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ОглавлениеCAPÍTULO VI
—¿En qué puedo servir a usted? —dijo don Rodrigo plantándose en medio de la sala, y aunque las palabras fueron éstas, el tono con que las pronunció daba claramente a entender que mirase con quién hablaba, que pesase bien las palabras y que despachase.
Para animar a nuestro fray Cristóbal no había medio más seguro ni más expedito que el de apostrofarle con altivez; y, efectivamente, mientras estaba suspenso buscando las palabras y pasando entre los dedos las cuentas del rosario, que tenía colgado de la cintura, como si buscase en alguna de ellas el exordio de su discurso, al ver aquel modo de don Rodrigo, le ocurrieron más expresiones de las que necesitaba; pero pensando luego cuánto importaba no echar a perder su asunto, o por mejor decir, el ajeno, corrigió y templó las frases que le habían ocurrido, y dijo con meditada humildad:
—Vengo a proponer a V. S. un acto de justicia, y a pedirle una caridad. Algunos hombres de depravada conducta han comprometido el nombre de V. S. para intimidar a un pobre cura, e impedirle que cumpla con su obligación en perjuicio de dos inocentes. V. S. puede con una sola palabra desmentir a los malvados, restablecer el orden, y reanimar a aquellos a quienes se hace semejante extorsión. V. S. lo puede, y pudiéndolo, la conciencia, el honor...
—Usted, padre, me hablará de mi conciencia —interrumpió don Rodrigo— cuando vaya a pedirle consejo; por lo que toca al honor, tenga entendido que es cuidado que a mí solo me pertenece, a mí únicamente, y que cualquiera que pretenda tomar parte en él es un atrevido que lo ultraja.
Convencido fray Cristóbal de que don Rodrigo tomando pie de sus palabras trataba de dar otro giro al asunto con tergiversaciones, se empeñó todavía más en sufrir, y resuelto a tolerar cuanto aquel altanero quisiese decirle, respondió con la mayor sumisión:
—Si acaso se me ha escapado alguna expresión que pueda desagradar a V. S., crea que ha sido sin intención. Corríjame, pues, y repréndame si no sé hablar como conviene; pero dígnese escucharme. Por amor de Dios, de aquel Dios, ante cuya presencia hemos de comparecer todos... (diciendo esto, tenía en la mano la calavera de hueso pendiente del rosario) no se obstine en negar una justicia tan fácil y tan debida a unos infelices. No olvide que Dios tiene los ojos sobre ellos, y que allá arriba se escuchan sus imprecaciones: la inocencia es muy poderosa, y...
—Vamos, padre —interrumpió con enojo don Rodrigo—, el respeto que me merece su hábito es muy grande; pero si alguna cosa pudiese hacer que lo olvidase, sería el verle puesto en una persona que se atreviese a venir a hacer de espía en mi propia casa.
Encendieron estas palabras el rostro del religioso; pero con semblante de quien traga una amarguísima pócima, replicó:
—Ese título de ningún modo me conviene. Bien conoce S. S. en su interior que esta acción no es ni vil ni despreciable. Señor don Rodrigo, escúcheme V. S., y quiera el cielo que no tenga que arrepentirse de no haberme escuchado. No haga estribar su gloria... ¡qué gloria! V. S. es poderoso aquí abajo; pero...
—¿Sabe usted —interrumpió don Rodrigo con impaciencia y con ira—, sabe usted que cuando se me antoja oír un sermón sé irme a la iglesia como los demás? Pero ¡en mi casa! —continuó con risa sardónica—, ¡en mi casa! usted me encumbra demasiado. ¡Predicador en mi casa! Sólo le tienen los príncipes.
—Y aquel Dios que pide cuenta a los príncipes de las palabras que envía a sus oídos en sus mismos palacios; aquel Dios ejerce ahora para con V. S. un acto de misericordia enviando uno de sus ministros, indigno, miserable, pero ministro suyo, a suplicar por una inocente...
