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ОглавлениеCAPÍTULO II
Cuentan que el príncipe de Condé durmió profundamente toda la noche víspera de la célebre batalla de Rocroi; pero en primer lugar Condé estaba muy cansado, y en segundo, ya había dado las disposiciones necesarias para la acción, y acordado todo lo que había de hacerse por la mañana. No le sucedía esto al pobre don Abundo, porque él al contrario no sabía lo que debía hacer al día siguiente, y así estuvo una gran parte de la noche cavilando con inquietud. No hacer caso de la atroz intimación, y casar a Lorenzo, era un partido acerca del cual ni siquiera quería deliberar. Confiar a Lorenzo lo ocurrido, y discurrir con él algún medio... ¡Dios nos libre!, ni una palabra: sonaba todavía en sus oídos el «chitón» y el «¿Está usted?» de los bravos, y tan lejos estaba de hablar del asunto, que casi se arrepentía de habérselo confiado a Perpetua. ¿Huir?, ¿y adónde?, ¿y cómo?, ¿y después? ¡Qué laberinto! A cada partido que desechaba se volvía del otro lado. En fin, el arbitrio que le pareció mejor fue el de ganar tiempo, dando largas con palabras y pretextos. Se acordó, afortunadamente, que faltaba poco tiempo para cerrarse las velaciones, y esperaba que pudiendo entretener por pocos días a Lorenzo, tenía luego dos meses de espera, y en dos meses podían suceder grandes cosas. Estuvo rumiando pretextos, que aunque le parecían fútiles, tenía confianza en que su autoridad les daría peso, y en que su antigua experiencia le proporcionaría mucha ventaja sobre un mozalbete ignorante.
—Veremos —decía para sí—, a él le importa su novia; pero yo trato de mi pellejo, y así estoy más interesado en este negocio... luego mis conocimientos, mi experiencia...
Tranquilizado un poco el ánimo con semejante resolución consiguió por fin cerrar los ojos y dormirse; pero ¡qué sueño, y qué sueños! Bravos, don Rodrigo, Lorenzo, derrumbaderos, fuga, persecución y balazos fue lo que ocupó su imaginación durmiendo.
El momento de despertar después de una desventura o conflicto, es siempre muy amargo. La imaginación, entonces restituida a su oficina, acude a las ideas habituales de tranquilidad anterior, pero como al punto ocurre desagradablemente el pensamiento del nuevo estado de cosas, se aumenta el disgusto con aquella instantánea comparación. Tal fue para don Abundo el momento en que despertó; sin embargo, recapituló inmediatamente su proyecto de la noche, se confirmó en él, lo coordinó mejor, se levantó, y estuvo esperando a Lorenzo con no menos temor que impaciencia.
Lorenzo no se hizo aguardar mucho. En cuanto creyó ser la hora en que podía sin indiscreción presentarse al cura, pasó a verle con el anhelo de un joven de veintidós años que debe en aquel día casarse con una persona a quien ama. Huérfano Lorenzo desde su niñez, ejercía la profesión de hilandero de seda, profesión casi hereditaria en su familia, muy lucrosa en tiempos anteriores, y que si bien algo decaída en aquella época, no lo estaba tanto que un oficial hábil no pudiese vivir cómodamente con ella. El trabajo iba de día en día disminuyendo; pero la continua emigración de los artesanos, atraídos a los países limítrofes con promesas, privilegios, y jornales crecidos, era causa de que no les faltase a los que permanecían en el país. Además tenía Lorenzo un poco de tierra, que hacía labrar, y labraba él mismo cuando le faltaba el hilado de la seda; por manera que en su clase podía llamarse acomodado. Y aunque aquel año era más escaso que los anteriores, y se empezaba a experimentar una verdadera carestía, como desde que él puso los ojos en su amada arrendó una pequeña hacienda, con ella y sus ahorros no tenía que temer que le faltase pan. Presentóse, pues, a don Abundo en gran gala con plumas de varios colores en el sombrero, un puñal de curiosa empuñadura en el bolsillo lateral de los calzones, y aire alegre y de guapetón; muy común entonces hasta en las personas más pacíficas. La acogida seria y misteriosa de don Abundo formaba una contraposición particular con las maneras joviales y francas del mancebo.
