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CAPÍTULO III

Con gran zozobra estaba Lorenzo informando a Inés, que no le escuchaba con menos, cuando entró Lucía en el cuarto bajo. Volviéronse entrambos a quien sabía más que ellos sobre el particular, y de quien esperaban con ansia mayor aclaración, dejando traslucir en medio de la pena, y con el amor distinto que cada uno de aquéllos profesaba a Lucía, un sentimiento también diverso por haberles ocultado una cosa de aquella naturaleza. Aunque Inés estaba en ascuas por oír a su hija, no pudo dejar de reconvenirla con esta expresión:

—¡No decir nada a tu madre!

—Todo lo diré ahora —contestó Lucía, enjugándose las lágrimas con el delantal.

—Habla, pues, habla —dijeron a una vez el novio y la madre.

—¡Virgen Santa! —exclamó Lucía—. ¿Quién hubiera creído que las cosas llegasen a este término?

Y con voz interrumpida por el llanto, contó cómo pocos días antes, volviendo de la fábrica de hilados, y habiéndose quedado algún tanto atrás de sus compañeras, había pasado delante de ella don Rodrigo con otro caballero; que al principio trató de detenerla con discursos, según ella decía, nada buenos; que ella apresuró el paso y alcanzó a sus compañeras, y que entretanto oyó al caballero reírse a carcajadas, y a don Rodrigo decir. «¡Apostemos!» Los dos al día siguiente se encontraron también al paso; pero Lucía iba entre sus compañeras con los ojos bajos; y mientras el caballero daba grandes risotadas, don Rodrigo decía: «Lo veremos, lo veremos.»

—¡Gracias a Dios —continuó Lucía— que aquel día era el último en que se trabajaba en la fábrica! Al instante se lo conté...

—¿A quién se lo contaste? —interrumpió apresuradamente Inés, como enojada de que otra persona hubiese merecido tal preferencia sobre su madre.

—Al padre Cristóbal en confesión —respondió Lucía con tono blando y de disculpa—, todo se lo conté la última vez que fuimos juntas a la iglesia del convento; y si usted aquella mañana hubiese puesto cuidado, hubiera visto que ocupándome ya en una cosa, ya en otra, iba retardando nuestra salida con objeto de que pasase gente con dirección al convento, para que tuviésemos compañía, porque desde aquel encuentro las calles me causaban miedo.

Al nombre respetable del padre Cristóbal, se mitigó el enojo de Inés.

—Has hecho muy bien —dijo—, pero ¿por qué no decírselo también a tu madre?

Dos buenas razones tuvo Lucía para ocultárselo. La primera por no afligir a su madre, y asustar a la buena mujer con una cosa a la cual no podía poner remedio; y la segunda por no exponerse a que pasase de boca en boca un hecho que Lucía deseaba no traspirase, tanto más, cuanto esperaba que su próximo casamiento pondría un término en sus principios a semejante persecución. De estas dos razones sólo alegó la primera.

—¿Y a ti —dijo luego volviéndose a Lorenzo con aquel modo con que se suele reconvenir a un amigo manifestándole que no tiene razón—, y a ti, fuera prudente que te hablase de esta ocurrencia? Demasiado la sabes ahora.

—¿Y qué te dijo el padre? —preguntó Inés.

—Me dijo que apresurase todo lo posible mi casamiento, que no me dejase ver, y que me encomendase a Dios, con lo cual esperaba que no viéndome don Rodrigo, ya no se volvería a acordar de mí: y entonces fue —prosiguió Lucía, volviéndose de nuevo a Lorenzo sin levantar la vista y poniéndose colorada—, entonces fue cuando con sobrada desenvoltura te rogué que se verificase nuestro casamiento antes del tiempo convenido. ¿Quién sabe lo que tú en aquella ocasión pensarías de mí?; pero yo lo hacía con buen fin; y esta mañana estaba tan lejos de pensar...

Aquí prorrumpió en copiosísimo llanto.

—¡Pícaro!, ¡bribón!, ¡malvado! —exclamó Lorenzo, paseándose presurosamente por el cuarto y apretando la empuñadura de su cuchillo.

—¡Qué apuro, Dios mío! —exclamaba Inés.