—Es una palabra, padre —dijo don Rodrigo en ademán de marcharse—, yo no comprendo lo que usted me habla; entiendo sólo que debe haber alguna mozuela que le interese mucho. Vaya, pues, a confiárselo a otros, y no se tome la libertad de importunar así a un caballero.
—Me intereso, es verdad —replicó el padre, poniéndose delante de don Rodrigo, y alzando las manos en aire de súplica y con el objeto de detenerle—, me interesan entrambos más que si fuesen mi propia sangre. Señor don Rodrigo, yo nada puedo hacer en favor suyo, sino rogar a Dios por ellos, y lo haré con todo mi corazón. No me niegue V. S. esta gracia: no quiera prolongar las angustias de aquellos inocentes; con una palabra suya todo está acabado.
—Pues bien —replicó don Rodrigo—, ya que usted cree que yo puedo hacer mucho por esa persona; ya que tanto le interesa, aconséjela usted que venga a ponerse bajo mi protección; nada le faltará entonces, y le doy mi palabra de honor que nadie se atreverá a molestarla.
A semejante propuesta, la indignación del religioso, reprimida hasta entonces, rompió los diques. Desvaneciéronse todos los propósitos de sufrimiento y paciencia: el hombre antiguo se halló de acuerdo con el hombre nuevo, y en este caso fray Cristóbal valía por dos.
—¡Vuestra protección! —exclamó, retirándose dos pasos atrás y apoyándose sobre el pie derecho, puesta la mano izquierda en la cadera; y levantando la derecha hacia el caballero con el índice extendido, clavó en él los ojos, y arrojando fuego por ellos, repitió—: ¡Vuestra protección! Basta ya: con esa infame propuesta llegó al colmo la medida de vuestros excesos, y ya ningún miedo me inspiráis.
—¿Qué es lo que hablas, fraile imprudente?
—Hablo, como se habla a una persona dejada de la mano de Dios. ¡Vuestra protección! Ya sabía yo que Dios había tomado bajo la suya a la inocente Lucía. Y veis cómo pronuncio su nombre sin reparo alguno, con frente serena, con ojos impávidos.
—¡Cómo!, ¿en mi casa?...
—Tengo lástima de esta casa: sobre ella está pendiente la maldición del Todopoderoso. Sería de ver que la justicia de Dios respetase cuatro paredes y cuatro asesinos... ¿Cómo podéis creer que Dios ha hecho una criatura a imagen suya para daros el derecho de atormentarla? ¿Pensabais que Dios no sabría defenderla? Habéis despreciado su aviso, y vos mismo habéis pronunciado vuestra sentencia. Endurecido estaba como el vuestro el corazón de Faraón, y Dios supo hacerle pedazos. Lucía está libre de vuestras asechanzas, yo os lo aseguro, yo miserable fraile; y por lo que a vos toca, oíd lo que es pronóstico; un día...
Hasta entonces había quedado inmóvil don Rodrigo entre la rabia y el asombro; pero cuando oyó comenzar una predicción, se agregó en él a la ira un remoto y misterioso terror: agarró con furor la mano amenazadora del capuchino, y levantando la voz para acallar la del infausto profeta, gritó.
—¡Ea pronto! Quítate de mi presencia, villano insolente.
Estas palabras dejaron estático al padre Cristóbal. A las ideas de amenaza y de villanía estaban en su menee de tal modo asociadas las de humildad y silencio, que al oír aquel apóstrofe se apagó en un momento el fuego de su enojo y de su entusiasmo, sin quedarle otra acción que escuchar sumisamente cuantos improperios quiso añadir don Rodrigo. Al fin, retirando la mano con mesura de entre los dedos del caballero, bajó la cabeza y se quedó inmóvil, como al ceder el viento en lo más fuerte de una borrasca, aquieta y compone naturalmente sus ramas un árbol antiguo, y recibe la granizada como el cielo se la envía.
—Vete de aquí —prosiguió don Rodrigo—, y da gracias al sayal que te cubre.
