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ОглавлениеCAPÍTULO V
Parose a la puerta el buen religioso, y apenas miró a las dos mujeres, conoció que era cierto su presentimiento, y así, con aquel tono de voz con que se pregunta, temiendo una desagradable respuesta, dijo:
—¿Y bien?
Y Lucía contestó prorrumpiendo en llanto. Empezó la madre pidiéndole perdón por la molestia; pero el padre se adelantó, y sentándose en un banquillo cortó todos los cumplimientos de Inés, diciendo a Lucía:
—No hay que afligirse, ¡pobre muchacha!
Y volviéndose a Inés, añadió:
—Y usted dígame lo que hay.
Mientras la buena mujer hacía su relación lo mejor que podía, el padre Cristóbal mudaba de cuando en cuando de color, a veces levantaba los ojos al cielo, otras hería el suelo con el pie, y concluido el relato, se cubrió con ambas manos la cara exclamando:
—¡Bendito sea Dios!, hasta dónde...
Pero sin concluir la frase y vuelto a las dos mujeres dijo:
—¡Pobrecillas! Dios quiere probar a ustedes... ¡Pobre Lucía!
—¿Y nos abandonará usted? —dijo Lucía sollozando.
—¡Abandonaros! —contestó el religioso—, ¡no quiera Dios que tal haga! No os desalentéis: Dios os asistirá: Dios todo lo ve, y puede valerse de un hombre de la nada como yo, para confundir a un... Vamos a pensar lo que se puede hacer.
Diciendo esto, apoyó el codo izquierdo en la rodilla, inclinó la frente sobre la palma de la mano, y con la derecha apretó la barba como para discurrir; pero cuanto más pensaba, tanto más grave y complicado le parecía el negocio, y más escasos, inciertos y peligrosos los recursos.
—Avergonzar a don Abundo —decía para sí—, hacerle conocer que falta gravísimamente a su obligación; pero ¿qué son obligación y vergüenza para quien está poseído del miedo? ¿Amedrentarle más? Y ¿qué medios tengo yo para infundirle otro mayor recelo que el que ya le ha infundido la perspectiva de un escopetazo? ¿Informar de esto al cardenal arzobispo, y reclamar su autoridad? Para esto se necesita tiempo. ¿Y entretanto?, ¿y después? Por otra parte, aun cuando esta inocente se casase, ¿sería un freno para ese hombre?... ¿Quién sabe hasta dónde podría llegar su atrevimiento? ¿Resistirle? ¿Cómo? ¡Si pudiera ser que tomasen partido los padres de mi comunidad! ¡Los de Milán! Pero no es un negocio común, y me abandonarían. Ese hombre se vende por amigo del convento, se jacta de ser partidario de los capuchinos, y sus bravos se han refugiado más de una vez entre nosotros: me hallaría solo en la danza: quizá me tacharían de caviloso, de embrollón, de buscarruidos; y lo más malo es que, con una intentona intempestiva, pudiera acaso empeorar la suerte de esta infeliz.
Pesadas todas las circunstancias en favor y en contra, le pareció que el mejor partido sería el de arrostrar al mismo don Rodrigo, procurando distraerle de su infame designio con súplicas, con recordarle los castigos de la otra vida, y aun con los de ésta si fuese posible. A turbio correr se podría por lo menos de este modo conocer hasta qué punto llega su obstinación en seguir su brutal empeño, descubrir mejor su intención, y proceder en su consecuencia.
Mientras el padre Cristóbal estaba discurriendo de esta manera, Lorenzo, que no sabía estar separado de aquella casa, se presentó en la puerta; pero viendo al padre embebecido, y que las mujeres le hacían señas de no estorbarle, se mantenía en el umbral callando. Al levantar la cabeza el padre Cristóbal para comunicar a las dos mujeres lo que había determinado, le atisbó y saludó de un modo que indicaba su acostumbrada benevolencia aumentada con la compasión.