Paróse el joven de repente delante de Lucía que lloraba; la miró con ternura violenta, y dijo:

—Ésta es la última que hace ese malvado.

—¡Ah, no! —interrumpió Lucía—, no, por amor del cielo.

—¿Cómo quieres que Dios nos ayude, si obramos mal? No, por Dios —repetía Inés.

—Lorenzo —prosiguió Lucía con aire de esperanza y resolución—, tú tienes un oficio, y yo también sé trabajar; vámonos lejos de aquí, y no vuelva ese hombre a saber de nosotros.

—¡Ah Lucía! ¿Y luego? Aunque no somos marido y mujer, ¿querrá darnos el cura la certificación de estado libre? Si estuviésemos casados, ¡ah! entonces sería otra cosa.

Empezó Lucía a llorar otra vez, y los tres quedaron en un profundo silencio, haciendo su abatimiento triste contraposición con sus vestidos de boda.

—Oíd, hijos míos, escuchadme —dijo Inés al cabo de un rato—. Yo he nacido antes que vosotros, y conozco un poco el mundo; no conviene asustarse demasiado, pues no siempre es tan fiero el león como lo pintan. A nosotros los pobres nos parece la madeja más enmarañada, porque no sabemos encontrarle la cuerda; pero a veces el consejo de un sujeto que ha estudiado... yo bien me entiendo... yo bien me entiendo. Haz lo que te digo, Lorenzo; vete a Lecco, pregunta por el abogado Tramoya, y cuéntale... pero cuidado con que le llames así, porque ése es un mote. Debes decir al señor abogado..., ¡qué diantre!, ya no me acuerdo de su verdadero nombre: todos le llaman como te he dicho... No, no me acuerdo: en fin, preguntarás por aquel abogado alto, seco, calvo; con la nariz colorada y un lunar en un carrillo...

—Le conozco de vista —dijo Lorenzo.

—Pues bien —continuó Inés—, ¡es un hombre como hay pocos! He visto yo varias personas más empantanadas que una carreta, y en media hora de plática de silla a silla con el abogado Tramoya (cuidado, que no le llames así) salir triunfantes con la suya. Toma las cuatro gallinas (¡qué lástima!) a que pensaba yo torcer el cuello para la cena de esta noche, y llévaselas, porque con estos señores no conviene irse con las manos vacías. Cuéntale codo lo sucedido, y verás cómo en un santiamén te dirá lo que a nosotros no nos hubiera ocurrido en diez años.

Lorenzo adoptó gustoso el consejo, le aprobó Lucía, e Inés, ufana por haberle dado, cogió una a una las cuatro gallinas, juntó sus ocho piernas a manera de ramillete, las ató con un cordelito, y se las entregó a Lorenzo, que con palabras de esperanza dadas y recibidas salió por la portezuela del huerto, para que no le viesen los muchachos que esperando los confites, empezaban a gritar: «¡El novio!, ¡el novio!»

Atravesando campos y buscando atajos, iba Lorenzo pensando con ira en su desgracia, y ensayándose en lo que debía decir al abogado. Dejo al lector hacerse cargo de cómo estarían aquellos cuatro animalitos con las piernas atadas y la cabeza colgando, en las manos de un hombre que, agitado por su pasión, acompañaba con gestos los pensamientos que pasaban a montones por su mente; y en ciertos momentos de enojo y desesperación, extendiendo con violencia los brazos, les daba terribles sacudidas, y hacía saltar aquellas cuatro cabezas pendientes, las cuales mientras tanto se entretenían en darse sendos picotazos, como con harta frecuencia suele suceder entre compañeros de desgracia.

Llegado Lorenzo al pueblo, preguntó por la casa del abogado; se la enseñaron y se fue a ella. Al entrar se sintió sobrecogido de aquella cortedad que experimentan los pobres aldeanos cuando se acercan a un gran señor o a un sabio. Se le olvidaron todos los discursos que había ensayado en el camino; pero cobró ánimo al mirar las cuatro gallinas. Entrando en la cocina preguntó a la criada si se podría hablar con su amo: vio la mujer las aves, y como acostumbrada a semejantes regalos, les echó la mano, a pesar de que Lorenzo las iba retirando, porque quería que el abogado supiese y viese que le llevaba alguna cosa. Llegó el amo al mismo tiempo que la criada le mandaba que entrase a hablarle. Hizo Lorenzo una gran reverencia al señor licenciado, que le acogió con semblante halagüeño: «Entra, hijo», y le recibió en su estudio.

