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CAPÍTULO I

Aquel ramal del lago de Como que, torciendo hacia el sur entre dos cordilleras de montes, forma varios golfos y ensenadas, según ellas se apartan o se acercan, toma casi de repente curso y figura de río, estrechándose entre un promontorio al lado derecho y una espaciosa ribera al izquierdo. El puente, que en este sitio abraza las dos orillas, presenta más patente a la vista semejante transformación, pareciendo que designa el punto en que termina el lago y empieza el Ada, río que vuelve a tomar después el nombre de lago cuando, alejándose de nuevo sus orillas, se espacian por segunda vez sus aguas, resultando otras ensenadas y otros golfos. La ribera, obra del tiempo y de tres caudalosos torrentes, viene declinando desde la falda de dos montañas contiguas, llamada la una el Centro de San Martín, y la otra el Recegón, voz lombarda que significa hoz o sierra, y nace de la semejanza que le dan con estos instrumentos los muchos picos en fila que terminan su cumbre; así, el que la vea por su frente como desde las murallas de Milán que caen al Septentrión, no podrá menos de distinguirla al instante, por las señas indicadas, de los demás montes de menos nombradía y más común configuración que componen aquella prolongada cordillera. Desde la orilla del río va subiendo la ribera con suave y regular declive, que interrumpen después algunas colinas y valles de poca extensión, formando alturas y sinuosidades según la estructura de los montes y el continuo lamer de las aguas. Los puntos más altos de aquel terreno, socavados por los cauces de los torrentes, están por lo común cubiertos de piedras y cascajo, pero el resto son campos y viñedos, aldeas y granjas, con algunos bosquecillos que suben por la falda de los montes. No lejos del puente y tan cerca del lago, que en las grandes avenidas llega a circundada, está situada Lecco, la principal de aquellas poblaciones, tan aumentada en nuestros días que casi presume de ciudad.

En el tiempo que sucedieron las cosas que vamos a referir no era ciertamente de tanta consideración, pero ya se reputaba por un pueblo regular, y tenía su castillo, guarnecido por un comandante y soldados españoles, que cuidaban de inspirar modestia a las muchachas del país, de sacudir el polvo de tiempo en tiempo a sus padres y maridos, y de esparcirse por las viñas en el otoño para aliviar en parte a los aldeanos del trabajo de la vendimia. Todo el terreno, desde el lago a los montes, de un collado a otro, de casería a casería, estaba y está cruzado de caminos y sendas, unas llanas y otras pendientes, quedando algunas tan hondas entre los vallados de las heredades, que apenas descubre el caminante otra cosa que el picacho de algún monte o el pedazo de cielo que está sobre su cabeza. A veces permite la altura del terreno que la vista descubra perspectivas más o menos extensas, pero siempre variadas y ricas, según campean o se esconden los diferentes puntos y objetos de aquellos amenos contornos. Ya brilla y deslumbra por una parte la tersa superficie del lago, que oculta después un grupo de árboles o de casas. Ya vuelve a aparecer más extenso entre los montes que le circundan, y se pintan inversamente en sus ondas. A este lado se descubre el río, más allá el lago, y el río otra vez, que serpeando y luciendo como plata al pie de la cordillera que le acompaña, se pierde por fin y desaparece con ella en el horizonte.

Por uno de los caminos arriba descritos volvía de paseo hacia su casa, al caer la tarde del 7 de noviembre de 1628, don Abundo, cura de una de aquellas aldeas, cuyo nombre no se expresa en el manuscrito que nos sirve de guía. Iba rezando en su breviario pacíficamente, cerrándolo a veces entre salmo y salmo, y cruzando las manos a la espalda con un dedo puesto por vía de señal entre las hojas. Ya caminaba con los ojos bajos, echando con el pie hacia las cercas los guijarros del camino, ya levantaba la vista fijándola en la cima de algún monte, en que los rayos del sol en su ocaso, penetrando por las quebradas de otro situado enfrente, formaban largas y brillantes fajas de púrpura.