—¿Le han dicho a usted, padre?... —le preguntó Lorenzo con voz alterada.
—¡Demasiado!, y por eso he venido.
—¿Qué dice usted de aquel bribón?
—¿Qué quieres tú que diga? Está lejos: de nada servirían mis palabras. Lo que te digo a ti, es que pongas la confianza en Dios, y que Él no te abandonará.
—¡Benditas sean sus palabras! —exclamó el joven—. Usted no es de los que siempre tiran a los pobres, como el señor cura y el bueno de aquel abogado.
—No revuelvas lo que sólo puede servir para afligirte inútilmente. Yo soy un pobre fraile; pero te repito lo que acabo de decir a estas infelices, que en lo poco que valgo no os abandonaré nunca.
—Ya veo que usted no es como los amigos del día. ¡Embusteros! ¡Quién hubiera creído las protestas que en otro tiempo me hacían! Según se expresaban, hubieran dado toda su sangre por servirme: contra el mismo demonio me hubieran sostenido si hubiese sido necesario. Con que yo hubiera hablado, la cosa estaba concluida: el que me hubiera ofendido no hubiera vuelto a comer pan; ¡y ahora si usted viese cómo se niegan!...
Aquí levantando Lorenzo los ojos, notó que el padre había mudado de aspecto; conoció que había dicho algún disparate, y queriendo enmendarlo se embrollaba cada vez más.
—No era mi ánimo... —prosiguió— quería decir...
—¿Qué querías decir? —interrumpió el capuchino—. ¿Malograr mi obra antes que yo la hubiese empezado? ¡A bien que te has desengañado a tiempo! ¿Buscas amigos? ¡Y qué amigos! ¿No sabes tú que sólo Dios es el amigo de los afligidos que confían en su bondad? ¿Ignoras que los medios reprobados nunca salen bien? Y aunque se consiga el objeto, ¿cuál es el fin del resultado?, Lorenzo, ¿quieres fiarte de mí? ¡Qué digo de mí, pobre fraile! ¿Quieres poner en Dios tu confianza?
—Sí, señor —respondió Lorenzo.
—Pues bien —continuó el padre Cristóbal, prométeme que no acome— terás a nadie, que no provocarás a persona alguna, que te guiarás por lo que yo te diga.
—Lo prometo.
Dio Lucía un profundo suspiro como si se le quitase un peso de encima, e Inés dijo:
—¡Bien!, eso es ser mozo de juicio.
—Escuchad, hijos —prosiguió el padre Cristóbal—, hoy voy a hablar a ese caballero. Si Dios le toca el corazón, y da fuerza a mis palabras, bien: cuando no, Él nos proporcionará otro remedio. Vosotros entretanto no os mováis, no hagáis conversación de esto, y no os dejéis ver. Esta noche, o a más tardar mañana por la mañana, nos veremos.
Dicho esto, cortó todas las demostraciones dirigidas a darle gracias y a bendecirle, y salió encaminándose al convento. Llegó a la hora del coro, rezó, comió luego, e inmediatamente se puso en camino para la cueva donde vivía la fiera que intentaba amansar.
