Читать книгу Los novios - Alessandro Manzoni, Alessandro Manzoni - Страница 6
ОглавлениеINTRODUCCIÓN
«La historia puede considerarse como una guerra ilustre contra el tiempo, porque al arrancarle de las manos los años, que ha reducido a dura esclavitud, convirtiéndolos en cadáveres, la historia los resucita, los examina, y al revistados los alínea de nuevo en orden de batalla. Pero los ilustres campeones de semejante torneo tan sólo cosechan palmas y laureles, los despojos más ricos y resplandecientes, embalsamando por medio de la tinta las proezas de los príncipes, potentados y personajes de noble estirpe, zurciendo con la aguja de su talento los rasgos escritos con hilos de oro y seda, un brocado de acciones gloriosas.
»No le es permitido, sin embargo, a mi pequeñez elevarse a tamaños asuntos, a sublimidades tan peligrosas, que podrían exponerme al riesgo de perderme en los intrincados laberintos de las intrigas políticas, por dejarme guiar por el estruendo de las bélicas trompas.
»Pero habiendo tenido conocimiento de hechos memorables, que atañen a gente de humilde cuna y escasa importancia, me propongo transmitirlos a la posteridad, haciendo su verídico relato. En él se verá, en reducido escenario, surgir dolorosas tragedias de horror, y escenas de refinada maldad, mezcladas con empresas virtuosas y de angelical bondad, en contraposición a diabólicos designios. Ya la verdad, que si nos paramos a reflexionar que nuestro territorio está sometido a la dominación del Rey Católico, nuestro señor, que es ese esplendente sol que jamás se pone, y que sobre el mismo horizonte, con reflejada luz, como la de una luna que no tuviese fases, brilla el héroe de ilustre raza, que pro tempore, le representa, y que los muy altos senadores, a manera de estrellas fijas, y los demás magistrados, a semejanza de planetas errantes, reparten por doquier su luz, formando un nobilísimo cielo entre todos, no se nos alcanza la causa de que tal cielo se transforme en un infierno de acciones tenebrosas, maldades y crímenes, y que vaya multiplicándose el número de los hombres temerarios, a menos de no reconocer, como causa para ello, las malas artes e intervención del diablo, puesto que la malicia humana, por sí sola, no debería poder resistir a tantos héroes que con ojos de Argos y brazos de Briareo, se afanan y trabajan en bien de la cosa pública.
»Al descubrir lo ocurrido en los tiempos de mi temprana edad, aun cuando la mayor parte de las personas que en mi relato figuran, hayan desaparecido del mundo, pagando tributo a las Parcas, sin embargo, por justos miramientos callaré sus nombres, es decir los de sus familias, y lo mismo haré con los sitios en que los hechos tuvieron lugar, indicando tan sólo a bulto, los territorios. Nadie podrá imputar esto como una imperfección de mi relato o deformidad del mismo, a menos que quien tal piense no sea persona enteramente desprovista de filosofía; porque las personas versadas en esta materia verán que nada falta a la sustancia de la expresada narración. Así es que siendo cosa evidente y que nadie podrá negar, que los nombres son simples accidentes...»
La primera idea que me asaltó, después de desojarme para conseguir descifrar los garrapatos de descolorida tinta de este manuscrito, para llevar a feliz término el transcribir la historia que en él se cuenta, fue si después de haber logrado, como hoy se dice, darla a luz, no podría encontrarme con que nadie quisiese tomarse el trabajo de leerla.
La duda de que esto pudiera acontecer, y la de que el ímprobo trabajo, que me estaba tomando, fuese perdido, me impulsaron a suspender la copia, y a reflexionar, maduramente, lo que más me convenía hacer.
La verdad es, me decía yo, hojeando el manuscrito, que de esta granizada de sentencias, no está empedrada toda la obra. El bueno del sentencista[1] ha querido empezar echándosela de sabio, pero en el transcurso de la narración y algunas veces en el curso de la misma, el estilo es más llano. Esto es verdad; sin embargo ¡es tan vulgar!, ¡tan falto de vigor!, ¡tan chavacano!, ¡tan correcto! Idiotismos lombardos, a montones, frases empleadas al revés, construcciones gramaticales arbitrarias, períodos cojos y mancos, revueltos con algunas elegancias españolas sembradas aquí y allí, y lo que es peor aún, en los pasajes más terribles y conmovedores del relato, sin ton ni son, citas para llamar la atención hacia todo lo que lo merece... Algunas flores retóricas no pegarían mal, siendo delicadas y de buen gusto, pero veo que este bendito señor reincide y persevera en escribir con la retórica de mal gusto que al principio empleó, reuniendo cualidades tan opuestas, en apariencia, como la de trivial y afectado en la misma página, en un mismo período, y hasta podríamos decir que casi en una misma frase.