Abierto otra vez el breviario, y rezando de nuevo, llegó adonde torcía el camino, y en este paraje levantó los ojos mirando adelante como solía hacerlo los demás días. La senda después de torcer seguía derecha como unos sesenta pasos, dividiéndose luego en dos, de las cuales la derecha subía hacia la montaña, y era la que conducía a la parroquia, y la izquierda bajaba al valle hasta llegar a un torrente, siendo por esta parte más baja la pared. Las cercas interiores de las dos sendas, en vez de formar ángulo al reunirse, remataban en una pequeña ermita en que estaban pintadas varias figuras largas, undosas, y acabadas en punta, las cuales, según la intención del pintor, y a los ojos de los habitantes, debían significar llamas, alternando entre ellas ciertos mamarrachos como personas de medio cuerpo arriba, que significaban ánimas del purgatorio, y unas y otras de color de ladrillo sobre un fondo blanquizco, con algunos desmochados de trecho en trecho.

Al volver don Abundo de la esquina, y dirigiendo la vista hacia la ermita, según tenía de costumbre, vio lo que no esperaba ni hubiera querido ver. Casi en la confluencia de las dos sendas se hallaban dos hombres, uno enfrente de otro: el uno de ellos sentado en la pared más baja con una pierna colgando por la parte de adentro, y el compañero en pie, apoyado en la tapia de enfrente y con los brazos cruzados. Por el traje, el aire, y lo que podía divisarse desde el punto a que había llegado el cura, era fácil inferir su condición. Los dos llevaban en la cabeza una redecilla verde, que con gran borla caía sobre el hombro izquierdo, saliendo de ella en la frente un gran mechón de pelo a manera de tufo; dos grandes bigotes ensortijados por la punta, y la chaquetilla ajustada al cuerpo, con un cinturón de cuero muy reluciente, de donde colgaban un par de pistolas. Pendiente del cuello, y caído sobre el pecho en forma de dije, traían un cuernecito con pólvora. A la derecha salía de un bolsillo lateral de los anchos calzones el mango de un gran puñal, y colgaba a la izquierda una disforme espada con el puño de metal muy labrado y terso. Manifestaba semejante atavío que aquellos dos hombres eran de los que en aquel tiempo se llamaban bravos o valentones.

Esta clase de individuos, que en el día ya no existe, era muy antigua y entonces muy floreciente en la Lombardía. Para dar una idea a los que no la tengan de su carácter principal, de los esfuerzos que se hicieron para extinguirla y de su larga y tenaz resistencia, presentaremos los trozos auténticos siguientes:

Desde el 8 de abril de 1583, don Carlos de Aragón, príncipe de Castelvetrano, duque de Terranova, marqués de Ávila, conde de Burgueto, gran almirante y gran condestable de Sicilia, gobernador de Milán y capitán general en Italia por S. M. C., «informado de los trabajos en que vivió y vivía la ciudad de Milán por causa de los bravos o vagamundos, publicó un bando contra ellos, declarando estar comprendidos en él dichos bravos o vagamundos, los cuales siendo forasteros o del país no tienen oficio alguno, o teniéndolo no lo ejercen, sino que sin salario o con él, se ponen a la merced de algún caballero o hidalgo, oficial, o comerciante, para guardarle las espaldas, o más bien, como es de presumir, para armar asechanzas a otros». En el expresado bando se mandaba «que en el término de seis días saliesen del país, bajo la pena de galeras a los que no lo verificasen»; y se concedía a los dependientes de justicia las facultades más amplias y extraordinarias para la ejecución de la orden. El año siguiente, en 12 de abril, sabedor el mismo capitán general de que la «ciudad estaba todavía llena de dichos bravos, los cuales vivían como antes, sin haber mudado de conducta, ni haber disminuido su número», publicó otro bando más enérgico y riguroso, en el cual, entre otras cosas, mandaba «que cualquier individuo de la ciudad o forastero a quien se le justificase con dos testigos ser considerado, o generalmente reputado, por bravo, o tener este nombre aunque no constase haber cometido delito alguno, por la sola opinión de bravo, y sin más indicios, pudiese por los jueces y por cualquiera de ellos ser puesto al castigo de la cuerda y al tormento por información sumaria... Y aunque no confesase delito alguno, pudiese, sin embargo, ser condenado a tres años de galeras por sola la opinión y nombre de bravo». Y concluía diciendo: «Todo esto, y lo demás que se omite, porque S. E. está resuelto a que todos le obedezcan.»