—¿Si tendrá la cabeza ocupada en algún grave negocio? —discurrió para sí Lorenzo.
Y luego dijo:
—Tenga usted muy buenos días, señor cura. Vengo a saber a qué hora le parece a usted que nos veamos en la iglesia.
—Sin duda querrás decir qué día.
—¿Cómo qué día? ¿No se acuerda usted que hoy es el que está señalado?
—¿Hoy? —replicó don Abundo, como si fuera la primera vez que oía hablar del asunto—. Hoy... hoy; pues ten paciencia, porque hoy no puedo.
—¿No puede usted hoy? ¿Qué ha sucedido?
—Ante todo, estoy desazonado.
—Lo siento; pero es tan poco y de tan corto trabajo lo que tiene usted que hacer...
—Luego hay... hay...
—¿Qué es lo que hay, señor cura?
—Hay embrollos.
—¡Embrollos! No sé qué embrollos puede haber.
—Fuera preciso estar en mi lugar para saber cuántos entorpecimientos se encuentran en este oficio, cuántas cuentas hay que dar. Yo soy demasiado blando de corazón; trato de vencer obstáculos, de facilitarlo todo, de hacer las cosas a gusto de los demás, y luego para mí son las reconvenciones.
—Por amor de Dios, no me tenga usted en ascuas; dígame usted de una vez lo que hay.
—¿Sabes tú cuántas formalidades se necesitan para hacer un casamiento en regla?
—Algo debo saber de eso —dijo Lorenzo, empezando a alterarse—, pues tanto me ha quebrado usted la cabeza estos días pasados; pero ahora, ¿no se ha hecho todo lo que había que hacer?
—Sí, todo: a ti te lo parece. El tonto soy yo, que para que las gentes no penen he dejado de cumplir con mi obligación; pero ahora... basta; sé lo que me digo. Nosotros los pobres curas nos hallamos entre la espada y la pared; vosotros impacientes... Yo a la verdad te disculpo, pobre muchacho; pero los superiores... Basta; no se puede decir todo: nosotros, en fin, somos los que pagamos el pato.
—Pero explíqueme usted qué otra diligencia es la que hay que practicar, y se hará al instante.
—¿Sabes tú cuántos son los impedimentos dirimentes?
—¿Qué quiere usted que sepa yo de impedimentos?
—Error, conditio, votum, cognatio, crimen, cultus, disparitas, vis, ordo, etc.
—Usted se está burlando de mí: ¿qué tengo yo que ver con esos latines?
—Pues si no sabes las cosas, ten paciencia y confórmate con el parecer de los que las saben.
—En resumidas cuentas...
—Vaya, Lorenzo mío, no te acalores: estoy pronto a hacer... todo lo que esté en mi mano. Quisiera verte contento, pues yo te estimo... ¡Cuando pienso que estabas tan bien!; nada te faltaba; se te ha metido ahora en la cabeza el casarte...
—¿A qué viene esta reconvención? —prorrumpió Lorenzo entre sor— prendido y encolerizado.
—Eso es decir... en fin, ten paciencia.
—En una palabra...
—En una palabra, hijo mío, yo no tengo la culpa. La ley no la he hecho yo. Antes de hacer un casamiento tenemos obligación de practicar muchas, muchísimas diligencias para asegurarnos de que no hay impedimento alguno.
—Pero por María Santísima, dígame usted: ¿qué impedimentos son ésos?
—Ten paciencia: no son cosas éstas que puedan arreglarse así como se quiera en dos palotadas. Creo que no habrá dificultad; pero de todos modos hay averiguaciones que nosotros forzosamente tenemos que practicar. El texto está claro y terminante: antequam matrimonium denunciet...