Declamaciones ampulosas, empedradas con solecismos vulgares, y por todas partes rebosando la pretensión y la torpeza que es el carácter distintivo de los escritores del siglo, en nuestro país. No son éstas, a la verdad, cosas que puedan ofrecerse al público de hoy día, asaz experto y hastiado, con razón, de semejantes extravagancias.
Fortuna mía es que me haya ocurrido esta idea, antes de emprender de lleno mi trabajo. Me lavo, pues, las manos.
Decidido ya casi a cerrar el manuscrito, para no ocuparme más de él, me dolía no obstante que tan peregrina historia quedase para siempre ignorada, pues aun cuando al lector podía parecerle otra cosa, a mí me parecía interesantísima.
¿Por qué, pues, no decidirme a conservar la serie de hechos, que el manuscrito contiene, y escribir la historia de nuevo? Y como no se me ocurrió ningún porqué que oponer a éste, adopté resueltamente el partido de escribirla.
He aquí el origen del presente libro.
Algunos de los hechos, sin embargo, ciertas costumbres descritas por el autor, me parecieron tan sorprendentes, tan extrañas por no decir otra cosa, que antes de darles crédito quise cerciorarme invocando nuevos testimonios. Me tomé, pues, el trabajo de hojear las memorias de aquellos tiempos, para cerciorarme de que efectivamente caminaba así por entonces el mundo.
La investigación disipó por completo todas mis dudas, pues me encontré con cosas no sólo seme jantes , sino mucho peores aún, y lo que más me convenció fue el hallarme retratados, con fidelidad fotográfica, personajes de que no había tenido jamás noticia más que por el citado manuscrito, origen de haber yo dudado que hubieran podido existir. Cuando sea necesario, citaré algunos testimonios, para conquistarme la fe de mis lectores, acerca de cosas que, por lo peregrinas, pudieran caer en la tentación de resistirse a creer verídicas.
Pero volviendo al estilo y desechando como inaceptable el del autor del manuscrito, ¿cuál debía ser el estilo adecuado? Ésta era la dificultad.
Todo el que, sin pedírselo nadie, se mete a corregir el estilo de otro, contrae la responsabilidad de dar estrecha cuenta de aquel con que le sustituye. Éste es un principio de hecho y de derecho, a que en manera alguna pretendo sustraerme. Es más, para probar que me sometía gustoso a esta responsabilidad, me propuse explicar minuciosamente la razón de haber empleado el lenguaje que he empleado. Con este propósito, al hacer mi trabajo, he procurado adivinar las censuras, probables y posibles, que se me podrían dirigir, con el intento de refutarlas anticipadamente.
No es pues de ahí de donde hubiera podido surgir la dificultad; puesto que (en honor de la verdad sea dicho) no se me ocurría objeción a que no me fuese fácil oponer victoriosa réplica, sino resolviendo la cuestión, haciéndola por lo menos cambiar de aspecto. A veces, poniendo frente a frente dos objeciones, éstas recíprocamente se combatían, y profundizando algo más y analizándolas y comparándolas, sosegadamente, se venía en conocimiento de que, aun cuando aparentemente eran opuestas, en el fondo eran del mismo género, y provenían ambas de no haberse tenido en cuenta los hechos y los principios sobre los que se había fundado el razonamiento, y después de haberlas unido con gran sorpresa suya de verse juntas, las enviaba ambas a pasearse.
No es posible que autor nacido haya tratado de probar, como yo pensaba hacerlo, apoyado en argumentos irrefutables, que ha hecho bien; pero cuando llegó el momento de hacer el resumen de todas las objeciones, con la refutación de cada una de ellas, para recopilarlas ordenadamente, ¡misericordia divina!, ¡había hacinado materiales para escribir un libro!
En vista de lo cual, renuncié a mi propósito por dos razones, que estoy seguro de que mis lectores encontrarán tan concluyentes como yo: primera, que consagrar todo un libro a justificar la bondad o menos aún el estilo de otro podría parecer ridículo; segunda, que en materia de libros con uno basta, a menos que no sea de utilidad universalmente reconocida.
[1] Se daba este nombre a los escritores del siglo XVI o primera mitad del XVII.