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CAPÍTULO VII

Venía el buen religioso con el continente de un capitán veterano que, perdida sin culpa suya una batalla importante, acude afligido, mas no desalentado; pensativo, mas no aturdido; en retirada, mas no huyendo, adonde le llama la necesidad para defender los puntos amenazados, reunir las tropas, y dar nuevas órdenes.

—¡La paz sea con vosotros! —dijo al entrar—. Nada hay que esperar de aquel hombre endurecido; por lo mismo, es necesario poner más confianza en Dios; y yo tengo ya alguna prueba de su protección.

Aunque ninguno de los tres fundaba grandes esperanzas en la tentativa del padre Cristóbal, porque el ver en aquella época a un poderoso desistir de una acción violenta, por mera condescendencia a súplicas desarmadas, y sin ser obligado por la fuerza, era cosa rara, si no inaudita, sin embargo, la triste certeza fue un golpe terrible para todos. Las mujeres bajaron la cabeza; pero la ira en el ánimo de Lorenzo sobrepujó al abatimiento. Semejante noticia le hallaba ya afligido y exasperado por una serie de sorpresas tristes, de tentativas inútiles, y de esperanzas frustradas; y sobre todo, agitado en aquel momento por la obstinación de Lucía.

—Quisiera saber —dijo, rechinando los dientes y levantando la voz, como nunca lo había hecho en presencia del padre Cristóbal—, quisiera saber qué razones ha alegado aquel perro para pretender que Lucía no se case conmigo.

—¡Pobre Lorenzo! —respondió el capuchino con tono de lástima, y una mirada que encargaba con dulzura la moderación—. Si el poderoso que quiere cometer una injusticia tuviese que decir siempre los motivos, las cosas no irían como van.

—¿Conque el bribón ha dicho que no quiere, sin decir por qué no quiere?

—Ni eso ha dicho. ¡Pobre Lorenzo! Fuera también una ventaja el que para cometer una iniquidad hubiese que confesarla paladinamente.

—Pero alguna cosa ha debido decir, ¿y qué ha dicho aquel tizón del infierno?

—Yo he oído sus palabras, y no es fácil repetirlas. Las palabras del impío que es fuerte, penetran y se disipan. Puede ofenderse de que tú sospeches de él, y al mismo tiempo darte a conocer que tus sospechas son fundadas; puede insultar y suponerse insultado, vilipendiar y pedir una satisfacción, ofender y quejarse, desvergonzarse y creerse ultrajado; no me preguntes más. Ese hombre terco no ha tomado en boca tu nombre, ni el de esta inocente: no ha aparentado siquiera conoceros, ni manifestado la menor pretensión; sin embargo, he conocido, con harto dolor mío, que es inexorable. No obstante, ¡confianza en Dios! Vosotras, pobrecillas, no os desaniméis; y tú, Lorenzo, ¡ah! no creas que yo dejo de ponerme en tu lugar: sé lo que pasa en tu corazón; pero, ¡paciencia! Ésta es una palabra de poco valor para el que no cree; pero tú... ¡Ah, Lorenzo! deja obrar a Dios; yo tengo ya un hilo por donde podré ayudaros. No puedo deciros más por ahora. Mañana no vendré, porque tengo por vosotros que estar todo el día en el convento. Tú, Lorenzo, haz por llegarte allá, y si por algún accidente no pudieres, envíame un hombre de confianza o un muchacho de juicio, para avisaros de lo que ocurra. Ya es tarde, y no puedo detenerme. ¡Ánimo, pues, confianza! y buenas noches.

Con esto salió apresuradamente dirigiéndose a tropezones por un atajo pedregoso, a fin de no llegar tarde al convento y tener que sufrir una corrección o alguna penitencia que le impidiese estar al día siguiente en disposición de hacer lo que fuese necesario para servir a sus protegidos.

—¿Han oído ustedes —dijo Lucía— que el padre ha manifestado de no sé qué hilo que tiene para ayudarnos? Conviene, pues, confiar en él; es un hombre que cuando promete diez...

—¿Y eso qué significa? —interrumpió Inés—, debía haber hablado más claro, o a lo menos haberme llamado aparte y haberme dicho lo que hay.

—¡Cuentos! ¡cuentos!, yo lo arreglaré todo —añadió Lorenzo a su vez, paseándose como fuera de sí por el cuarto y con voz y semblante que no dejaban duda acerca del sentido de estas palabras.

—¡Ah, Lorenzo! —exclamó Lucía.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Inés.

—Claro está lo que quiere decir: que yo lo arreglaré todo aunque tenga mil demonios que le ayuden: al cabo es de carne y hueso como yo.

—¡No, por amor de Dios!... —principió a decir Lucía; pero el llanto la impidió continuar.

—Esas expresiones —añadió Inés—, ni por chanza deben soltarse.