El palazuelo de don Rodrigo se eleva aislado, a manera de los antiguos castillejos, en la cumbre de uno de los collados de que se forma aquella cordillera. El paraje caía más arriba de la aldea de los dos novios, a unas tres millas de distancia, y a cuatro del convento. A la falda del monte por la parte que mira al lago, se hallaba un grupo de casuchas, habitadas por colonos de don Rodrigo, y aquélla era como la miserable capital de su mezquino reino. Con pasar por allí bastaba para formarse una idea de la condición y de las costumbres del país. Echando una mirada a las habitaciones bajas, cuyas puertas estaban entreabiertas, se veían colgados de las paredes, sin orden, escopetas, azadones, rastrillos, sombreros de paja y bolsas para pólvora. Las gentes que se encontraban eran hombres de mala catadura, con un gran tufo, recogido en una redecilla de varios colores; ancianos que, aunque ya sin garras, estaban siempre prontos a enseñar los dientes; mujeres de gesto varonil, brazos membrudos y dispuestos a obrar como auxiliares de la lengua con la más leve ocasión; y hasta en los mismos muchachos que jugaban en la calle, se advertía un no sé qué de arrojado provocativo. Dejó fray Cristóbal las casas atrás, se metió por una senda en figura de caracol, y llegó a un estrecho llano delante del palacio. La puerta estaba cerrada, porque siendo la hora de comer, no quería el amo que nadie le molestase. Las pocas y pequeñas ventanas que caían a la calle, aunque cerradas por puertas apolilladas y medio caídas, tenían fuertes rejas de hierro, y las del piso bajo eran tan altas que apenas hubiera podido asomarse un hombre encima de otro.
Reinaba alrededor un profundo silencio, y cualquier pasajero la hubiera creído una casa abandonada, a no ser por cuatro criaturas, dos vivas y dos muertas, que puestas en simetría por la parte de afuera, daban indicio de que había gente en ella. Clavados estaban en la puerta con las alas abiertas y la cabeza colgando, dos buitres enormes, el uno medio consumido y casi sin plumas, y el otro entero todavía y en buen estado; y dos bravos tendidos en dos bancos, uno a cada lado de la puerta estaban de guardia, esperando que los llamasen a gozar de los restos de la mesa del amo. Paróse el padre en ademán de quien se propone aguardar; se levantó uno de los bravos diciendo:
—Entre usted, padre, que aquí no se hace aguardar a los capuchinos. Nosotros somos amigos del convento, y yo he vivido allí en cierta época en que el aire de fuera no era muy saludable para mí; y a la verdad que si me hubieran cerrado la puerta, no lo hubiera pasado muy bien.
Diciendo esto, dio dos aldabazos; a los golpes respondió inmediatamente el ladrido de los perros de guarda y de los gozquecillos, y poco después llegó refunfuñando un criado viejo; pero viendo al padre, le hizo una profunda reverencia, sosegó a los perros con la mano y con la voz, introdujo al religioso al primer patio, y volvió a cerrar: condújole después a una sala, y mirándole con apariencia de admiración, le dijo:
—¿No es usted el padre Cristóbal de Pescarénico?
—El mismo.
—¿Y usted aquí?
—Ahí verá usted.
—Será para hacer algún bien.
—Cierto.
—Ya se ve: en todas partes se puede hacer bien —continuó el criado entre dientes.
Y siguiendo adelante los dos, después de haber pasado unas cuantas piezas oscuras, llegaron a la puerta del comedor. Se oía dentro un ruido confuso de cucharas, tenedores, cuchillos, vasos, platos de peltre, y sobre todo de voces de diferentes personas que estaban disputando. El padre quería retirarse, y aguardar a que hubiesen acabado de comer; y mientras porfiaba sobre ello con el criado, se abrió la puerta. Sentado en frente de la misma estaba un primo de don Rodrigo llamado el conde Atilio, el cual, viendo al capuchino y su modesta resistencia, gritó:
—Adelante padre, adelante; no se nos escape usted.
Sin conocer don Rodrigo el motivo preciso de aquella visita, sólo por cierto presentimiento la hubiera evitado con gusto; pero ya con aquella salida del conde no le pareció conveniente negarse, y así dijo:
—Entre usted, padre, entre usted.
Entró entonces fray Cristóbal saludando al amo, y correspondiendo de una y otra parte a los saludos de los convidados.