Así diciendo, le señaló con desprecio una puerta opuesta a la que le sirvió de entrada. El padre inclinó la cabeza y se fue cerrando tras sí la puerta, cuando vio en aquella estancia escurrirse un hombre rozándose con la pared, como para no ser visto desde la sala anterior, y conoció que era el criado viejo que le abrió la puerta de la calle. Hacía cuarenta años que este hombre vivía en la casa, esto antes que naciera don Rodrigo, habiendo entrado a servir a su padre, persona de carácter enteramente distinto. A su muerte, el nuevo amo despachó a toda la familia, renovándola con otra gente; sin embargo, conservó aquel criado, ya por ser viejo, ya porque aunque de índole y costumbres diferentes de las suyas, recompensaba esta falta con dos cualidades de que hacía don Rodrigo gran caso, y eran que tenía en gran concepto la dignidad de su casa, y una gran práctica del ceremonial, cuya tradición y particularidad mínimas conocía más que otro alguno.
El pobre viejo jamás se hubiera atrevido en presencia de su amo ni siquiera a indicar la menor desaprobación de lo que a cada paso veía, y sólo de cuando en cuando prorrumpía en exclamaciones y alguna reconvención entre dientes a sus compañeros que muchas veces se burlaban de él, divirtiéndose en provocarle a que echase algún sermón en alabanza de los antiguos usos del palacio. Con esto sus censuras nunca llegaban a oídos del amo, sino acompañadas de la relación de la burla que se hacía de ellas, por manera que aún para él eran un objeto de mofa sin resentimiento; y luego, en los días de convite, el viejo era el hombre de más importancia.
Miróle al pasar fray Cristóbal, le saludó, y continuaba su camino, cuando el viejo se acercó a él misteriosamente, se puso el índice en los labios, luego con el mismo índice le hizo una seña para que entrase en un corredor oscuro: allí le dijo con voz baja que codo lo había oído, y que tenía que hablarle.
—Diga usted, pues, buen hombre —respondió el padre.
—Aquí, no, señor —replicó el viejo—, ¡Dios me librara de que el amo lo advirtiese! Pero yo podré saber muchas cosas, y mañana iré al convento...
—¿Hay algún plan?
—Algo hay sin duda: he llegado a conocerlo; pero ahora estaré sobre aviso y lo sabré codo. Descuide usted, padre... Veo cosas... ¡Qué cosas!... ¡Estoy en una casa!... yo lo que quiero es salvar mi alma.
—Dios bendiga a usted —dijo fray Cristóbal, y profiriendo escas palabras, puso la mano sobre la cabeza del criado que, aunque más viejo, estaba inclinado delante de él con la sumisión de un niño—. Dios se lo pagará a usted —continuó el capuchino.,—, pero no deje de ir mañana.
—Iré sin falca —contestó el viejo—, pero usted márchese al instante, y por Dios no me descubra.
Y acechando alrededor, salió por el otro lado del corredor a una sala que caía al patio. Viendo que el campo estaba libre, llamó al padre, le indicó la puerca principal, y el capuchino salió sin hablar palabra.
Por lo visco, este criado había estado escuchando a la puerca. ¿Y había hecho bien? ¿Hacía bien el padre Cristóbal en alabarle por eso? Según las reglas generales y comunes, la acción es reprensible; pero ¿no podía ser aquél un caso exceptuado? ¿Y hay excepciones para las reglas generales de moralidad? Escas cuestiones las resolverá el lector si quiere. Nosotros no tratamos de exponer nuestra opinión; nos limitamos a referir los hechos.
Viéndose el padre en la calle, y vuelcas las espaldas a aquella caverna, respiró con más libertad, bajando aceleradamente la cuesta con la cara encendida, y con grande agitación interior, de resultas de lo que había oído y visto. Pero no dejaba de alentarle el ofrecimiento del criado, pareciéndole que con esto el cielo le había dado una prueba visible de su protección.
—Éste es un hilo —decía para sí— que pone en mis manos la Providencia en esa misma casa, sin que yo ni remotamente lo buscase.