—¡Por chanza! —repitió Lorenzo, parándose frente de Inés y clavando en ella los ojos como furioso—. ¡Por chanza! Ya verá usted la chanza.

—¡Ah, Lorenzo! —dijo Lucía entre sollozos—, jamás te he visto como ahora.

—No digas esas cosas —replicó Inés, apresuradamente bajando la voz—, ¿te has olvidado que tiene tantos brazos a su disposición?... Y aun cuando... ¡Dios nos libre!... Contra los pobres siempre hay justicia.

—La justicia la haré yo. Ya es tiempo... La cosa no es fácil, también lo conozco: mucho se guarda ese perro asesino; conoce lo que merece; pero no importa... ¡Paciencia y resolución! Llegará el momento... Sí; la justicia me la haré yo; yo libraré de un malvado a este país... ¡Cuántos me bendecirán! Y luego en un par de saltos...

El horror que experimentó Lucía al oír estas palabras, ya más claras, contuvo su llanto, y le infundió ánimo para hablar. Quitando, pues, del rostro lloroso las manos, dijo a Lorenzo con tono dolorido, pero resuelto:

—¿Luego ya no te importa que no sea tu esposa? Yo ofrecí mi mano a un joven timorato; pero a un hombre que fuese capaz... Aunque nada tu— viera que temer de la justicia, aunque fuera hijo del rey...

—Pues bien —dijo Lorenzo con rostro inmutado—, tú no serás mía, pero tampoco suya. Yo quedaré sin ti; pero él irá a los profundos infiernos...

—¡Ah, no! ¡Por la Virgen María, no digas eso! No pongas esos ojos; no quiero verte de esa manera.

Diciendo esto Lucía lloraba, y suplicaba con las manos juntas, mientras Inés por su parte procuraba también sosegar a Lorenzo. Éste quedó inmóvil, pensativo, y casi conmovido un momento al ver aquella cara suplicante de Lucía; pero, fijando de repente los ojos en ella, se retiró un paso, levantó el brazo y cerrando el puño con rabia, exclamó:

—¡Así lo quiere; morirá pues; sí, morirá!

—¿Y yo qué es lo que te he hecho para que me mates? —dijo Lucía echándose a sus pies.

—¡Tú! —respondió Lorenzo con voz airada—, ¡tú! ¡En verdad que es mucho tu cariño! ¿Qué pruebas me has dado de quererme? ¿No te he pedido, suplicado y más que suplicado? ¿Y he podido conseguir?...

—Sí, sí —contestó apresuradamente Lucía—; iré mañana contigo a ver al señor cura: ahora mismo si quieres; pero sosiégate; iré.

—¿Me lo prometes? —dijo Lorenzo con voz más blanda y rostro me— nos alterado.

—Sí, lo prometo.

—Mira que lo has prometido.

—¡Ah!, ¡gracias a Dios! —exclamó Inés, contenta por más de un motivo.

El autor del manuscrito de donde hemos sacado esta historia no se atreve a decir si Lorenzo, en medio de su arrebatamiento, había conocido la utilidad que podía producir el temor de Lucía, y si de consiguiente procuró aumentarle con arte para sacar mejor partido. Nosotros creemos que tampoco el mismo Lorenzo podría decidirlo. En lo que no hay duda es en que este joven estaba furioso contra don Rodrigo, y al mismo tiempo deseaba con ansia el consentimiento de Lucía, y cuando dos pasiones violentas luchan en el corazón del hombre, nadie, ni el mismo interesado, puede siempre distinguir y saber con seguridad cuál es la que domina.

—Lo he prometido —dijo Lucía con tono de tímida y afectuosa reconvención—; pero tú también me prometiste no dar escándalo, y conformarte con lo que el padre Cristóbal...

—Déjate de eso; no hagas que me irrite de nuevo. ¿Quieres acaso retractarte? ¿Quieres que haga un desatino?

—No, no —dijo Lucía, asustándose otra vez—. Lo he prometido y no me vuelvo atrás; pero mira cómo me has hecho ofrecer... Dios quiera...

—Déjate, Lucía, de tristes agüeros. Ya Dios ve que a nadie hacemos daño.

—Prométeme por lo menos que ésta será la última.

—Te lo prometo a fe de hombre honrado.

—Pero esta vez lo has de cumplir —dijo Inés.

Aquí confiesa el autor del manuscrito que ignora otra cosa, esto es, si Lucía sentía enteramente haberse visto precisada a ceder. Nosotros dejaremos también la cosa en problema.

Lorenzo hubiera querido prolongar la conferencia, y tratar circunstanciadamente de lo que debía hacerse al día siguiente, pero la noche era oscura, y las mujeres le despidieron deseándosela buena; porque consideraban que no parecía bien que permaneciese allí más tiempo en aquella hora.