Cuando un hombre de bien se presenta al frente de un malvado a todos agrada fi.gurársele con la cabeza erguida, el mirar firme y la lengua suelta; pero para que tenga semejante actitud es necesario que concurran muchas circunstancias difíciles de reunir; y así no es de extrañar que el padre Cristóbal, a pesar del testimonio de su conciencia, del convencimiento firme de la justicia de la causa que iba a defender, y del horror y compasión que a un mismo tiempo le inspiraba don Rodrigo, estuviese con cierta cortedad delante de aquel hombre, en su propia casa, en su reino, digámoslo así, rodeado de amigos, de obsequios, de indicios de su poder, y con una cara capaz de helar en la boca del más osado cualquiera petición o consejo, cuanto más una advertencia o una reconvención. A su derecha estaba sentado el conde Atilio, su primo, y compañero en libertinaje, el cual había ido de Milán a pasar algunos días con él en el campo: a la izquierda se hallaba con gran respeto, templado con cierta muestra de seguridad y pedantería, el Podestá o alcalde mayor del distrito, el mismo que hubiera debido administrar justicia a Lorenzo, y aplicar a don Rodrigo las penas establecidas en los bandos de que hemos hablado. En frente del Podestá estaba nuestro abogado Tramoya en ademán respetuoso y sumiso, con capa negra, y la nariz más colorada que nunca; y frente de los primos dos convidados oscuros, que no hacían más que comer, bajar la cabeza y aprobar con sonrisa aduladora todo lo que decía cualquiera de los comensales, cuando no había quien les contradijese.
—Una silla al padre —dijo don Rodrigo.
Y al momento se le acercó un criado. Sentóse fray Cristóbal, disculpándose en pocas palabras por haber ido en hora inoportuna, y acercándose después al oído de don Rodrigo, añadió, con voz más baja, que deseaba hablarle a solas acerca de un negocio de importancia.
—Bien, bien, hablaremos —respondió don Rodrigo—, entretanto que traigan un vaso para el padre.
Quería fray Cristóbal eximirse, pero levantando don Rodrigo la voz entre la gresca, que de nuevo empezaba, decía a gritos:
—No por vida mía; no me hará usted semejante desaire; no quiero que se diga que un capuchino ha salido de esta casa sin probar el vino de mi bodega, ni un acreedor insolente la leña de mis bosques.
Siguió a estas palabras una carcajada general, y con ella quedó un momento interrumpida la cuestión, que se agitaba con mucho calor entre los convidados. Trajo un criado en una salvilla de plata un vaso en forma de cáliz, presentándole al padre Cristóbal, el cual, teniendo por falta de urbanidad resistirse más a las vivas instancias de un hombre de quien tanto necesitaba en aquella ocasión, condescendió bebiendo pausadamente algunos sorbos.
La cuestión que discutían entonces estaba fundada sobre el hecho siguiente: Un caballero envió un cartel de desafío a otro, y no hallando el mensajero en su casa al desafiado, entregó la esquela a un hermano suyo, el cual, después de leerla, apaleó al dador. El conde aprobaba la acción, el Podestd la afeaba, defendiendo en forma escolástica su opinión. En fin, después de muchas voces y gritos sin entenderse unos a otros, se empeñó don Rodrigo, por no alargar la discusión, en que decidiese la cuestión el padre Cristóbal. Negóse éste por algún tiempo, alegando que no entendía de semejantes materias; pero al fin, hostigado por todos, dijo que su parecer sería que no hubiese desafíos ni palos, ni mensajeros de aquella clase.
Los convidados se miraron todos como pasmados.
—¡Vaya —interrumpió el conde Atilio—, que la sentencia es original! Perdone usted, padre; se ve que usted no conoce el mundo.
—¿Quién, el padre? —dijo don Rodrigo—, ¡ay, ay! primo. Lo conoce mejor que tú. ¿No es verdad, padre? ¿No es cierto que usted también ha corrido sus caravanas?
Fray Cristóbal, en vez de contestar a tan maliciosa insinuación, no habló palabra.
—No será extraño —dijo el primo—, ¿y cómo se llama el padre?
—Padre Cristóbal —respondieron casi todos a la vez.