—Ya he dicho a usted que yo no entiendo ni quiero entender de latines.
—Ello es preciso que yo te explique...
—Pero, ¿no ha hecho usted ya todas estas averiguaciones?
—No todas, te digo, como hubiera debido hacerlas.
—¿Y por qué no las ha hecho usted en tiempo? ¿Por qué me dijo usted que todo estaba acabado?, y ahora ¿por qué me hace aguardar?
—¿Ves cómo me echas en cara mi demasiada bondad? Para servirte más aprisa facilité las cosas, pero ahora han ocurrido circunstancias... Yo me entiendo.
—Y por último, ¿qué quiere usted que haga?
—Que tengas paciencia por algunos días... En fin, hijo mío, unos días no es la eternidad... Vaya, ten paciencia.
—¿Por cuánto tiempo?
—No vamos mal —dijo para sí don Abundo.
Y con modo afectuoso contestó:
—Así como unos quince días, y en este tiempo indagaré...
—¡Quince días!, ¡ahora sí que estamos bien! Se hizo todo cuanto usted quiso; se señaló el día; el día llegó, y ¡ahora salimos con haber de esperar otros quince! ¡Quince demonios! —prosiguió dando un golpe sobre la mesa.
Y hubiera continuado con el mismo tono y estilo, a no haberle interrumpido don Abundo, cogiéndole una mano con cierta amabilidad tímida y oficiosa, y diciendo:
—Vaya, vaya, Lorenzo, no te alteres, por Dios: yo trataré, yo veré si en una semana...
—¿Y qué le diré yo a Lucía?
—Que ha sido una equivocación.
—¿Y las gentes qué dirán?
—Diles a todos que yo he tenido la culpa por servirte demasiado presto. No temas, échame a mí las cargas. ¿Puedo hacer más?... Ea, ¡una semana!...
—¿Y luego no habrá más entorpecimientos?
—Cuando yo te lo digo...
—Pues bien, aguardaré una semana; pero cuente usted que pasada ésta, no me satisfaré con chanzonetas. Entretanto, páselo usted bien.
Con esto se marchó, manifestando en su despedida más despecho que urbanidad.
Saliendo a la calle y dirigiéndose disgustado a casa de su novia, iba discurriendo en medio del enojo acerca de la pasada conferencia, y le parecía cada vez más extraña. La acogida reservada y fría de don Abundo, sus palabras inconexas, sus ojos azules que mientras hablaba volvía de una parte a otra como si temiera que desmintiesen sus dichos, el hacerse de nuevas respecto de un casamiento concertado con tanta anticipación y formalidad, y sobre todo el indicar siempre una gran cosa sin decir nada claro; todas estas circunstancias reunidas daban en qué pensar a Lorenzo, y sospechaba que hubiese algún misterio diferente del que indicaba don Abundo.
Estuvo dudando un momento si volvería atrás para hacerle hablar claro, cuando en esta incertidumbre vio a Perpetua que iba a entrar en un huerto, junto a la casa del mismo cura. Diole una voz cuando iba a abrir la puerta, apretó el paso, la alcanzó, la detuvo en la entrada, y con el objeto de descubrir terreno trabó conversación con ella.
—Buenos días, señora Perpetua: esperaba que hoy hubiésemos tenido un rato de diversión...
—Amigo, Dios no ha querido. ¡Pobre Lorenzo!
—Hágame usted un favor. El señor cura me ha ensartado un fárrago de razones que no he podido comprender. Explíqueme usted mejor el motivo: por qué no puede o no quiere casarme hoy.
—¿Te parece a ti que yo sé los secretos de mi amo?
—Bien me lo figuraba yo que había misterio —dijo para sí Lorenzo.
Y para descubrirlo continuó:
—Vaya, señora Perpetua, nosotros somos amigos: dígame usted lo que sabe; favorezca usted a un pobre muchacho.
—Lorenzo mío, mala cosa es haber nacido pobre.