Empero la noche fue para los tres cual debe serlo la que se sigue a un día de agitación y de males, y precede a otro destinado a una empresa importante y de éxito dudoso. Por la mañana temprano se presentó Lorenzo, y concertó con las mujeres, o, por mejor decir, con Inés, la grande operación de la noche, proponiendo y resolviendo alternativamente dificultades, previendo accidentes, y hablando ya el uno, ya el otro del negocio como de cosa hecha. Escuchábalos Lucía, y sin aprobar con palabras lo que repugnaba a su corazón, prometía conducirse lo mejor que pudiese.

—¿Vas al convento —preguntó Inés a Lorenzo— para hablar al padre Cristóbal como te encargó anoche?

—¡Qué disparate! —respondió Lorenzo—, bien sabe usted los ojos que tiene el padre; al instante me leería en la cara, lo mismo que en un libro, que había alguna tramoya, y como empezase a sonsacarme, caería yo en el garlito sin duda alguna. Por otra parte, yo debo estar aquí para disponer las cosas, y así sería mejor que usted enviase a alguno.

—Sí, enviaré a Mingo...

—Muy bien —respondió Lorenzo.

Y se marchó, como dijo, a prevenir lo necesario para la empresa.

Pasó Inés a la casa inmediata a preguntar por Mingo, un mozalbete listo y despejado, el cual por primos y cuñados venía a ser medio sobrino suyo. Se le pidió a sus padres para cierta diligencia, y traído con licencia de ellos le metió en la cocina, le dio de almorzar, y le mandó que fuese a Pescarénico y se presentase al padre Cristóbal, el cual le daría un recado, y añadió:

—El padre fray Cristóbal, ¿sabes?, aquel viejo del semblante hermoso con la barba blanca, que llaman el santo.

—Ya sé quién es —contestó Mingo—, el que siempre hace fiestas a los niños, y de cuando en cuando les da aleluyas.

—El mismo; y si ce dice que te aguardes allí cerca del convento, no te desvíes; mira no vayas con los demás muchachos al lago a tirar chinitas al agua, ni a ver pescar, ni a enredar con las redes puestas a secar, ni...

—Vaya, tía, que ya no soy can niño.

—Bien, haz la diligencia con juicio, y cuando vuelvas con la res— puesta... ¿ves estas dos monedillas nuevas?, serán para ti.

—Démelas usted ahora, que...

—No, no, que las jugarás. Vece, pues, que como hagas bien la diligencia, ce daré otras.

En el discurso de aquella larga mañana se advirtieron ciertas novedades que infundieron sospechas en el ánimo ya agitado de las dos mujeres. Un mendigo, ni macilento ni andrajoso como los demás, y con cierto semblante de mal agüero, entró a pedir limosna, mirando a hurtadillas por codas parces. Diéronle un pedazo de pan, que recibió con un «Dios se lo pague» mal expresado, deteniéndose luego en hacer mil preguntas impertinentes, a las cuales respondió Inés lacónicamente, y codo al contrario de la verdad. Al salir aparentó cerrar la puerca, y se meció por la de la escalera, espiando de una ojeada codos los rincones. Le gritaron que se equivocaba, y entonces tomó la puerca que le indicaron, disculpándose con una humildad afectada, que no correspondía a su severo y desagradable ceño.

Dejáronse ver después otras figuras extrañas, que aunque no era fácil adivinar qué hombres fuesen, se podía asegurar que no eran los viajeros honrados que pretendían aparentar. Uno entraba con el pretexto de preguntar por el camino, otros, estando delante de la puerca, acortaban el paso mirando adentro por fin, como quien quiere ver sin excitar sospechas: como a cosa del mediodía concluyó semejante procesión. Levantábase de cuando en cuando Inés, atravesaba el patio, se asomaba a la puerta de la calle, miraba a derecha e izquierda y volvía diciendo: «no hay nadie»; expresión que profería con placer, y que con placer oía su hija, sin que ni la una ni la otra supiesen bien la causa; pero este accidente dejó tal confusión en su ánimo, con particularidad en el de Lucía, que las privó de una parce del valor que querían conservar por la noche.

Aquí conviene que el lector sepa algo más con respecto a aquellos rondadores misteriosos; y para enterarle con exactitud, es preciso que volvamos atrás a buscar a don Rodrigo, que ayer dejamos solo después de comer en una sala de su palacio, habiendo salido fray Cristóbal.