Al oír palabras tan terminantes, y disposiciones de tanto rigor, nadie habrá que no piense que todos los bravos desaparecerían para siempre; pero el testimonio de un personaje de no menos autoridad ni menos títulos nos obliga a creer lo contrario. Este es el Excmo. señor don Juan Fernández de Velasco, condestable de Castilla, mayordomo mayor de S. M. C., duque de Feria, conde de Haro, señor de la casa de Velasco, y de la de los siete infantes de Lara, gobernador del estado de Milán, etc. «En 5 de junio de 1593, también informado plenamente de los perjuicios y ruinas que causaban los bravos y vagamundos, y de los pésimos efectos que por esta clase de gente resultaba al bien público en menosprecio de la justicia, mandó de nuevo que saliesen del país en término de seis días, repitiendo las mismas penas y castigos de su antecesor. Luego el 23 de mayo de 1598, informado con no poco sentimiento suyo de que se aumentaba cada día más en aquella ciudad y estado el número de bravos y vagamundos, y que día y noche sólo se oían heridas alevosamente dadas, homicidios y robos, y otros delitos semejantes que cometían con tanta más facilidad cuanto confiaban en el favor de sus principales y fautores, prescribía de nuevo las mismas medidas y remedios», aumentando la dosis como en las enfermedades rebeldes, y concluía el bando en estos términos: «Cuiden, pues, de no contravenir de modo alguno al presente bando, pues en vez de encontrar clemencia en S. E., experimentarán su rigor y su cólera, por haber resuelto que éste sea el aviso último y perentorio.»

Poco o ningún efecto produjeron semejantes medidas, pues vemos renovadas las mismas disposiciones por el gobernador de Milán, conde de Fuentes, en 5 de diciembre de 1600, por el marqués de Hinojosa en 22 de septiembre de 1612, por el duque de Frías en 24 de diciembre de 1618, por don Gonzalo Fernández de Córdoba en 5 de octubre de 1627 y otros posteriores al tiempo en que ocurrió lo que vamos refiriendo.

Que los dos bravos arriba descritos estuviesen allí aguardando a alguno, era cosa de que no se podía dudar; lo que no agradó a don Abundo fue el inferir, por ciertos movimientos, que él era la persona que esperaban. En efecto, así que le vieron se miraron uno a otro, levantando la cabeza con cierto ademán como si dijesen: «allí viene». El que estaba a horcajadas en la cerca saltó al camino, y separándose de la pared el compañero, se dirigieron ambos hacia nuestro cura, el cual, con el breviario abierto como si leyera, alzaba la vista con disimulo por encima del libro para ver lo que hacían. Convencido de que se dirigían a él, le pasaron por la cabeza varios pensamientos. El primero de todos fue el de discurrir rápidamente si entre él y los bravos había alguna senda a derecha o a izquierda; pero no la había. Hizo después un rápido examen para averiguar si había hecho ofensa a algún poderoso vengativo; bien que le tranquilizó en parte el testimonio de la conciencia. Acercábanse entretanto los bravos teniendo los ojos fijos en él. Puso entonces los dedos índice y medio de la mano izquierda entre el alzacuello como para sentarlo bien, y dando vuelta con ellos alrededor del cuello, volvía la cara todo lo que podía, torciendo al mismo tiempo la boca y mirando de reojo hasta donde alcanzaba, para ver si parecía gente por aquel contorno; pero no vio a nadie. Echó una mirada también inútilmente por el lado de la cerca a los campos, y otra con más disimulo delante de sí, sin ver más alma viviente que los dos bravos.

En semejante apuro no sabía qué hacerse. De volver atrás ya no era tiempo; echar a correr era lo mismo que decir seguidme, o quizá peor; viendo, pues, que no podía evitar el peligro, se determinó a arrostrarle, porque aquellos momentos de incertidumbre eran para él tan penosos, que ya sólo pensaba en abreviarlos; de consiguiente, aceleró el paso, rezó un versículo con voz más alta, compuso el semblante lo mejor que pudo, manifestando serenidad y sosiego, se esforzó por preparar una sonrisa, y cuando se halló enfrente de los dos perillanes, dijo para sí: «ahora es ello», y se quedó parado.