Discurriendo de esca manera, levantó los ojos hacia el Occidente, y viendo que el sol se aproximaba a la cumbre de la montaña, advirtió que quedaban pocas horas de día. Entonces, aunque quebrantado por las fatigas de aquella jo rnada, apresuró el paso para llevar una razón cualquiera a sus protegidos, y llegar al convento antes que anocheciese, que era una de las reglas que se observaban con más rigor en los conventos de su Orden.
En este intermedio se habían propuesto y ventilado en la casilla de Lucía ciertos proyectos, de que es necesario informar a nuestros lectores. Después de haber salido el religioso, quedaron algún tiempo sin hablar los tres individuos restantes. Lucía preparaba tristemente la comida; Lorenzo, indeciso, trataba de marcharse a cada instante por nó verla afligida, y no sabía separarse de ella; Inés, ocupada al parecer con su devanadera, estaba madurando en su mente un pensamiento, y cuando le pareció haberlo combinado todo, rompió el silencio en estos términos:
—Hijos míos, escuchad: si tenéis el ánimo y la maña que se necesita, y queréis fiaros de vuestra madre, yo me prometo sacaros del atolladero, mejor, y quizá más presto que fray Cristóbal, a pesar del hombre que es.
Lucía quedó parada y miró a su madre de un modo que más expresaba admiración que confianza; pero Lorenzo dijo inmediatamente:
—Una vez que sólo se necesita ánimo y destreza, diga usted pronto lo que hay que hacer.
—¿No es cierto —prosiguió Inés— que si estuvieseis casados, ya habría mucho adelantado, y que a todo lo demás se le encontraría remedio?
—No queda duda c..dijo Lorenzo—, ¡ah!, ¡cómo estuviésemos casados! En fin, todo el mundo es país, y a dos pasos de aquí, en el territorio de Bérgamo, reciben con los brazos abiertos a cualquiera que trabaje en seda. ¿Sabéis cuántas veces Bartolo, mi primo Bartolo, me ha escrito que me fuera allá con la certeza de que haría fortuna, como la ha hecho él? Nunca hice caso, porque tenía aquí el corazón. Una vez casados, nos iríamos todos juntos: pondríamos casa allí, y viviríamos en santa paz, lejos de las garras de ese bribón, y lejos de la tentación de hacer un desatino. ¿No es verdad, Lucía?
—Sí —dijo Lucía—, pero ¿cómo?...
—¿Cómo? Yo diré —replicó Inés—. ¡Ánimo y maña!, y la cosa es fácil.
—¿Fácil? c..dijeron Lucía y Lorenzo a la vez.
—Fácil, como se sepa hacer —prosiguió Inés—. Escuchad, y lo com— prenderéis vosotros mismos. He oído decir a personas que lo saben, y yo misma he visto un caso, que para hacer un casamiento es precisamente necesario el cura; pero no es necesario que quiera, pues basta que se halle presente.
—¿Cómo es eso? —preguntó Lorenzo.
—Escucha y lo oirás —prosiguió Inés—. Conviene tener prontos dos testigos muy ladinos y bien impuestos. Se busca al cura; la dificultad consiste en cogerle descuidado, y que no pueda escaparse. El novio dice: «Señor cura, ésta es mi mujer»; y la novia dice «Señor cura, éste es mi marido.» Es preciso que el cura y los testigos lo oigan bien, y el casamiento queda hecho, y tan válido como si lo hubiera hecho el Papa en persona. Dichas estas palabras, por más que el cura chille, que alborote, que se dé al diablo, no hay remedio, sois marido y mujer.
—¿Será posible? —exclamó Lucía.
—¿Cómo? —dijo Inés—, ¿conque en treinta años que estoy en el mundo antes que vosotros, no habré aprendido nada? La cosa es como os la digo; por más señas, que una amiga mía que quería casarse con uno contra la voluntad de sus padres, consiguió de esta manera su intento. El cura, que tenía sospechas, estaba sobre aviso; pero los dos diablillos hicieron la cosa con tanta maña, que le cogieron descuidado; dijeron las palabras, y quedaron casados, aunque la pobrecilla se arrepintió luego a los tres días.