Don Rodrigo, como dijimos, o debimos decir, se quedó midiendo a pasos acelerados aquella sala, de cuyas paredes colgaban los retratos de su familia de varias generaciones. Cuando daba de hocicos en la pared, y se volvía, se hallaba al frente algún antepasado suyo, que había sido el espanto de los enemigos y de sus propios soldados, con torvo ceño, cabello erizado y largos bigotes. Pintado de cuerpo entero y armado de pies a cabeza, tenía el brazo derecho puesto en jarras, y la mano izquierda sobre el puño de la espada. Mirábale don Rodrigo, y cuando al llegar debajo del retrato, se volvía, se le presentaba otro antepasado suyo, magistrado, terror de los litigantes, sentado en un sillón de terciopelo encarnado y envuelto en una toga negra, y todo negro a excepción del cuello blanco con dos largas cintas, y un forro de martas (era el distintivo de los senadores, y como sólo le llevaban en invierno, no se hallaba retrato alguno de senador vestido de verano), amarillento, con las cejas fruncidas, y con un memorial en la mano, que parecía que decía: «veremos». Por un lado una matrona, terror de sus doncellas; por otro un abad, terror de sus monjes; en fin, gente toda que infundió terror, y que también le infundía retratada. A vista de semejantes memorias se aumentó su coraje, y se avergonzaba todavía más de que un fraile hubiese osado conminarle con la prosopopeya de un Nathan. Ya discurría cómo vengarse; ya desistía de su proyecto; ya pensaba cómo había de satisfacer a un tiempo su pasión y lo que llamaba su honor, y a veces (¡lo que son las cosas!) sonándole al oído aquel principio de profecía del capuchino, se estremecía momentáneamente, y casi estaba para abandonar sus caprichos. En fin, llamó a un criado, y le mandó que le disculpase con sus comensales, diciéndoles que estaba ocupado en un negocio urgente. Cuando volvió el criado a decirle que aquellos caballeros se habían marchado, dejando para él mil respetuosas expresiones, preguntó por el conde Atilio, sin dejar de pasear, a lo que contestó el criado, que el conde había salido con los demás.

—¡Bien! —prosiguió—, seis personas de acompañamiento al instante para el paseo, la espada, la capa y el sombrero; volando.

Salió el criado haciendo una reverencia, y al breve rato volvió con la rica espada que al momento se ciñó su amo, con la capa que se echó encima al desgaire, y con el sombrero guarnecido de plumas, que se encasquetó con una palmada, señal de que corría mal viento. Al salir encontró en la puerta a los seis bandoleros armados, los cuales, después de hacer ala y una reverencia, echaron a andar tras de él. Más orgulloso y más ceñudo que lo que acostumbraba, tomó el paseo hacia Lecco, quitándosele el sombrero e inclinándose hasta el suelo cuantos aldeanos encontraba en el camino, con la circunstancia de que el grosero que hubiese omitido este acto de urbanidad, hubiera salido bien librado si alguno de los bravos de la comitiva se hubiese contentado con echarle el sombrero al suelo de una manotada.

A estos saludos no contestaba don Rodrigo. Saludábanle también las personas de clase más elevada, y a éstas correspondía con gravedad. Aquel día no sucedió que encontrase al gobernador español; pero cuando se verificaba, el saludo para completo y profundo por ambas partes, como entre dos potentados independientes, los cuales por conveniencias honran su respectiva dignidad. Para disipar el mal humor, y contraponer a la imagen del capuchino, que no se apartaba de su imaginación, otros rostros y otros actos muy diversos, entró aquel día en una casa en que se hallaba una brillante concurrencia, y en donde fue recibido con todas aquellas demostraciones de respeto y consideración con que se obsequia a los hombres que se hacen amar o temer mucho; y finalmente, entrada la noche, volvió a su palacio. Acababa de entrar el conde Atilio, y servida la cena, estuvo don Rodrigo bastante pensativo en la mesa y habló muy poco.

Así que se levantaron los manteles y se fueron los criados , el conde con tono burlón dijo:

—¿Y bien, primo, cuándo me pagas la apuesta?

—Aún no ha pasado San Martín.

—Lo mismo da que la pagues ahora, porque han de pasar todos los santos del almanaque antes que...

—Esto es lo que está por ver.

—Primo, estoy tan seguro de haber ganado la apuesta, que me dan ganas para hacer otra.

—¿Y cuál es?

—Que el padre... el padre... ¿Qué sé yo?... Aquel fraile me parece que te ha convertido.

—Ésa es ocurrencia propiamente tuya.

—Convertido, primo, sí, convertido. Yo me alegro. ¿Sabes tú que será cosa graciosa el verte compungido con los ojos bajos? ¡Y qué ufano estará el fraile! ¡Con qué orgullo habrá vuelto al convento! ¡Caramba! No son peces estos que se cogen todos los días, ni con todas las redes. No dudo que te cite como un ejemplo, y cuando vaya a hacer alguna misión algo lejos, hablará de ti. Me parece que le estoy oyendo.

Y aquí hablando gangoso, y acompañando las palabras con gestos afectados, empezó diciendo en tono de sermón:

—«En un país de este mundo que por ciertos respetos no nombro, vivía, y aún vive, amados oyentes míos, un caballero libertino más amigo de las mujeres que de los hombres de bien, el cual siguiendo el refrán de cuantas veo... puso los ojos...»