—Señor cura —dijo uno de los bravos, mirándole de hito en hito.

—¿Qué se le ofrece a usted, amigo? —contestó inmediatamente don Abundo levantando los ojos del breviario que tenía abierto en las dos manos.

—¿Está usted en ánimo —prosiguió el otro con tono amenazador- de casar mañana a Lorenzo Tramallino con Lucía Mondella?

—Ciertamente —respondió con voz trémula don Abundo—, es decir, que como no hay dificultad ni impedimento... Ustedes son personas que conocen el mundo, y saben cómo van estas cosas. El pobre cura nada tiene que ver en eso; hacen entre ellos sus enjuagues, y luego vienen a nosotros como... en fin...

—En fin —interrumpió el bravo con voz moderada, pero con el tono de quien manda-, tened entendido que este casamiento no se ha de hacer ni mañana, ni nunca.

—Pero, señores —replicó don Abundo con la voz pacata de un hombre que quiere persuadir a un impaciente-, pero, señores, pónganse ustedes en mi lugar. Si la cosa estuviese en mi mano... Ya ven ustedes que yo no tengo en ello interés alguno.

—¡Ea! —interrumpió otra vez el bravo-, si la cosa se hubiese de decidir con argumentos, convengo en que no saldríamos bien librados; pero nosotros no entendemos de razones, ni nos gusta malgastar saliva. Ya estáis prevenido... y al buen entendedor...

—Ustedes son demasiado racionales para...

—Como quiera que sea —interrumpió el bravo que hasta entonces no había hablado-, el casamiento no ha de hacerse... (aquí echó un tremendo voto), y el que lo hiciere no tendrá que arrepentirse, porque le faltará tiempo, y... (aquí otro voto).

—¡Vaya, vaya! —repuso el primer bravo-, el señor cura conoce el mundo, y nosotros somos hombres de bien, que no queremos hacerle daño siempre que tenga prudencia. Señor cura, reciba usted expresiones del señor don Rodrigo.

Este nombre hizo en el ánimo de don Abundo el mismo efecto que en noche de tormenta un relámpago, que iluminando rápida y confusamente los objetos, aumenta el espanto. Bajó como por instinto la cabeza, y dijo:

—Si ustedes supiesen indicarme un medio...

—¡Indicar medios a un hombre que sabe latín! —interrumpió el bravo con una sonrisa entre burlona y feroz—. Eso le toca a usted. Sobre todo, chitón; y nadie tenga noticia de este aviso que le damos por su bien. De lo contrario... ¿Está usted? Hacer semejante casamiento sería lo mismo que... En fin ¿qué quiere usted que digamos al señor don Rodrigo?

—Que soy muy servidor suyo.

—No basta, señor cura. Es preciso que usted se explique.

—Siempre, siempre dispuesto a obedecer sus mandatos...

Pronunciando don Abundo estas palabras, él mismo no sabía si hacía un mero cumplimiento, o una promesa. Tomáronla los bravos, o aparentaron tomarla, en este último sentido y se despidieron, dándole las buenas tardes. Don Abundo, que poco antes hubiera dado un ojo de la cara por no verlos, deseaba ahora prolongar la plática, y así, cerrando el breviario con ambas manos, empezó diciendo: «Señores...», pero los bravos sin darle oídos tomaron el camino por donde él mismo había venido, y se ausentaron, cantando cierta cancioncilla que no quiero copiar. Quedó el pobre don Abundo un momento con la boca abierta, como quien ve visiones; tomó luego la senda que conducía a su casa, echando con trabajo un pie delante del otro, porque los dos se le figuraban de plomo, y tan consternado como podrá inferir más fácilmente el lector, después de que tenga datos más puntuales acerca de su carácter, y de la condición de los tiempos en que le había tocado vivir.