La cosa, en efecto, sucedía como la pintaba Inés. Los casamientos contraídos de este modo eran entonces, y fueron hasta nuestros días, considerados como válidos; pero como no acudían a semejante expediente sino las personas que encontraban obstáculo por la vía ordinaria, los curas procuraban evitar semejante cooperación forzada, y cuando alguno de ellos se veía sorprendido por una de tales parejas con sus testigos, buscaba todos los medios para zafarse, como Proteo de las manos de los que querían obligarle a vaticinar por fuerza.
—¡Si fuera eso verdad, Lucía! —dijo Lorenzo mirándola como quien espera una respuesta satisfactoria.
—¿Cómo si fuera verdad? —replicó Inés— ¿tú también crees que yo cuento patrañas? Yo me afano por vosotros, y vosotros no me dais crédito; pues bien, componeos como podáis, que yo por mi parte me lavo las manos.
—¡Ah, no! no nos abandone usted —exclamó Lorenzo—. ¡Digo esto porque el recurso me parece tan demasiado bueno! Me pongo, pues, en sus manos como si fuera mi verdadera madre.
Disiparon estas palabras el enfado momentáneo de Inés, la cual olvidó un propósito que seguramente no fue sino de boca.
—Pero, madre —preguntó Lucía con su modesta sumisión—, ¿por qué no se le habrá ocurrido eso al padre Cristóbal?
—Sí, se le habrá ocurrido —respondió Inés—, vaya si se le habrá ocurrido; pero no habrá querido decirlo.
—Pero ¿por qué? —preguntaron a la vez los dos jóvenes.
—¿Por qué?... ¿por qué? —dijo Inés—, ya que queréis saberlo, porque los religiosos dicen que no es bien hecho.
—¿Cómo puede ser que la cosa no esté bien, ni esté bien hecha, cuando está hecha? —dijo Lorenzo.
—¿Qué quieres que yo te diga? —respondió Inés—. La ley la han hecho otros a su antojo, y nosotros los pobres nada entendemos de eso. Y luego cuántas veces... Mira, es lo mismo que soplarle a un pobre diablo un puñetazo: ello no es bien hecho; pero dado ya, ni el Pontífice se lo puede quitar de encima.
—Si es cosa mala —dijo Lucía—, no debe hacerse.
—¿Qué? —dijo Inés—: ¿acaso te querré yo dar un consejo contra la ley de Dios? Si fuera contra la voluntad de tus padres, para casarte con un mala cabeza, ya lo entiendo; pero estando yo contenta, y para casarte con este muchacho y oponerse a la violencia de un bribón... quizá el mismo señor cura...
—Vaya —interrumpió Lorenzo—, la cosa es más clara, vaya, que la luz del sol.
—No conviene —continuó Inés— hablar de eso al padre Cristóbal antes de hacer la cosa; pero hecha y logrado el intento, ¿qué piensas tú que dirá el padre? Te dirá: «Hija mía, el desliz ha sido gordo, pero ya está hecho.» Los religiosos deben hablar así; pero no dudes de que en su interior se alegrará mucho.
Lucía, sin encontrar qué responder a semejante razonamiento, no parecía muy satisfecha; pero Lorenzo, enteramente alentado, dijo:
Siendo así, la cosa está concluida.
—Poco a poco —dijo Inés—, ¿y los testigos? ¿Y el modo de pillar descuidado al señor cura, que hace dos días que no sale de casa? ¿Y detenerle?, que aunque es algo pesado, al veros, y al conocer vuestra intención, se pondrá más ligero que un gato, y escapará como el demonio del agua bendita.
—Ya he encontrado yo el medio; ya lo he encontrado —dijo Lorenzo, pegando una puñada tan fuerte en la mesa, que hizo saltar los platos dispuestos para la comida.
Y expuso enseguida su pensamiento, que aprobó Inés en todas sus partes.
—Éstos son embrollos —dijo Lucía—, no son cosas bien hechas. Hasta ahora hemos obrado bien; sigamos adelante con fe, que Dios nos ayudará. Lo ha dicho fray Cristóbal; oigamos antes su parecer.