—Basta, basta —interrumpió don Rodrigo sonriéndose—. Si quieres doblar la apuesta, estoy pronto.

—¿Sobre qué?, ¿acaso has convertido tú al fraile?

—No me hables de él; y por lo que toca a la apuesta, San Martín decidirá.

Grande era la curiosidad del conde, y así no anduvo corto en preguntas; pero todas las eludió don Rodrigo, remitiéndose siempre al día señalado, pues no quería comunicar designios que ni estaban intentados, ni todavía decididamente resueltos.

La mañana siguiente despertó don Rodrigo, y despertó el mismo don Rodrigo de antaño, que es lo mismo que decir, que con el sueño de la noche se había desvanecido la poca compunción que excitó en su ánimo aquel: «Vendría un día», del capuchino, y sólo quedaba en él la ira exasperada por el remordimiento de todo lo que él llamaba debilidad pasajera, no habiendo contribuido poco a restituirle a sus antiguos sentimientos de depravación las demostraciones de obsequio y sumisión recibidas en el paseo del día anterior, y las chanzas del primo.

Apenas levantado, hizo llamar al Canoso. «¡Asunto gordo!», dijo para sí el criado que recibió la orden, porque el hombre que tenía este apodo era nada menos que el jefe de los bravos, el mismo a quien se encargaban las empresas más arduas y arriesgadas, el que gozaba de la confianza del amo, y fiel a toda prueba, tanto por su interés como por agradecimiento. Habiendo cometido públicamente un homicidio, para librarse de las uñas de la justicia, se había acogido a la protección de don Rodrigo, el cual, con recibirle por criado, le había puesto al abrigo de toda persecución. Prestándose de esta manera a cometer cualquier delito que se le mandase, se había asegurado la impunidad del primero. Su adquisición era para don Rodrigo cosa de mucha importancia; porque además de ser el Canoso el más valiente de todos sus criados, era también una muestra de lo que el amo podía intentar con éxito contra las leyes, de modo que su poder se aumentaba tanto en realidad como en opinión.

—Canoso —dijo don Rodrigo—, ahora es cuando se ha de ver lo que vales. Antes de mañana esa Lucía debe estar en este palacio.

—Jamás se dirá que el Canoso ha dejado de obedecer un mandato de su señor.

—Llévate los hombres que necesites, manda y dispón la cosa como te parezca, con tal que se consiga el objeto; pero cuida sobre todo de que no se le haga daño.

—Señor, un poco de miedo para que no alborote es indispensable.

—¡Miedo!... comprendo... es preciso; pero cuidado que no se la toque al pelo de la ropa; en fin, que se la respete en todo y por todo. ¿Entiendes?

—Señor, no es posible arrancar una flor de su planta y traerla a vuestra señoría sin ajarla un poquito; pero no se hará sino lo puramente necesano.

—La cosa queda a tu cargo... ¿Cómo piensas tú hacerlo?

—Estaba pensándolo... Tenemos la fortuna de que la casa se halla a la salida del pueblo. Necesitamos de un paraje para ocultarnos, y justamente a poca distancia hay en el campo aquella casucha medio derribada, aquella casa... pero... vuestra señoría nada sabe de estas cosas... Una casa que se quemó pocos años hace; y como no hubo dinero para levantarla, se ha quedado abandonada. Ahora tienen allí sus juntas las brujas; pero no siendo hoy sábado poco importa: como estos paletos están llenos de aprehensiones, no haya miedo que se acerquen en ningún día de la semana, aunque los maten; y así podemos ocultarnos allí sin temor de que nadie venga a molestarnos.

—¡Bien va! ¿Y luego?

Aquí proponiendo el Canoso y discurriendo don Rodrigo, quedaron por último de acuerdo acerca del modo de lograr el intento, y de cómo se haría, no sólo para que no quedase indicio de los autores, sino también para dirigir las sospechas a otra parte con falsas apariencias, imponer silencio a la pobre Inés, y causar tal miedo a Lorenzo que se le pasase el dolor, la idea de acudir a la justicia, y hasta la gana de quedarse, con todas las demás infamias necesarias para el éxito de la infamia principal. Omitimos el referir todas las ocurrencias de aquel acuerdo, por no ser necesarias para nuestra historia, como lo verán los lectores; y además nos desagrada entretenernos y entretenerlos tanto tiempo con la criminal conferencia de aquellos dos malvados. Bastará con decir que, marchándose ya el Canoso a poner mano a la obra, le llamó don Rodrigo diciéndole:

—Oye, si por casualidad cayese bajo tus uñas aquel badulaque insolente, no será mal hecho darle con anticipación entre el cogote y la rabadilla un buen recuerdo, pues así hará más efecto la orden que se le intime el día siguiente de callar su pico. Pero no le busques expresamente, por no echar a perder el negocio principal: ¿me comprendes?

—Déjelo vuestra señoría a mi cuidado —contestó el Canoso.