Don Abundo no había nacido con un corazón de león (como lo habrá advertido ya el lector), y desde sus primeros años hubo de convencerse que en tales tiempos no había condición más miserable que la del animal que, naciendo sin uñas ni garras, no siente en sí la menor inclinación a dejarse devorar por otro. Entonces la fuerza legal no era bastante para proteger al hombre sosegado y pacífico que no tuviera otros medios de meter miedo a los demás; no porque faltasen leyes y penas contra las violencias privadas; antes por el contrario, las leyes llovían sin consuelo; los delitos estaban enumerados, y especificados con fastidiosa prolijidad; las penas, sobre ser brutalmente severas, eran agravadas en cada ocurrencia por el mismo legislador y sus mil ejecutores, y la forma de enjuiciar propendía a que el juez no encontrase impedimento en condenar a su antojo, como lo atestiguan los bandos contra los bravos, de que acabamos de dar noticia. Por la misma razón dichos bandos publicados y repetidos de gobierno en gobierno, sólo servían para manifestar con énfasis la impotencia de sus autores; y si producían algún efecto inmediato, era únicamente el de añadir muchas vejaciones a las que los hombres débiles y pacíficos sufrían de parte de los perturbadores, y de aumentar las violencias y las astucias de estos últimos. La impunidad estaba organizada y tenía raíces, a que no alcanzaban, o no podían arrancar los bandos.

Tales eran los asilos y privilegios de algunas clases de la sociedad, unos reconocidos por la misma fuerza legal, otros tolerados con culpable silencio, y otros disputados con vanas protestas, pero sostenidos de hecho, y conservados por las mismas clases, y casi por cada individuo, con todo el empeño que inspira el interés, o la vanidad de familia. Esta impunidad, pues que amenazaban e insultaban los bandos sin destruirla, debía naturalmente, a cada amenaza y a cada insulto, emplear nuevos medios y nuevas tramas para sostenerse.

En efecto así sucedía, pues en cuanto se publicaba un edicto contra los opresores, buscaban éstos en su fuerza material los arbitrios más oportunos para continuar haciendo lo que prohibían los bandos. Éstos, a la verdad, podían molestar y oprimir a cada paso al hombre incauto que no tuviera fuerza propia ni protección, porque con el fin de extender sus disposiciones a todo hombre para precaver o castigar todo delito, sometían cada movimiento de la voluntad privada a la voluntad arbitraria de mil magistrados y ejecutores. Pero el que antes de cometer el delito había tomado sus medidas para acogerse a tiempo a un convento, o a un palacio en donde nunca hubiesen puesto el pie los esbirros; el que sin otra precaución llevaba una librea, que empeñase la vanidad o el interés de una familia poderosa o de una corporación a defenderle, podía reírse de toda la bulla de los bandos y de los edictos.

De los mismos que estaban encargados de su ejecución, algunos pertenecían por su nacimiento a las clases privilegiadas, otros dependían de ellas por clientela; unos y otros habían abrazado sus máximas por educación, por interés, por hábito, o por imitación, y se hubieran guardado de faltar a ellas en obsequio de un pedazo de papel pegado a una esquina.

Por otra parte, aunque los hombres encargados de su inmediata ejecución hubiesen sido tan resueltos como héroes, tan obedientes como monjes, y tan resignados como mártires, jamás hubieran llegado a conseguir el intento, tanto por ser inferiores en número a aquellos con quienes debían entrar en pugna, cuanto por la frecuente probabilidad de que los abandonasen, y quizá los sacrificasen los mismos que en abstracto, o digámoslo así, en teoría, les mandaban obrar. Además, estos encargados eran, por lo regular, hombres malos, canalla sacada de la hez del pueblo; su mismo encargo se tenía por vil, y su nombre como una afrenta. De aquí es fácil inferir que tales gentes, lejos de aventurar su vida en una empresa casi imposible, venderían su inacción y aun su connivencia a los poderosos, y se limitarían a ejercer sus detestables facultades y la fuerza que tenían en aquellas ocasiones en que no hubiese riesgo en oprimir, esto es, en vejar a los habitantes pacíficos e indefensos.

