultuosas, y las casas pegadas a otras casas, y las calles que desembocan en otras calles, fatigan su respiración, y delante de los magníficos edificios que admira el extranjero, piensa con inquieto deseo en el campo de su país, y en la casita a que de largo tiempo atrás tiene echado el ojo para comprarla cuando vuelva rico a sus hogares.
¿Y qué será de aquel que ni con el deseo momentáneo pasó más allá de aquellas mismas montañas? ¿Y de aquel que a solas ellas redujo todos los proyectos de su futura suerte y a quien aleja una fuerza opresora? ¿Qué será de aquel que separado de sus más dulces, más queridos hábitos, y frustrado en sus esperanzas, deja aquellas montañas para ir en busca de extranjeros que nunca deseó conocer, no pudiendo, ni en conjetura, figurarse el momento de su vuelta? ¡Adiós, casa nativa, en donde con ocultas ansias aprendió el oído a distinguir de las pisadas comunes el ruido de unos pasos deseados con temor misterioso! ¡Adiós, casa todavía extraña, casa mirada tantas veces de paso y no sin rubor, en la que se complace la imaginación, suponiéndola la morada tranquila y perpetua de una futura esposa! ¡Adiós, iglesia en donde tantas veces entró el ánimo tranquilo a cantar las alabanzas del Señor, y en donde el suspiro secreto del corazón debía ser bendecido, y debía imponerse como obligación el amor después de santificado, adiós!
De esta clase, si no precisamente los mismos, debían ser los pensamientos de Lucía, y poco diferentes los de los dos peregrinos, mientras el bote se iba acercando a la orilla derecha del Ada.