E inclinándose en ademán de obsequio y valentonada, se despidió de su amo.

Empleó toda la mañana en reconocer el país. El supuesto mendigo, que del modo que hemos visto, se había introducido en la casita de Inés, era el Canoso, el cual adoptó aquel medio para levantar con la vista el plan de ella; y los supuestos viajantes eran sus perversos compañeros, a los cuales, para obrar bajo sus órdenes, bastaba un conocimiento más ligero del paraje; así es que hecha la necesaria inspección, no volvieron a parecer para no llamar la atención demasiado.

Vueltos al palacio de don Rodrigo, el Canoso dio cuenta de todo a su amo, y quedando acordado definitivamente el plan de la empresa, se distribuyeron los encargos, y se dieron las instrucciones correspondientes. Nada de esto pudo hacerse sin que el antiguo criado, que estaba alerta, dejase de conocer que se maquinaba alguna cosa de grande importancia. A fuerza de oír y de preguntar, de mendigar media noticia en un punto, media en otro, de glosar para sí una palabra vaga, e interpretar una acción misteriosa, hizo tanto que vino en conocimiento de lo que se trataba de ejecutar aquella noche; pero cuando llegó a averiguarlo era muy tarde, y ya una vanguardia de bandoleros había salido a campaña para ocultarse en la casucha medio derribada.

Aunque el pobre anciano no dejaba de conocer cuán arriesgado era el juego que jugaba, y temiese que el auxilio fuese el socorro de España; sin embargo, no queriendo faltar a lo que se había comprometido, salió con pretexto de ir a que le diese un poco el aire, y se dirigió apresuradamente al convento para avisar al padre Cristóbal. Poco después se pusieron en movimiento los demás bravos, saliendo a la deshilada uno después de otro, para no aparentar reunión, y tras ellos el Canoso, quedando para lo último una litera, que debía conducirse entrada la noche, y efectivamente se condujo a la casucha indicada. Reunidos allí todos, envió el Canoso a tres de ellos a la taberna de la aldea; el uno para que quedase a la puerta observando lo que pasaba en la calle hasta el momento en que todos los vecinos estuviesen recogidos en sus casas; los otros dos para que se entretuviesen dentro bebiendo y jugando como aficionados, con el objeto de espiar todo lo que mereciese llamar la atención; y él entretanto con el grueso de la gente quedó en acecho aguardando el instante oportuno.

Trotaba todavía el pobre anciano; los tres exploradores marchaban a su puesto, y el sol caminaba al ocaso, cuando entró Lorenzo en casa de Inés y Lucía, y les dijo:

—Aquí fuera quedan Antoñuelo y Gervasio; me voy con ellos a cenar a la hostería, y al toque de oraciones vendremos por usted. ¡Ánimo, Lucía! no es más que un momento.

—Sí, ánimo —contestó Lucía suspirando, y con voz que desmentía las palabras.

Cuando Lorenzo y sus compañeros llegaron a la taberna, hallaron al perillán que puesto de centinela ocupaba el medio de la puerta, y con los brazos cruzados dirigía sus miradas a todas partes con ojos de lince. Llevaba en la cabeza una gorra chata de terciopelo carmesí, que ladeada le cubría la mitad del tufo, o mechón de pelo, el cual, dividiéndose en su torva frente, acababa en trenzas sostenidas por un peine cerca de la nuca. Tenía en la mano una especie de cachiporra, y aunque realmente no llevaba armas a la vista, bastaba con sólo mirarle a la cara para que hasta un niño conociera que llevaba encima toda una armería. Cuando Lorenzo, el primero de los tres, estuvo cerca de él, y manifestó que quería entrar, le miró de hito en hito sin moverse; pero interesado el joven en evitar toda disputa, como quien está empeñado en llevar a cabo alguna empresa importante, ni siquiera le dijo que se apartase, sino que rozándose con el otro lado de la puerta, entró como pudo por el hueco que quedaba, teniendo que hacer la misma evolución para entrar sus compañeros. Vieron entonces a los otros dos bravos, los cuales sentados a una mesita jugaban a la morra, tirándose de cuando en cuando al coleto sendos vasos de vino, que llenaban de un gran jarro. También éstos se pusieron a mirar a los que entraban, especialmente uno de los dos, que, teniendo levantada la mano con tres dedos tiesos y la boca abierta gritando seis, miró de pies a cabeza a Lorenzo, hizo del ojo al compañero, y después al de la puerta, que contestó haciendo una seña con la cabeza. Escamado con esto Lorenzo, miraba a sus dos convidados, como si quisiera buscar en su cara una explicación de semejantes gestos; pero su cara nada indicaba sino mucha gana de comer. A él le miraba el tabernero como para pedirle órdenes, por lo que Lorenzo le llamó a una pieza inmediata, y le mandó que dispusiese la cena.