El hombre que trata de hacer daño o teme que se lo hagan, busca naturalmente aliados y compañeros; así es que en aquellos tiempos llegaba al exceso la tendencia de los individuos a reunirse en clases, a formar nuevas corporaciones, y a aumentar la fuerza de aquellas a que pertenecían. El clero trabajaba en defender y extender sus inmunidades, la nobleza sus privilegios, y el militar sus fueros. Los comerciantes y los artesanos se reunían en sociedades y corporaciones; los letrados formaban liga, y hasta los médicos se clasificaban en compañías. Cada una de estas pequeñas oligarquías tenía su fuerza propia y particular, y el individuo encontraba en cada una la ventaja de emplear para sí, en proporción de su crédito y de su habilidad, la fuerza de muchos. Los más honrados se valían de esta ventaja para su defensa, y los astutos y malvados se aprovechaban de ella para el logro de sus siniestras empresas, que no hubieran podido llevar a cabo con sólo el auxilio de sus medios personales, y menos asegurar su impunidad. Sin embargo, la fuerza de estas diversas ligas era muy desigual, sobre todo, fuera de las ciudades; el noble rico y perverso, con una cuadrilla de bravos, y rodeado de aldeanos acostumbrados por tradición doméstica e interesados, u obligados a considerarse como súbditos o soldados del amo, ejercía un poder al cual no era fácil que pudiese contrarrestar asociación alguna.

Nuestro don Abundo, pues, no siendo ni noble, ni rico, ni valiente, conoció casi al salir de las mantillas, que se hallaba en aquella sociedad como un vaso de barro precisado a caminar en compañía de otros muchos de hierro; de consiguiente se conformó gustoso con la voluntad de sus padres, que le destinaron a la Iglesia. A decir verdad (y sin que por esto se desentendiese de las obligaciones y fines sublimes del ministerio a que se dedicaba), el proporcionarse los medios de vivir con alguna comodidad, e introducirse en una clase fuerte y respetable, le parecieron desde luego dos razones más que suficientes para semejante elección. Pero una clase, cualquiera que fuese, no favorecía ni aseguraba al individuo sino hasta cierto punto, y ninguna le dispensaba de formarse un sistema particular. Ocupado continuamente don Abundo en mirar por su propia seguridad, no codiciaba aquellas ventajas cuyo logro exigía trabajar mucho o arriesgarse algún canto. Su sistema consistía principalmente en evitar coda contienda, y en ceder en aquellas de que no podía librarse: neutralidad desarmada en codas las guerras que se encendían por aquel contorno de resultas de las competencias, entonces frecuentísimas, entre el clero y la potestad civil, y en los altercados también muy frecuentes entre militares y nobles, entre nobles y magistrados, y entre valentones y soldados, y hasta en las quimeras entre dos aldeanos, originadas por una palabra y decididas a palos o a puñaladas. Si a la fuerza se veía precisado a tomar parce entre dos contrincantes, se declaraba siempre en favor del más fuerce; pero sin abandonar la retaguardia, y procurando manifestar al contrario que no era su enemigo por su propia voluntad. En fin, con mantenerse lejos de los poderosos, con disimular sus fechorías ligeras, con tolerar las más graves y trascendentales, y con obligar por medio de saludos y profundas reverencias a los más vanos y desdeñosos a corresponderle con una sonrisa cuando le encontraban, llegó el buen hombre a vadear los sesenta años de su vida sin grandes borrascas.

Esto no es decir que no tuviese también él su poquito de hiel en el cuerpo; y la necesidad continua de aguantar, el dar siempre la razón a los demás, y las muchas píldoras amargas que callando había tenido que tragar, se le habían acedado en términos, que si no hubiese podido darle de cuando en cuando un poco de desahogo, hubiera padecido bastante su salud. En efecto, como había en el mundo y a su lado personas que tenía por incapaces de hacerle daño, desahogaba con ellas su mal humor por largo tiempo reprimido, y podía satisfacer su deseo de ser algún tanto caprichoso y de regañar sin razón. Por otra parce, era un censor rígido de los hombres que no se conducían como él, con cal que en la censura no hubiese el menor riesgo. El apaleado era para él, cuando menos, un imprudente; el muerto había sido siempre un hombre turbulento; al que, por haber sostenido su derecho contra un poderoso, salía con las manos en la cabeza, siempre le encontraba don Abundo alguna culpa, cosa bastante fácil, porque nunca la razón y la sinrazón tienen can claros y exactos límites que no se hallen de algún modo mezcladas una con otra.

Declamaba sobre todo contra sus compañeros, que de su cuenta y riesgo tomaban la defensa de algún débil contra un opresor poderoso. A esto llamaba él comprarse cuidados y querer enderezar el mundo; y regularmente concluía todos sus discursos con esca máxima: que casi nunca le sucede mal al que no se mece en camisa de once varas.