Era éste un cuarto muy grande, y tan grande como destartalado: tres de las cuatro paredes estaban cubiertas con cinco o seis mapas antiguos y unas estampas alemanas sin marco, y tales que por su vejez apenas se distinguía lo que representaban. Ocupaba la cuarta pared un estante de libros viejos, desarreglados y cubiertos de antiguo polvo. En medio de la pieza había una gran mesa con legajos de papeles, expedientes, súplicas, bandos y cosas semejantes: detrás de la mesa estaba un gran sillón de vaqueta, cuya antigüedad no era menor que la de los demás muebles que todos se reducían a lo expresado, y además cuatro sillas del mismo gusto alrededor de la mesa. El abogado estaba en bata, esto es, llevaba una toga raída y sucia, que le había servido muchos años antes, cuando tenía que ir a Milán a defender alguna causa de importancia. Cerró la puerta, y animó al joven en estos términos:

—Vaya, hijo, di lo que se te ofrece.

—Quisiera consultar con usted en confianza cierto negocio.

—Aquí estoy —dijo el abogado—, habla.

Y se sentó en el sillón nonagenario. Lorenzo, de pie delante de la mesa, dando vueltas con la mano derecha al sombrero, que tenía en la izquierda, empezó diciendo:

—Quisiera saber de usted, que ha estudiado...

—Dime tu asunto sin preámbulos —interrumpió el abogado.

—Usted perdonará, señor abogado, porque nosotros los pobres no sabemos hablar bien. Quisiera, pues, saber...

—¡Qué gente ésta!, todos sois lo mismo: en vez de exponer el negocio sencillamente, queréis preguntar, porque tenéis allá en la cabeza vuestras manías.

—Quisiera saber, señor abogado, si hay alguna pena para el cura que se negase hacer un casamiento.

—Comprendo —dijo el abogado, que nada había comprendido.

Y revistiéndose de cierta gravedad, añadió, después de haber apretado los labios:

—¡Caso grave, hijo, caso previsto! Has hecho bien en venir aquí: es un caso claro: previsto en muchos bandos, y... mira aquí un edicto del año pasado, mandado publicar por el señor gobernador, capitán general actual... ahora, ahora te lo haré ver y tocar con la mano.

Diciendo esto empezó a revolver de arriba abajo todos aquellos papelotes, como quien hace una ensalada.

—¿Dónde estará?... vamos a ver... ¡Hay precisión de tener tantas cosas entre manos!, pero debe estar aquí, porque es un bando de mucha importancia... ¡Ah, aquí está!

Le sacó, le abrió, miró la fecha, y exclamó:

—«En 15 de octubre de 1627»: cierto, es del año pasado; bando fresco, que son los que meten más miedo. Hijo, ¿sabes leer?

—Alguna cosa, señor abogado.

—Ea, pues, sígueme con la vista, y verás.

Y teniendo el bando abierto en el aire, empezó a leer entre dientes varios trozos, y expresando otros muy detenidamente, según le parecía oportuno.

—«Aunque por el bando publicado de orden del Excelentísimo señor Duque de Feria el 14 de diciembre de 1620, y confirmado por el Ilmo. y Excmo. señor don Gonzalo Fernández de Córdoba, etc., se trató de atajar con remedios extraordinarios y rigurosos las opresiones, concusiones y actos tiránicos que algunos se atreven a cometer contra estos fieles vasallos de S.M.; sin embargo, la frecuencia de los excesos, y la malicia, etcétera, etcétera, se ha aumentado en términos que su S. E. se ha visto en la precisión, etc.; por lo que, con el dictamen del Senado y de una junta, etc., manda que se publique el presente.