—Pues padre Cristóbal, muy señor mío —prosiguió el conde—, veo que usted quisiera trastornar el mundo de arriba abajo. Sin desafíos y sin palos, ¡adiós pundonor! ¡Impunidad para toda la canalla! Por fortuna, la cosa no es posible.
—Ea, abogado —saltó don Rodrigo, que no quería que siguiese la disputa entre su primo y el padre—, ea, usted, que sabe dar la razón a todos, veamos cómo apoya el argumento del padre Cristóbal.
—A la verdad —respondió el abogado con el tenedor en el aire, y volviéndose al religioso—, a la verdad, no comprendo cómo el padre fray Cristóbal, que al paso que es buen religioso es también hombre de mundo, no ha reflexionado que su sentencia, excelente para el púlpito, nada vale (y usted perdone) en una disputa de caballería; pero el padre sabe, mejor que yo, que todas las cosas son buenas en su lugar, y yo creo que esta vez ha querido salir del paso con una pulla en lugar de dar una sentencia.
Tampoco a esto respondió fray Cristóbal; pero don Rodrigo, cansado de esta cuestión, quiso promover otra, con cuyo objeto dijo:
—He oído que en Milán corrían voces de que se trataba de un convenio.
Nuestros lectores quizá sabrán que en aquel año estaba encendida la guerra por la herencia del ducado de Mantua porque, habiendo fallecido sin sucesión masculina Vicente Gonzaga, había entrado en aquel estado el duque de Nevers, su pariente más inmediato.
Luis XIII, o por mejor decir, el cardenal Richelieu, quería sostenerle en él por ser afecto suyo y naturalizado francés. Felipe IV, o por mejor decir, el conde—duque de Olivares, se oponía por las mismas razones, y había declarado guerra a la Francia. Como por otra parte el ducado de Mantua era feudo del Imperio, las dos partes contendientes andaban en negaciones con el emperador Fernando II, la una para que diese la investidura al nuevo duque, y la otra, no sólo para que la negase, sino para que contribuyese a echarle del ducado.
Sosteniendo el conde que las cosas se arreglarían, dijo que tenía razones y fundamento para pensarlo.
—No lo crea usted, señor conde —contestó el Podestá—. Aunque en este rincón no estamos a ciegas de lo que pasa porque el señor gobernador español, que me estima más que merezco, y por ser hijo de un criado del conde—duque, debe saber alguna cosa...
—No se canse usted —interrumpió el conde—, yo en Milán hablo todos los días con otros personajes, y sé de buena tinta que el Papa, que está muy empeñado en la paz, ha hecho proposiciones...
—Así debe ser —replicó el Podestá—. La cosa está en regla. Su Santidad cumple con su obligación. Un Papa debe siempre poner paz entre los príncipes cristianos; pero el conde—duque tiene su política, y...
—¿ Y qué? ¿Sabe usted cómo piensa el emperador en este asunto? ¿Cree usted que en el mundo no hay más que Mantua? Hay muchas cosas a qué atender, señor mío. ¿Sabe usted, por ejemplo, hasta qué punto puede el emperador fiarse en este momento de su príncipe de Valdistaino o Valdistain, como se llama?, y sé...
—El nombre verdadero en alemán —interrumpió otra vez el Podestá —, es Wallenstein, como he oído muchas veces que lo pronuncia el gobernador español. No tenga usted miedo, que antes de mucho...
—¿Querrá usted ahora darme lecciones?... —replicó el conde.
Pero don Rodrigo le tocó con la rodilla indicándole que terminase la disputa; y, en efecto, habiendo callado el conde, soltó el Podestá la taravilla, pronunciando un largo y pedantesco elogio del conde-duque, y sabe Dios cuándo hubiera concluido, si don Rodrigo, fastidiado, y estimulado también por los gestos de su primo, no hubiese puesto término al pesadísimo e insustancial razonamiento del Podestá, mandando a un criado que trajese unos frascos de vino superior, que estaba reservado para los postres.