Háganse ahora cargo nuestros lectores de la impresión que haría en el ánimo de don Abundo el encuentro que hemos referido. El susto que le causó el terrible ceño de los valentones, el escándalo de aquellos votos, las amenazas de un poderoso que nunca amenazaba en balde, su sistema de vida alterado en un momento después de tantos años de estudio para mantenerle, el atolladero sin salida en que se hallaba; todos estos pensamientos rodaban tumultuariamente en la cabeza de don Abundo, el cual se decía a sí mismo:

—¡Si pudiera enviar a pasear a ese Lorenzo!... ¡Válgame Dios!, ¿qué podré yo decirle? Sobre todo... ¡él también tiene una cabecilla!. .. muy buena si no le tocan, mas si le contradicen, a Dios, es una furia, y más ahora que está enamorado perdido de esa Lucía!... ¡Mozalbetes, que no saben qué hacerse, se enamoran, y quieren casarse luego, sin hacerse cargo de los conflictos en que ponen a los hombres de bien!... Yo no sé por qué aquellos dos bribonazos no irían con su intimación a otra parte... ¡Qué desgracia no haberme ocurrido entonces esta especie!, pudiera habérsela insinuado...

Pero reflexionando don Abundo que el arrepentirse de no haber aconsejado una maldad era cosa demasiado inicua, volvía su cólera contra el que turbaba su sosiego. No conocía a don Rodrigo sino de vista y de fama, ni había tenido con él otras relaciones que la de tocar el pecho con la barba y el suelo con el sombrero las pocas veces que le había encontrado. Habíale ocurrido más de una vez defenderle contra los que privadamente reprobaban alguna de sus iniquidades; mil veces había dicho que era persona muy respetable; pero ahora le dio en su interior todos aquellos títulos que nunca oyó en otras ocasiones sin interrumpirlos con un «¡vamos, vamos, pocas murmuraciones!»

Llegado entre el tumulto de semejantes ideas a la puerta de su casa, situada en la extremidad de la aldea, metió aprisa el picaporte, que ya tenía en la mano, abrió, entró y cerró de nuevo con mucho cuidado; y ansiando por hallarse con persona de su confianza, empezó a gritar: «¡Perpetua! ¡Perpetua!» dirigiéndose al comedor en que aquélla estaba poniendo la mesa para cenar. Era Perpetua, como ya lo conjeturará cualquiera, el ama de don Abundo, criada afecta y fiel, que sabía obedecer y mandar a su tiempo, y sufrir con oportunidad los regaños y las extravagancias del amo, para hacerle luego sufrir las suyas, que eran de día en día más frecuentes, pues ya había pasado la edad sinodal de los cuarenta sin haberse casado, bien fuese por haber desechado, según ella decía, no pocos partidos, bien por no haberse presentado ninguno, según se decía en el pueblo.

—Voy —respondió Perpetua, dejando en la mesa la botella del vino predilecto de don Abundo.

Y echó a andar pausadamente; pero aún no había llegado a la puerta del comedor cuando entró su amo, tan mustio, y con las facciones tan alteradas, que no se necesitaban los ojos expertos de Perpetua para conocer al instante que le había sucedido algún contratiempo.

—¡Jesús! Señor, ¿qué tiene usted?

—Nada, nada —respondió don Abundo, sentándose con agitación en su silla poltrona.

—¿Cómo nada? ¡A mí me lo querrá usted decir! Según esa cara, es imposible que no le haya a usted sucedido alguna cosa.

—¡Déjame en paz, por Dios! Cuando digo que no es nada, o es nada, o es cosa que no puedo decir.

—¿Conque tampoco a mí? ¿Quién cuidará de la salud de usted?, ¿quién le dará un buen consejo?

—Vaya, calla, y dame un poco de vino.

—¿Y usted querrá darme a entender que no tiene nada? —dijo Perpetua llenando el vaso, que mantenía luego en la mano, como si no quisiese soltarlo sino en pago de que le declarase lo que tenía.

—Tráelo, tráelo —dijo don Abundo.

Y tomando el vaso con mano no muy firme, se echó al cuerpo el vino tan aprisa como si fuera una purga.