—Es verdad —contestó Lorenzo, confirmándose cada vez más en su sospecha—. Es verdad; pero los curas no deben tratar mal a los pobres.
—Oye, Lorenzo, yo nada puedo decir, porque... en fin, porque nada sé; pero lo que te puedo asegurar es que mi amo no quiere hacerte perjuicio, ni a ti ni a nadie, y no tiene culpa...
—¿Y quién la tiene? —preguntó Lorenzo como descuidadamente, pero con el oído fijo y el corazón alerta.
—Repito que nada sé... pero puedo hablar en defensa de mi amo, porque me incomoda sobremanera ver que se le obligue a hacer daño a nadie. ¡Es un bendito!, y si peca, peca por demasiada bondad. Es bien cierto que en el mundo hay bribones, prepotentes, hombres sin temor de Dios.
—¡Bribones!, ¡prepotentes! Éstos no serán sin duda los superiores —dijo para sí Lorenzo.
Y ocultando su agitación que progresivamente se aumentaba, continuó:
—Vaya, señora Perpetua, dígame usted quién es.
—¡Ah!, tú quisieras sonsacarme, picaruelo, y yo no puedo hablar, por— que... En fin, no sé nada, y cuando digo que nada sé, es como si dijera que he jurado callar. Aunque me dieran tormento, nada sacarías. Adiós; es tiempo perdido para los dos.
Con esto entró aprisa en el huerto, y cerró la portezuela. Devolvióle Lorenzo el saludo, detúvose un poco, para que por el ruido de los pasos no advirtiese el camino que tomaba; pero así que se alejó bastante para que no pudiese oírle ni verle la buena mujer, apresuró el paso, y en un momento llegó a la puerta de don Abundo. Entró sin llamar, y se metió a la deshilada en el cuarto donde le había dejado, y habiéndole hallado allí, se dirigió a él con desembarazo y los ojos encendidos.
—¡Cómo! —dijo don Abundo—, ¿qué novedad es ésta?
—¿Quién es el prepotente —preguntó Lorenzo con el tono de un hombre determinado a saber la verdad—; ¿quién es el prepotente que no quiere que yo me case con Lucía?
—¿Cómo, cómo? —murmuró don Abundo con el color más blanco que un papel.
Sin embargo, sin dejar de murmurar, se levantó apresuradamente de la silla, dando un salto para tomar la puerta; pero Lorenzo, que se lo figuraba, se arrojó antes que él, la cerró y metió la llave en el bolsillo.
—Ahora hablará usted, señor cura. Todos saben mis negocios menos yo. ¡Voto a...! Quiero saberlos yo también. ¿Cómo se llama ese caballero?
—¡Lorenzo! ¡Lorenzo!, así tengan buen siglo las ánimas de tus difuntos, por caridad mira lo que haces: piensa que...
—Lo que yo pienso es que quiero saberlo al instante.
Diciendo esto puso la mano quizá sin advertirlo sobre el mango del puñal que se le salía del bolsillo.
—¡Dios me asista! —exclamó don Abundo con voz flaca.
—Quiero saberlo...
—¿Quién te ha dicho?...
—Dejémonos de razones; quiero saberlo, y al instante.
—¿Tú quieres, pues, mi muerte?
—Quiero saber lo que tengo derecho a saber.
—Pero si hablo, muero; ¿y no quieres que me interese mi vida?
—Hable pues...
Pronunció Lorenzo estas dos palabras con tanta energía y tono tan decidido, que don Abundo perdió enteramente la esperanza de poder desobedecer.
—¿Me prometes, me juras —dijo entonces— de no darte por entendido, de no decir jamás a nadie?...
—Lo que prometo es hacer un desatino si usted no me declara inmediatamente quién es ese hombre.
A esta nueva graciosa insinuación, don Abundo, con la cara y los ojos del que tiene en la boca el gatillo del sacamuelas, articuló:
—Don...