»Y empezando por los actos tiránicos, como la experiencia ha manifestado que muchos, tanto en las ciudades como en los demás pueblos (¿oyes?) de este Estado ejercen con tiranía concusiones, oprimen a los más débiles, obligándoles a hacer contratos violentos de compras, arrendamientos, etcétera. (¿Adónde estás? Aquí, aquí, oye), que se verifiquen casamientos o no se verifiquen... » (¿Ves?)

—Ése es mi caso —dijo Lorenzo.

—Oye, oye —prosiguió el abogado—. ¡Qué! hay mucho más, y luego siguen las penas: «Que se atestigüe, o no se atestigüe; que uno pague una deuda, que el otro vaya a su molino...» Esto nada nos importa; pero aquí está. «El cura que no hiciere lo que debe por su ministerio, o hiciese cosa a que no estuviere obligado.» (¿Ves?)

—Parece que el bando está hecho expresamente para mí —dijo Lorenzo.

—¿No es verdad? —prosiguió el abogado; escucha: «y otras violencias semejantes, que cometen los feudatarios, los nobles, la gente mediana, los hombres viles y los plebeyos... » (cuidado que nadie se escapa, es como el valle de Josafat; oye ahora las penas): «Aunque todas estas y otras acciones malas de esta clase están ya prohibidas; no obstante, conviniendo emplear más rigor, S. E. por la presente, no derogando, etc., ordena y manda que contra los infractores en orden a cualquiera de los indicados casos y otros semejantes, procedan todos los jueces ordinarios de este Estado, imponiendo penas pecuniarias y corporales, destierro o galeras, y hasta la muerte (¡ahí es una friolera!) al arbitrio de S. E. o del Senado, según la calidad de los casos, personas y circunstancias, y esto irre... mi... si... ble... mente, y con... todo... el... rigor.» (¿Qué?, ¿hay poco aquí? Mira, ésta es la firma) «Gonzalo Fernández de Córdoba» (más abajo) «Platonus» (y luego) «vidit Ferren». (Nada le falta.)

Mientras el abogado leía, le seguía Lorenzo con la vista, procurando sacar en claro lo que podía serle útil. Causaba admiración al letrado el ver que su nuevo cliente se mostraba más atento que temeroso, y decía de botones adentro: «¿Si estará matriculado?»

—Ya, ya —le dijo luego—, veo que te has hecho cortar el tufo: has obrado con prudencia; sin embargo, puesto en mis manos, no era necesario; el caso es grave, pero tú no sabes lo que yo soy capaz de hacer.

Para comprender esta salida del abogado conviene saber, o recordar, que en aquel tiempo los bravos de profesión y los facinerosos de todas clases llevaban un tufo, o mechón de pelo muy largo y espeso, que dejaban caer a la cara a modo de visera al tiempo de acometer a alguno, cuando creían necesario que no se les conociese y la empresa era de aquellas que exigían vigor y reserva. Los bandos hablaban también de esta moda, como se ve por el siguiente trozo de uno mandado publicar por el marqués de Hinojosa: «Manda S. E. que todo el que se deje caer el pelo en término que llegue hasta las cejas, o cubra las orejas con las trenzas, pague una multa de trescientos escudos, conmutados en caso de posibilidad en tres años de galera por la primera vez; y por la segunda, además de la expresada pena, otra mayor pecuniaria y corporal al arbitrio de S. E. Permite sin embargo que el que sea calvo, o tenga motivo justo de señal, o heridas, pueda para mayor decoro y salud llevar el pelo largo lo bastante para encubrir semejantes faltas y nada más, con la advertencia de que no exceda de lo que pida la pura necesidad para no incurrir en la pena impuesta a los demás contraventores.

»Manda igualmente a los barberos, pena de cien escudos y tres tratos de cuerda, que se le darán en público, y otra pena mayor corporal al arbitrio como arriba, que no dejen a aquellos a quienes corten el pelo ninguna especie de dichos tufos, trenzas, o rizos ni los pelos más largos que el ordinario, tanto en la frente como en los lados, a excepción de los calvos, y otras personas defectuosas, como queda dicho.»