—¿Quiénes son esos forasteros? —le preguntó luego de quedo, cuando volvió con un mantel ordinario y no muy limpio debajo del braro y un jarro en la mano.

—No los conozco —respondió el tabernero desdoblando el mantel.

—¿Cómo?, ¿ni uno siquiera?

—Ustedes saben muy bien —prosiguió el tabernero estirando con ambas manos el mantel sobre la mesa— que la primera regla de nuestro oficio es la de no meternos en negocios ajenos, tanto que nuestras mismas mujeres no son curiosas. ¡No habría poco que hacer con tanta gente como entra y sale! Para nosotros basta con que los parroquianos sean hombres de bien: lo demás de saber quiénes son o no son, poco nos importa. Ea, voy a traer un plato de almondiguillas que apuesto que nunca las han comido ustedes iguales.

—¿Y cómo puede usted saber?... —continuaba diciendo Lorenzo.

Pero el tabernero, que iba marchando hacia la cocina, prosiguió su camino. Allí, mientras preparaba el plato de almondiguillas, se le acercó aquel bravo que había mirado de los pies a la cabeza a Lorenzo, y le preguntó con voz baja:

—¿Qué gente es ésa?

—Gente buena de aquí del país —contestó el tabernero echando sus almondiguillas en la fuente.

—¡Bueno!, pero ¿cómo se llaman?, ¿quiénes son? —insistió el bravo con voz algo áspera.

—El uno se llama Lorenzo —respondió el otro también en voz baja—, buen muchacho, acomodado, hilador de seda, y que sabe bien su oficio; el otro es también un aldeano llamado Antoñuelo, buen camarada y de humor alegre: lástima que no tenga mucha moneda, pues toda la dejaría aquí; el otro es un pobre zonzo que come bien cuando encuentra quien le haga la costa. Con licencia.

Y de un brinquito salió llevando la fuente de almondiguillas a la mesa.

Al verle Lorenzo, volvió a tomar el hilo de su conversación diciendo:

—¿Y cómo puede saber si son hombres de bien si no los conoce?

—Las acciones, amigo mío; el hombre se conoce por ellas. Los que beben el vino sin desacreditarle, los que presentan al mostrador la cara del rey sin regatear, los que no mueven camorra con los demás parroquianos, y si tienen que regalar alguna puñalada se salen de la casa con el fin de no comprometerla, éstos son los hombres de bien: sin embargo, si se puede conocer la gente buena como nosotros cuatro nos conocemos, mucho mejor; pero ¿por qué diablos se le antoja a usted ahora saber estas cosas, cuando va a casarse, y debe tener ocupado el magín en otros asuntos, y con esas almondiguillas a la vista que pueden resucitar a un muerto?

Diciendo esto dio la vuelta a la cocina.

Observando nuestro autor del manuscrito el diferente modo con que el tabernero satisfacía a las preguntas, dice que era hombre de tal calaña que en todas sus conversaciones hacía alarde de ser amigo de los hombres de bien en general; pero en la práctica mucho más condescendiente con los que tenían opinión y cara de bribones.

La cena no fue muy alegre. Los convidados hubieran querido saborearse con ella; pero Lorenzo, preocupado con lo que sabe el lector, y además fastidiado y algo inquieto al ver el continente de los desconocidos, no veía la hora de marcharse. Por causa de aquella gente hablaba en voz baja, y con palabras sueltas y pronunciadas como al descuido.

—Fuerte cosa es —saltó de repente Gervasio— que Lorenzo para casarse necesite...

lnterrumpióle Lorenzo con enfado, y Antoñuelo le dijo:

—¡Calla, bestia! —acompañando este título con un codazo.

De esta manera la conversación fue decayendo hasta el fin. Guardando Lorenzo la mayor sobriedad, se aplicó a dar de beber a los dos testigos con el tino necesario para ponerlos alegres, sin que perdiesen la cabeza. Levantados los manteles, y pagada la cuenta por el que menos gasto había hecho, tuvieron los tres que pasar de nuevo delante de aquellas malas caras, y todos se volvieron a mirar como la primera vez a Lorenzo, el cual, volviendo la cabeza a poco de haber salido de la taberna, vio que le iban siguiendo los dos que dejó sentados en la cocina. Paróse entonces con sus compañeros, como diciendo: «Veamos qué es lo que quiere esa gente»; pero así que los dos advirtieron que los habían visto, se pararon ellos también, hablaron de quedo y volvieron atrás. Si Lorenzo se hubiera hallado tan cerca para poder oír las palabras, hubiera sin duda escuchado las siguientes:

—Sería a la verdad un valiente golpe, sin contar con la propina —decía uno de aquellos matones—, si volviendo a casa, pudiéramos referir que le habíamos sentado muy bien las costuras nosotros solos sin el fachenda del señor Canoso.