—Don... —repitió Lorenzo, como para ayudar al paciente a pronun— ciar el resto, y sin apartar los ojos de los del cura, ni quitar las manos de detrás.
—Don Rodrigo —pronunció don Abundo aprisa, y de un modo como si quisiese desfigurar el nombre.
—¡Ah perro! —exclamó Lorenzo, rechinando los dientes—. ¡Ah perro! ¿Y cómo?, ¿qué le ha dicho a usted para?...
—¿Cómo? ¿Cómo? —respondió con voz casi airada don Abundo, el cual, después de tamaño sacrificio, se consideraba como acreedor de Lorenzo. —¿Cómo? ¡Ya, ya! Quisiera que a ti te hubiese sucedido en mi lugar; que en verdad no estarías para fiestas.
Aquí se puso a pintar con los colores más horrorosos el fatal encuentro con los bravos, y sintiéndose en el cuerpo, mientras hablaba, cierta cólera que el miedo tuvo reprimida hasta entonces, y viendo al mismo tiempo que Lorenzo entre ira y confusión estaba inmóvil con la cabeza baja, continuó diciendo:
—¡Has hecho por cierto una brava acción! ¡Una pasada semejante a un hombre de bien, a tu párroco, en su propia casa, en lugar sagrado! ¡Vaya, que la cosa es de contar! ¿Y luego para qué?, para sacarme de la boca tu desgracia, y la mía, lo que yo te ocultaba por prudencia, para tu bien. Ahora, pues, que lo sabes, quisiera que me dijeras qué es lo que has adelantado. Por amor de Dios, éstas no son burlas: no se trata de si hay o no hay razón; se trata de la fuerza. Y cuando esta mañana te daba yo un buen consejo, al instante alborotaste. Yo miraba por ti, y por mí. Y ahora ¿qué se hace? Abre por lo menos la puerta, o dame la llave.
—He faltado a usted al respeto —respondió Lorenzo con voz humilde para con don Abundo, pero que indicaba furor contra su enemigo—. He faltado; pero póngase usted la mano al pecho, y reflexione si en mi lugar...
Diciendo esto, había ya sacado la llave del bolsillo, e iba a abrir. Don Abundo fue tras él; y mientras Lorenzo abría, se le acercó, y con rostro serio le dijo:
—Jura al menos...
—He faltado; disimule usted —respondió Lorenzo, abriendo la puerta para salir.
—Jura —replicó don Abundo agarrándole de un brazo con mano trémula.
—Me he propasado —añadió Lorenzo, soltándose de él.
Y ausentándose apresuradamente, cortó de esta manera la cuestión que, como las de literatura y filosofía, hubiera durado seis siglos por el tesón con que entrambos se hubieran mantenido en sus trece.
—¡Perpetua! ¡Perpetua! —gritó don Abundo después de haber llamado en vano al joven fugitivo.
Pero el ama no respondía, y don Abundo ya no sabía lo que le pasaba.
Ha sucedido más de una vez que personajes de categoría más elevada que la de don Abundo, hallándose en grandes apuros, y sin saber qué partido tomar, creyeron excelente recurso meterse en la cama con calentura. No tuvo don Abundo que ir a buscar semejante arbitrio, porque él mismo se le vino naturalmente a las manos. El susto del día anterior, la mala noche, el miedo que le acababa de meter Lorenzo, y el pensar lo que pudiera sucederle en adelante, produjeron su efecto. Aturdido y fatigado, volvió a sentarse en su sillón y empezó a sentir algunos escalofríos. Se miraba las uñas, suspiraba, y de cuando en cuando llamaba con voz trémula y rabia a Perpetua. Por fin llegó ésta con una gran col debajo del brazo, y tan serena como si nada hubiera pasado. No quiero molestar al lector con los lamentos, las quejas, los cargos, las defensas; aquello de que «tú sola puedes haber hablado», y lo que, «yo no he dicho nada», con los demás dimes y diretes de aquel coloquio. Bastará decir que don Abundo mandó a Perpetua que atrancase la puerta, que no volviese a salir, y que si alguno llamaba, respondiese que el señor cura se había metido en la cama con calentura. Subió luego lentamente la escalera, exclamando a cada tres escalones: «Estoy fresco»; y de veras se metió en la cama, en donde por ahora habremos de dejarle.