Era, pues, el tufo una especie de armadura y un distintivo de los bravos y matones, que por esta razón, luego se les llamaba comúnmente ciuffi, tufos. Este título ha quedado todavía, pero en acepción más modificada, y pocas serán las personas en el Milanesado que en su infancia no hayan oído decir, hablando de un calavera, es un tufo, es un tufillo (e un ciujfo, e un ciujfeto).

—En mi conciencia —respondió Lorenzo—, protesto que yo nunca he llevado tufo.

—Nada hacemos —dijo el abogado, meneando la cabeza con una sonrisa entre impaciente y maliciosa—; nada hacemos si no tienes confianza en mí: el que dice mentira al abogado es un necio que tendrá que decir la verdad delante del juez. Al abogado se le deben contar las cosas claras, y a nosotros es a quien toca embrolladas. Si quieres que yo te ayude, es indispensable que me digas todo desde la cruz a la fecha, y con el corazón en la mano como al confesor. Has de nombrarme la persona que te ha dado la comisión (supongo que será persona de circunstancias); en este caso iré yo a hacerle una visita; no le diré, por cierto, que tú me has declarado su nombre, sino que voy a implorar su protección en favor de un pobre joven calumniado, y concertaremos juntos el medio de salir con honra. ¿Entiendes? Por otra parte, si el atentado es únicamente obra tuya, también habrá remedio. ¡A cuántos he sacado yo de peores atolladeros! Y siempre que la persona ofendida no sea de alto carácter, la cosa se compondrá a costa de pocos cuartos. ¿Me entiendes? En este caso debes decirme quién es el ofendido y cómo se llama, porque según su condición, su estado y su rumor, veremos si conviene más tenerle a raya con protecciones, o amenazarle con una causa criminal. ¿Me entiendes? Sabiendo dar un tornillo a los bandos, ninguno es reo, ni ninguno es inocente; por lo que toca al cura, si es hombre prudente, no se meterá en danza y si quisiese tenérnoslas tiesas, hay también para ellos su freno. De todo se puede salir bien; pero se necesita un hombre: tu caso es grave, y muy grave; el bando está terminante, y si la cosa ha de decidirse entre ti y la justicia, estás fresco. Te hablo como amigo; las calaveradas es menester pagarlas. Si quieres zafarte, dinero y verdad; confiar en quien desea salvarte y hacer cuanto te manda.

Mientras el abogado charlaba de esta manera, Lorenzo le estaba mirando con la misma atención con que los babiecas en la plaza miran con la boca abierta al titiritero, que, después de haberse tragado cierta cantidad de estopa, saca de la boca un sinfín de cintas de todos colores; pero apenas se hizo cargo de lo que decía y de su equivocación, le cortó la palabra en estos términos:

—Señor abogado, usted ha comprendido mal: la cosa es todo al contrario; yo jamás he amenazado a nadie: no soy hombre de semejantes grescas, y si usted pregunta en mi pueblo, todos le dirán que yo nunca he tenido que ver con la justicia. La picardía a mí me la han hecho, y vengo a ver a usted para saber cómo he de conseguir se me haga justicia, y estoy muy contento con haber visto ese bando.

—¡Qué diantre! —exclamó el abogado abriendo muchísimo los ojos—; ¿qué pastel es éste? No hay que darle vueltas; todos sois iguales: ¿es posible que no sepáis hablar claro?

—Perdone usted, señor abogado: usted no me dio lugar para explicarme. Ahora le contaré todo. Sepa usted, pues, que yo debía casarme hoy con una muchacha con quien estoy en galanteos desde el verano, y hoy, como digo, era el día de la boda; todo estaba dispuesto, cuando el señor cura buscando mil pretextos y excusas... En fin, para no fastidiar a usted diré, que habiéndole puesto en precisión de explicarse como era justo, confesó que se le había prohibido, pena de la vida, hacer este casamiento. El prepotente don Rodrigo...

—¡Disparate! —interrumpió inmediatamente el abogado frunciendo las cejas, arrugando la nariz colorada y torciendo el hocico; ¡disparate! ¿Por qué me vienes a romper la cabeza con esos cuentos? Ten tales discursos allá entre tu gente, que no sabe medir las palabras; pero no vengas a comprometer a un hombre de bien que conoce lo que valen. Vete, vete, que no sabes lo que te dices. No quiero embrollos con mozuelos, ni oír semejantes boberías.