—Déjate gobernar por quien sabe más que tú —contestó Inés con gravedad—. ¿Qué necesidad hay de pedir parecer a nadie? Dios sabe: ayúdate, que yo te ayudaré. Al padre se lo contaremos todo después.
—Lucía —dijo Lorenzo—, ¿qué timidez es ésa? ¿No hemos procedido hasta aquí como buenos cristianos? ¿No debía estar ya celebrado el matrimonio? ¿No nos había señalado el señor cura el día y la hora? ¿Quién tiene, pues, la culpa, si nos ayudamos con un poco de maña? No, no creo que me faltes. Voime, y vuelvo con la respuesta.
Y saludando a Lucía con tono de súplica, y a Inés con semblante de satisfacción, se marchó apresuradamente.
Suele decirse que los apuros aguzan el ingenio, y Lorenzo, que en el curso regular de su vida no se había hallado hasta entonces en necesidad de afilar el suyo, discurrió en esta ocasión una treta capaz de honrar a cualquier jurisconsulto de aquella época. En efecto, marchó en derechura a buscar a cierto amigo suyo llamado Antoñuelo, y le halló haciendo una polenta; su madre, su hermana y su mujer estaban sentadas a la mesa, y tres o cuatro niños en pie tenían los ojos clavados en el perol, esperando con ansia que lo quitasen del fuego. Mientras Lorenzo trocaba los saludos con la familia, volcó Antoñuelo sobre la mesa de pino la polenta, cuya mole no estaba en razón del número de los individuos de que se componía la familia, ni de su apetito, sino en la de los tiempos. Sin embargo, las mujeres convidaron a Lorenzo con el cumplimiento de «¿usted gusta?» que usan siempre los aldeanos de la Lombardía, cuando se presenta alguno en hora en que están comiendo.
—¡Gracias! —contestó Lorenzo—, sólo venía a hablar dos palabras con mi amigo; y si quieres, Antoñuelo, para no molestar a tu gente, iremos a comer juntos a la hostería, y allí hablaremos.
Gustoso aceptó Antoñuelo el convite, y tampoco le puso mala cara la familia, viendo disminuirse el número de los concurrentes a la comida. El convidado, sin preguntar más, se salió con Lorenzo a la calle.
Llegados a la hostería, y sentados con toda comodidad solos a una mesa, pues la miseria había ahuyentado de aquel sitio a todos los glotones, mandaron traer lo poco que había que comer; y apurado un jarro, Lorenzo en ademán misterioso dijo a su amigo:
—Si tú quieres hoy hacerme un favor, yo te haré otro bien grande.
—Dispón de mí como quieras; en el fuego me meteré por ti.
—Tú debes veinticinco libras al señor cura por el arrendamiento del campo que labraste el año pasado.
—¡Ah, Lorenzo!, tú me acibaras el beneficio que me haces. ¿Qué diablos me traes a la memoria? ¿Quieres que pierda las ganas de comer?
—Si te hablo de tu deuda es para proporcionarte el medio de pagarla.
—¿De veras?
—De veras, ¿y te gustaría?
—¡Sí me gustaría! Vaya, aunque no fuera más que para no ver la mala cara que me pone el señor cura siempre que nos encontramos. Y luego aquello de: «Antoñuelo, no te olvides; ¿cuándo nos hemos de ver para aquel asunto?» A la verdad que cuando en el púlpito me mira, se me figura que me va a pedir en público las veinticinco libras: además que entonces me volvería el collar de mi mujer, que en el día sería preciso convertirle en polenta. Pero...
—Déjate de peros. Si quieres hacerme un favor, están prontas las veinticinco libras.
—Habla.
—¡Pero!... —dijo Lorenzo poniéndose el dedo índice en los labios.
—A mí no tienes que encargarme el silencio, ya me conoces.
—El señor cura —continuó Lorenzo— va sacando ciertas razones sin sustancias para dar largas en mi casamiento, y yo quisiera salir del paso. Parece que poniéndose delante de él los dos novios con dos testigos, y diciendo yo, por ejemplo, ésta es mi mujer, y Lucía, éste es mi marido, el casamiento queda hecho sin remedio; ¿me entiendes?