—¿Conque tendré yo que ir a preguntar por la vecindad qué es lo que le ha sucedido a mi amo? —dijo Perpetua de pie delante de él, puesta en jarras y con los ojos clavados en su rostro.

—¡Por amor de Dios, no me fastidies!, déjate de alharacas. Se trata... nada menos que de la vida.

—¿De la vida?

—Sí, de la vida.

—Bien sabe usted que cuando me ha dicho algo en confianza, ja-más...

—Sí, como cuando...

Advirtió Perpetua al momento que había tocado mala tecla, y variando de registro:

—Señor —dijo con voz enternecida y para enternecer—, yo siempre he querido a usted, y si ahora deseo saber lo que le ha sucedido, no es más que porque me intereso en aliviar a usted, en socorrerle, aconsejarle y consolarle.

Lo cierto es que don Abundo tenía tanta gana de echar fuera su secreto, como Perpetua de saberlo; por lo que, después de haber repelido cada vez más débilmente sus varias acometidas, después de haberla hecho jurar por más de una vez que no resollaría, por fin con muchas interrupciones y muchísimos intercalares le contó el suceso. Cuando pronunció el nombre del autor del atentado, no pudo Perpetua contenerse, y echó un voto. Al oírle don Abundo se dejó caer sobre el respaldar del sillón con un gran suspiro, y levantando las manos al cielo, exclamó:

—¡Perpetua, por amor de Dios!

—¡Jesús mil veces! —prosiguió el ama—; ¡qué pícaro!, ¡qué bribonazo! ¡Qué hombre tan sin temor de Dios!

—¿Quieres callar, o quieres perderme para siempre?

—Aquí estamos solos; nadie nos oye. ¿Y cómo se compondrá usted, pobre señor?

—No está mala la salida —dijo don Abundo con enfado—. ¿El parecer que me has ofrecido es preguntarme cómo me compondré?

—Yo bien le diría mi parecer bueno o malo; pero...

—Oigámoslo.

—Mi parecer sería, que como todos dicen que nuestro arzobispo es un santo, un hombre de sumo respeto que no teme a esos bribones, y que se complace por sostener a un párroco en meter en costura a uno de esos prepotentes, yo le escribiría una cartita muy bien puesta, informándole de todo, y...

—Calla, calla, no digas más. ¿Y es ése el famoso parecer que me das en tan duro conflicto? Cuando me hayan sepultado en los riñones un par de balas, ¡Jesús!, ¿lo remediará el señor arzobispo?

—¿Pues qué, las balas se reparten así a dos por tres como los confites? ¡Dios nos librara si esos perros mordiesen todas las veces que ladran! Yo siempre he visto que al que enseña los dientes todos le respetan, y dice bien el refrán, que al que se hace de miel las moscas se lo comen. Justamente porque usted nunca sostiene su razón, todos vienen a... con perdón hablando...

—¿Quieres callar?

—Ya callo; pero es muy cierto que cuando las gentes ven que uno siempre y en todos los lances se deja sopapear...

—¿Quieres callar, repito? ¿Estamos ahora para esas badajadas?

—En fin, basta; consúltelo usted esta noche con la almohada; pero entretanto no empiece a hacerse daño a sí mismo y a arruinarse la salud. Coma usted un bocado.

—Sí, sí, yo pensaré en ello —respondió don Abundo refunfuñando—. Ya lo sé —prosiguió levantándose—; nada quiero tomar, nada. ¡Buena gana tendré yo de comer! Ya sé que a mí me toca discurrir lo que se debe hacer.

—Vaya otra gotita —dijo Perpetua, echando vino en el vaso—. Ya sabe usted que éste le conforta el estómago.

—¡Ah! no, basta, otra cataplasma se necesita, otro confortante.

Diciendo esto, tomó la luz y prosiguió refunfuñando:

—¡Ahí es un grano de anís! ¡Que esto me suceda a mí, a un hombre como yo!

Con estas y otras lamentaciones se dirigió a su cuarto para acostarse. Llegando a la puerta se paró un momento, se volvió hacia Perpetua, y poniendo el dedo índice en los labios, dijo con tono lento y muy recalcado:

—¡Perpetua, por amor de Dios!

Y se metió adentro.

Los novios

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