—Lo juro...

—Vete, repito; ¿a mí qué me importan los juramentos?, no me meto en eso: lavo mis manos (diciendo esto restregaba una mano con la otra, como si realmente se las lavase). Aprende a hablar: no se viene de esta manera a sorprender a un hombre de bien...

—Oiga usted, oiga usted —repetía inútilmente Lorenzo.

Pero siguiendo el abogado su tema, le empujaba hacia la puerta, y en cuanto llegó a ella la abrió de par en par, llamó a la criada, y le dijo:

—Devuelve a ese hombre al punto lo que ha traído, que yo nada quiero.

La mujer, que en todo el tiempo que estaba en aquella casa jamás había recibido orden igual, se quedó admirada; pero esta vez fue tan terminante la que se le daba que sin titubear tuvo que obedecer. Cogió, pues, las cuatro gallinas y se las entregó con sentimiento visible a Lorenzo, el cual, por cumplimiento, se negaba a recibirlas; pero el abogado se mantuvo tan inflexible, que el pobre joven tuvo que admitirlas y marcharse a su pueblo a contar el triste resultado de su expedición a las dos mujeres, las cuales en su ausencia, después de haber tocado los vestidos de boda por los humildes de todos los días de trabajo, se pusieron a discurrir de nuevo sobre el particular, sollozando Lucía y suspirando Inés. Después que ésta hubo hablado largamente del grande efecto que debía esperarse de los consejos del abogado Tramoya, dijo Lucía que era necesario apelar a todos los medios para salir del apuro; y siendo el padre Cristóbal un hombre capaz no sólo de aconsejar, sino también de obrar cuando se trata de favorecer a los pobres, hubiera sido muy conveniente informarle de lo que pasaba. Pareció muy bien a Inés, y ambas empezaron a cavilar acerca del modo; porque marchar ellas mismas al convento, distante quizá media legua, no era empresa que quisiesen aventurar aquel día; y a la verdad que tampoco ningún hombre sensato se la hubiera aconsejado. Mientras así estaban trazando medios, llamaron a la puerta con un pausado, pero claro Deogracias. Figurándose Lucía quién podría ser, corrió a abrir, y en efecto, bajando la cabeza entró el lego limosnero de los capuchinos con un saco al hombro izquierdo, y la extremidad superior del mismo saco arrollada, y asegurada con ambas manos sobre el pecho.

—¡Bienvenido, fray Galdino! —dijeron las mujeres.

—Dios sea con ustedes —contestó el fraile—, vengo a la cuesta de las nueces.

—Ve corriendo por las nueces para los capuchinos —dijo Inés.

Dirigióse Lucía al cuarto inmediato; pero antes de entrar se paró detrás de fray Galdino, que permanecía en pie, y cruzando el índice en la boca, dio a su madre una mirada, como pidiéndole con empeño que nada dijese de lo que pasaba.

Pero el fraile preguntó cuándo se hacía el casamiento.

—¿No era hoy—añadió— cuando debía efectuarse? He notado en el pueblo cierta confusión que parece indicar no sé qué cosa. ¿Ha habido alguna novedad?

—El señor cura está enfermo, y ha sido forzoso diferir la boda —contestó aprisa la mujer.

A no haber hecho Lucía aquella señal, la respuesta hubiera sido muy distinta.

—¿Y cómo vamos de limosnas? —preguntó Inés para mudar de conversación.

—No muy bien, amiga. No hay más que esto.

Y entonces puso en el suelo el costal, descubriendo con las dos manos el fondo, que contenía una corta porción de nueces.

—Esto es todo lo que hay—prosiguió—, y por esta gran cantidad he tenido que llamar a diez puertas.

—El año es malo, fray Galdino, y cuando hay que andar a pleitos con el pan, es preciso escatimar lo demás.

—Y para que vuelva la abundancia ¿qué se hace, buena mujer? Limosna. ¿No sabe usted aquel milagro de las nueces que sucedió años hace en un convento nuestro de la Romaña?

—No por cierto: cuéntelo usted... fray Galdino.