—Señores —dijo luego— ,. vamos a brindar a la salud de don Gaspar de Guzmán, conde—duque de Olivares, y después me dirán ustedes si el vino corresponde al personaje.
Y tomando en la mano el vaso prosiguió diciendo:
—¡Viva el conde de Olivares, duque de Sanlúcar, y gran privado del rey nuestro señor!
—¡Viva el duque! —respondieron todos.
—Traed un vaso al padre —dijo don Rodrigo.
—Perdone usted —respondió fray Cristóbal—, ya he cometido un exceso, y no quisiera.
—¿Cómo? —dijo don Rodrigo—; se trata de brindar a la salud del conde—duque. ¿Quiere usted que le tenga por partidario de los Navarrinos? (que así se llamaban entonces en Italia, por escarnio, los franceses, deduciendo esta denominación de los príncipes de Navarra que empezaron a reinar en Francia con Enrique IV).
A esta insinuación tuvo que beber el fraile. Todos los convidados prorrumpieron en exclamaciones, celebrando el vino, a excepción del abogado, el cual con levantar la cabeza, abrir los ojos más de lo regular, y fruncir los labios, decía mucho más que con un largo panegírico.
—¿Qué le parece a usted, señor abogado? —preguntó don Rodrigo.
El abogado, sacando del vaso la nariz más reluciente y colorada que nunca, alabó con énfasis el vino y después los banquetes de don Rodrigo, añadiendo que la penuria general estaba desterrada de aquel recinto.
Esta palabra penuria, pronunciada sin intención, dio margen a que todos dirigiesen su discurso a tan triste objeto; y aunque en lo principal estaban de acuerdo, sin embargo, la gritería era mayor que si hubiese discordia en los pareceres: todos hablaban a un tiempo.
—En realidad, no hay semejante escasez —decía uno—, la causa son los logreros.
—¿Y los panaderos —decía otro—, queocultan el trigo? Es menester ahorcarlos sin compasión.
—No, señor —gritaba el Podestá como letrado—, formarles causa.
—¡Qué causa! —gritaba más recio el conde—, ¡justicia sumaria! Coger tres o cuatro, o seis de los que, según la opinión general, son los más ricos y los más malos, y ahorcarlos inmediatamente.
—¡Escarmientos! ¡Ejemplares! —decían otros a la vez—; sin esto nada se consigue.
—¡Ahorcarlos! ¡Ahorcarlos!, y saldrá el trigo a carretadas.
Sólo el que se haya hallado en una numerosa orquesta, cuando los músicos todos a la vez templan sus instrumentos haciéndolos chillar lo más fuerte posible, para oírlos mejor entre el ruido y la bulla de los concurrentes, podrá formarse una idea de tan absurdos razonamientos. Entretanto, andaban los vasos alrededor de la mesa, y como los elogios del vino exquisito se interpolaban con aquellos principios de jurisprudencia económica, las palabras más frecuentes y más sonoras que se distinguían eran ambrosía y ahorcarlos.
Entretanto, don Rodrigo echaba de cuando en cuando ciertas miradas al padre Cristóbal, y le veía inmóvil y firme sin dar la más mínima señal de impaciencia ni de prisa, y sin hacer movimiento alguno que propendiese a indicar que estaba allí aguardando; pero sí con semblante de no querer marcharse sin ser oído.
De buena gana le hubiera enviado a pasear; pero despedir a un capuchino sin haberle oído, no entraba en las reglas de su política. En el supuesto, pues, de que no era posible evitar aquella incomodidad, resolvió salir presto del paso: se levantó de la mesa con toda la comitiva, sin que cesase la gritería; pidió licencia por un momento a los convidados, se acercó con mesurado continente al capuchino que también se había levantado, y le dijo:
—Padre, estoy a las órdenes de usted.
Y le condujo consigo a otra pieza.