Caminaba entre tanto Lorenzo con paso agitado a su casa, sin haber aún resuelto qué partido tomaría; no obstante, tenías vivas ansias de hacer alguna diablura. Los provocadores, los hombres injustos, todos los que hacen daño a los demás, son culpados, no sólo por el mal que cometen, sino también por los excesos a que provocan a los ofendidos. Lorenzo era un mozo pacífico, enemigo de verter sangre, un joven franco, y ajeno de toda alevosía; pero en aquel momento su corazón meditaba un atentado, y su imaginación estaba ocupada en tramar una traición. Hubiera querido buscar a don Rodrigo, agarrarle por el gañote, y... pero se acordaba que su casa era una fortaleza, guardada por bravos, interior y exteriormente, que sólo entraban en ella los criados y los amigos de mayor confianza; que a un artesano incógnito no se le admitiría sin mucho examen, y que él sobre todo sería muy conocido. Pensaba entonces tomar su escopeta, y oculto detrás de un vallado aguardar si por casualidad pasaba por allí don Rodrigo solo. Gozándose en esta feroz idea, se figuraba haber llegado el anhelado momento, oír el estampido del arma, y ver a su amigo caer y revolcarse en su sangre: le echaba una maldición, y marchaba a ponerse a salvo en la raya del país veneciano. ¿Y Lucía? A este recuerdo desaparecían los pensamientos criminales, y ocupaban su lugar los buenos principios a que Lorenzo estaba acostumbrado. Se acordó de las últimas palabras de sus padres; se acordó de Dios, de la Virgen y de los santos; se le presentó a la imaginación el placer que había experimentado muchas veces al considerar que no había cometido delitos, y el horror que siempre le había causado la noticia de un asesinato; y se despertó de aquel sueño de sangre con horror y remordimientos, y al mismo tiempo con cierta especie de gozo por no haber hecho más que imaginar semejante crimen. ¡Pero el recuerdo de Lucía qué distintos pensamientos no traía consigo! ¡Tantas esperanzas frustradas! ¡Tantas promesas fallidas! ¡Un porvenir tan halagüeño! ¡Un día tan anhelado! Por otra parte, ¿cómo anunciarle tan dolorosa noticia? Y sobre todo, ¿qué partido adoptaría? ¿Cómo se casaría con ella contra la voluntad y las tramas de aquel poderoso? En medio de estas reflexiones, le pasaba de cuando en cuando por la imaginación, no una sospecha decidida, sino cierta sombra, que le atormentaba; porque, aunque no dudase de la fidelidad de Lucía, le parecía muy extraño el arrojo de don Rodrigo. ¿Si tendrá Lucía algún antecedente? ¿Podría aquel malvado haber concebido tan infame designio sin que ella hubiese advertido cosa alguna? ¿Y no decirle nada a él, a su novio?
Sumergido en estos tristes pensamientos, pasó delante de su casa, situada en medio del pueblo, y se dirigió a la de Lucía, que se hallaba a la salida del mismo. Tenía la casilla un pequeño corral delante, cercado con pared que le separaba de la calle. Entró Lorenzo en él, oyó en un cuarto alto ruido de voces confusas, y juzgando que serían vecinas y comadres que irían a dar el parabién a Lucía, no quiso meterse en aquella bulla con tan desagradable noticia en el cuerpo. Una niña que se hallaba en el corral, corrió a él gritando:
—¡El novio! ¡El novio!
—Calla, Betina, calla —dijo Lorenzo—, escucha: sube al cuarto, y llamando aparte a Lucía, dile al oído, y sin que nadie lo oiga, que venga a la sala baja, que tengo que hablarle, y que sea al instante.