—Tú querrás que yo sirva de testigo. ¿No es así?
—Cierto.
—¿Y pagarás las veinticinco libras?
—Seguro.
—Dame esa mano.
—Pero es necesario buscar otro testigo.
—Ya le tenemos: el simple de mi hermano Gervasio hará lo que le diga; tú le darás para beber.
—Y también para comer. Le traeremos aquí con nosotros; pero, ¿sabrá representar el papel?
—Yo le enseñaré.
—Mañana, pues.
—Sí, mañana.
—A la caída de la tarde.
—Muy bien.
—¡Pero!... —dijo Lorenzo poniéndose otra vez el dedo en los labios.
—¿Es posible? —respondió Antoñuelo, doblando la cabeza sobre el hombro derecho con una cara que parecía decir—: Tú me agravias.
—¿Y si tu mujer pregunta, como sin duda preguntará?...
—Son tantas las mentiras que le debo a mi mujer, que por muchas que le diga, me parece que nunca saldaremos la cuenta. Ya inventaré alguna novela con que acallar su curiosidad.
—Mañana por la mañana —dijo Lorenzo— nos pondremos de acuerdo en casa para que la cosa salga bien.
Con esto salieron de la hostería: Antoñuelo se fue a su casa estudiando en el camino el enredo con que había de satisfacer la curiosidad de su familia, y Lorenzo a dar cuenta de los pasos que había dado.
En este intermedio, Inés se había cansado en vano tratando de convencer a su hija, que siempre respondía ya con la una, ya con la otra parte de su dilema: «O la cosa es mala y no se debe hacer, o no lo es. ¿Y por qué entonces no lo decimos al padre Cristóbal?»
Llegó en esto Lorenzo triunfante, hizo su relación, y concluyó diciendo: «¿Y bien?», expresión que equivale a decir: ¿No soy yo todo un hombre? ¿No sé yo hacer las cosas como se debe?
Lucía meneaba la cabeza; pero Inés y Lorenzo, enfervorizados, poco caso hacían de ella, mirándola como a un niño, a quien, no pudiendo hacer entender la razón, se espera que luego con súplicas o por autoridad se le obligará a prestarse a lo que se quiere.
—Todo va bien —dijo Inés—, pero ¿no te ha ocurrido una cosa?
—¿Qué falta? —preguntó Lorenzo.
—¿Y Perpetua? A Antoñuelo y Gervasio los dejará entrar; pero a ti no lo creo, y menos a los dos. ¿Te parece que no tendrá orden de no dejaros entrar?
—¿Cómo lo haremos? —dijo Lorenzo poniéndose pensativo.
—¡Ahí verás tú! A mí ya me ha ocurrido. Iré yo también en vuestra compañía, y tengo un secreto para entretenerla y embaucarla, de modo que no ponga atención en vosotros, y así podréis entrar. La llamaré, y le tocaré cierta tecla... En fin, ya lo veréis.
—¡Bendita sea usted! —exclamó Lorenzo—, siempre he dicho que usted es nuestro ángel tutelar.
—Pero todo esto de nada sirve, si no se convence a esta tonta, que se empeña en sostener que es pecado.
Ensayó también Lorenzo su elocuencia; pero Lucía no se daba a partido.
—Yo no sé —decía— qué responder a vuestras razones, pero veo que para hacer cosa tan santa, es necesario empezar con engaños, con mentiras y ficciones. Yo quiero ser tu mujer (esto lo decía poniéndose colorada), pero ha de ser por el camino derecho, en la iglesia; como lo manda la ley de Dios; y sobre todo, ¿por qué andar con misterios con fray Cristóbal?
Duraba todavía la disputa cuando ciertas pisadas presurosas de sandalias, y ruido de hábitos semejante al que hacen las velas de un buque con las ráfagas del viento, anunciaron que llegaba fray Cristóbal. Callaron todos; y la madre de Lucía sólo tuvo tiempo para decir al oído a Lucía:
—¡Cuidado con que le digas nada!