—Sería quizá malograr el asunto principal —contestó el otro—, algo ha notado, pues se paró a mirarnos; ¡ay si fuera más tarde! Volvamos, pues, para no excitar sospechas. Mira, por todas partes viene gente; dejemos que todos se metan en su nido.

Había, en efecto, aquel bullicio, aquel movimiento que se nota al anochecer en los lugares, y al cual poco después sucede el profundo silencio de la noche. Venían del campo las mujeres con sus niños en brazos, y de la mano los mayorcitos, a quienes hacían rezar las oraciones de la tarde, y los hombres volvían con las palas y azadones al hombro. Cuando se abrían las puertas de las casas, se veía en muchas de ellas el fuego encendido para prevenir las pobres cenas, y por las calles se oían los recíprocos saludos, y las breves y tristísimas pláticas acerca de la escasez de la cosecha y del mal año: además el esquilón del lugar anunciaba con el lento toque de oraciones la caída del día. Así que Lorenzo vio que los dos bravos se habían retirado, prosiguió su camino, haciendo en voz baja, entre la oscuridad que iba creciendo, ora al uno, ora el otro hermano, ya una prevención, ya un recuerdo; y de esta manera llegaron muy entrada la noche a la casita de Lucía.

El intervalo que media entre la formación de un proyecto peliagudo y su ejecución, dice un autor, es un sueño de fantasmas y sobresaltos. Hacía muchas horas que Lucía experimentaba las angustias de semejante sueño, y la misma Inés, la autora del proyecto, estaba pensativa, hallando apenas palabras con que animar a su hija. Pero en el momento de despertar, en el momento en que se trata de poner manos a la obra, se encuentra el ánimo enteramente transformado. Al miedo y valor que luchaban en él, sucede otro valor y otro miedo, y la empresa se presenta a la imaginación bajo un aspecto enteramente nuevo. Lo que se temía al principio a veces parece una cosa sumamente fácil, y a veces se encuentra mayor el obstáculo que desde luego pareció de poca consideración. La imaginación atemorizada se arredra, los miembros se niegan a ejercer su oficio acostumbrado, y el corazón falta para aquello a que se había prestado con más resolución. Así es que Lucía, en cuanto oyó que Lorenzo llamaba de quedo a la puerta, se aterró de manera que en aquel momento resolvió sufrir cualquiera cosa, aunque fuera separarse de él para siempre, más bien que ejecutar lo que había determinado; pero cuando se presentó Lorenzo y dijo: «Aquí estoy: vamos»; cuando todos se manifestaron dispuestas a marchar sin dificultad, como cosa irrevocablemente acordada, no tuvo Lucía ni lugar ni ánimo para resistirse, y como arrastrada se agarró temblando del brazo de su madre y del de su novio, y echó a andar con los demás.

Calladitos en la oscuridad y con pasos mesurados salieron de casa, y tomaron el camino por fuera del pueblo. El más corto hubiera sido atravesar el lugar para salir a la extremidad opuesta en donde vivía don Abundo; pero escogieron el primero para que nadie los viese. Por sendas entre huertas y campos llegaron cerca de la casa del cura, y se pararon. Los dos novios quedaron escondidos detrás de una esquina de la misma casa; Inés con ellos, pero algo más adelante para hacerse oportunamente la encontradiza con Perpetua, y Antoñuelo con el badulaque de Gervasio, que no sabiendo hacer nada, nada podía hacerse sin él, se puso con desembarazo a la puerta y llamó con la aldaba.

—¿Quién llama a estas horas? —gritó Perpetua desde una ventana que se abrió en aquel instante—. No hay enfermo que yo sepa; ¡si habrá sucedido alguna desgracia!

—Soy yo —respondió Antoñuelo—, que vengo con mi hermano, porque tengo que hablar con el señor cura.

—¿ Y es hora de venir ésta? —respondió ásperamente Perpetua—. ¡Qué poca consideración! Ven mañana.

—Oiga usted: vendré o no vendré. He cobrado algunos cuartos, y quería pagar aquella friolera que usted sabe. Tenía aquí las veinticinco del pico, pero si no se puede, ¡paciencia! No me falta en qué emplearlas, y volveré cuando haya juntado otras veinticinco.

—Aguarda, aguarda, vuelvo al instante; pero ¿por qué has venido a estas horas?

—La hora puedo variarla; yo no me opongo. Aquí estoy; si no quiere o no puede abrir, me iré.

—No; aguarda un instante, que vuelvo con la respuesta.

Diciendo esto cerró la ventana. Separóse entonces Inés de los novios, y después de decir a Lucía: «ánimo, niña; es obra de un instante como el sacarse una muela», fue a reunirse con los dos hermanos delante de la puerta, poniéndose a charlar con Antoñuelo, de modo que Perpetua, viéndola cuando volviese, pudiera creer que pasando casualmente por allí, Antoñuelo la había detenido un momento.

Los novios

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