Subió la niña apresuradamente la escalera, muy ufana por tener un encargo secreto que ejecutar. Lucía iba a salir en aquel momento, muy ataviada por mano de su madre. Las amigas se la disputaban por verla y abrazarla; pero Lucía se negaba con aquella modestia algo rústica de las aldeanas; y aunque bajaba la cabeza y se tapaba desdeñosamente la cara con el brazo, no dejaba de asomar a su rostro una ligera y atractiva sonrisa. Sus nítidos y negros cabellos, separados en mitad de la frente, pasaban detrás de la cabeza formando en ella varios círculos de trenzas, sostenidos por largos alfileres de plata que repartían en rededor a manera de los rayos de las aureolas, como aún en el día usan las aldeanas del Milanesado. Rodeaba su garganta una sarta de granates alternados con cuentecillas de oro afiligranadas, y ceñía el suelto talle un juboncillo de brocado con flores, y las mangas abiertas, y atadas con hermosas lazadas. La falda era de seda con espesos y menudos pliegues; las medias de color rosa, y las chinelas de seda bordadas. Además de este adorno, que era el del día de la boda, tenía la joven el de todos los días, que era el de su modesta hermosura, a que daban mayor realce los afectos que retrataba su rostro, es decir, cierta alegría mezclada con una ruborosa turbación, con una plácida inquietud, que, sin alterar la belleza de una novia, le presta un carácter particular que interesa. Betina se metió en el grupo de las mujeres, se acercó a Lucía, y dándole a entender diestramente que tenía alguna cosa que comunicarle, le dijo su palabrita al oído.
—Voy, y vuelvo al momento —dijo Lucía a las mujeres.
Y bajó aprisa la escalera. Al ver la cara inmutada y el aspecto inquieto de Lorenzo:
—¿Qué hay de nuevo? —le preguntó, no sin cierto triste presentimiento.
—Querida Lucía —respondió Lorenzo—, lo que es peor; hoy todo se lo llevó Barrabás; ¡y quién sabe cuándo podremos casarnos!
—¿Cómo? —dijo Lucía asustada.
Contóle Lorenzo en pocas palabras lo que había sucedido aquella mañana. Escuchábale Lucía muy angustiada, y cuando oyó el nombre de Rodrigo:
—¡Ah! —exclamó, poniéndose colorada y trémula—, ¿es posible?, ¡hasta este extremo!
—¿Luego tú sabías... ? —preguntó Lorenzo.
—Demasiado —respondió Lucía—, pero ¿quién creyera?...
—¿Y qué es lo que sabías?
—No seas impaciente, ni excites mi llanto; pero deja que llame a mi madre, y despida a esas gentes, pues conviene que estemos solos.
Al irse Lucía, dijo Lorenzo como a media voz:
—¡Nunca me has hablado palabra de esto!
—¡Ah, Lorenzo! —respondió Lucía, volviéndose sin pararse.
Comprendió Lorenzo muy bien que su nombre pronunciado en aquel momento y con aquel tono, era lo mismo que decir, que no debía dudar de que había tenido los motivos más puros y justos para callar.
Entretanto, la buena de Inés (que así se llamaba la madre de Lucía), entrando en sospecha y curiosidad por aquella palabrita al oído, y por haber visto ausentarse a su hija, bajó a saber qué novedad había ocurrido. Lucía la dejó con Lorenzo, volvió donde estaban sus amigas y vecinas, y disimulando lo mejor que pudo la alteración de su ánimo, dijo:
—El señor cura está malo, y hoy nada se hace.
Con esto las saludó a todas apresuradamente y volvió a bajar.
Desfilaron entonces las mujeres, y todas corrieron a divulgar lo que había sucedido, y muchas a averiguar si efectivamente estaba enfermo don Abundo; mas la verdad del hecho cortó todas las conjeturas, indicándolas desde luego con medias palabras y expresiones misteriosas.