—Pues ha de saber usted que en aquel convento había uno de nuestros religiosos que era un santo, y se llamaba el padre Macario. Un día de invierno, pasando por el campo de uno de nuestros bienhechores, también hombre muy bueno, le vio el padre Macario, que estaba con cuatro jornaleros alrededor de un gran nogal, trabajando con azadones para echarle la raíz al sol. «¿Qué estáis haciendo con ese pobre árbol?» —preguntó el religioso—. «Padre, contestó el dueño, hace años que no da nueces, y así voy a hacer leña.» «Dejadle, dijo el padre Macario, pues este año dará más nueces que hojas.» El hombre, que conocía al que le hacía aquel vaticinio, mandó a los jornaleros que volviesen a cubrir las raíces con cierra, y llamando al padre que continuaba su camino, le dijo: «Padre Macario, la mitad de la cosecha será para el convento.» Como se divulgó la voz de la predicción, todo el mundo iba a ver el nogal. En efecto, en la primavera floreció, pero ¡cómo! y luego nueces sin consuelo. Nuestro bienhechor no tuvo el gusto de varearlas, porque pasó antes de la cosecha a recibir el premio de su caridad. Pero el milagro fue mucho mayor, como va a usted a oír. Dejó aquel buen cristiano un hijo muy diferente de él. Llegado el tiempo de la cosecha de las nueces, fue el limosnero a pedir la mitad que correspondía al convento; pero el hombre no sólo se hizo de nuevas, sino que tuvo la insolencia de decir que jamás había oído que los capuchinos supiesen hacer nueces. ¿Y sabe usted lo que sucedió? Un día (oiga usted) en que aquel mala cabeza había convidado a varios de sus amigos de la misma calaña, contaba así bromeando la historia de las nueces, y se burlaba de los frailes. Habiéndoles con esto entrado gana a sus amigos de ver aquel gran montón de nueces, los condujo al granero: oiga usted ahora: abre la puerca, se van codos hacia el rincón en donde se habían puesto las nueces; y al decir «mirad», y al mirar él también, ven, ¿qué le parece a usted qué vieron?, un grandísimo montón de hojas secas de nogal. ¿No fue éste un buen escarmiento? El convento en lugar de perder ganó mucho, porque después de este suceso es can grande la limosna de las nueces, que un bienhechor, movido a lástima del pobre limosnero, dio al convento un asnillo, que ayudase a llevar las nueces, y se hacía tanto aceite, que a codos los pobres se les socorría según su necesidad; porque, amiga, nosotros somos el mar, que recibe agua de codas partes, y la vuelve a distribuir a codos los ríos.

Ya Lucía había vuelco con el delantal tan lleno de nueces que apenas podía sostenerle, y al tiempo de abrir fray Galdino la boca del saco para mecerlas en él, Inés dio una mirada a su hija, como reconviniéndola de la demasía en la limosna; pero Lucía contestó con otra mirada, significando con ella que se justificaría. Prorrumpió el limosnero en elogios, ofrecimientos y muchos «D ios se lo pague», y puesto de nuevo su saco a cuestas, iba a salir, cuando llamándole Lucía le dijo:

—Fray Galdino, quisiera que usted me hiciese el favor de decir al padre Cristóbal que desearíamos hablarle, y que nos hiciese la caridad de venir a vernos lo más presto posible, porque yo no puedo ir a la iglesia.

—¿No quieren ustedes otra cosa? Antes de una hora tendrá el recado el padre Cristóbal.

—Nos hará usted mucho favor.

—Descuiden ustedes.

Y al decir esto salió de la puerta algo más contento que cuando entró por ella.

Al ver que una pobre aldeanilla mandaba a llamar con tanta confianza al padre Cristóbal, y que fray Galdino admitía el encargo sin admiración ni dificultad, nadie se figure por eso que aquel padre Cristóbal era un fraile de misa y olla. Por el contrario, era hombre de grande autoridad entre los suyos, y en toda la comarca; pero era tal la condición de los capuchinos entonces, que nada para ellos era demasiado bajo, ni demasiado elevado. Servir a la clase ínfima del pueblo, y ser servidos por los poderosos; entrar en los palacios y en las chozas con humildad y franqueza; ser a veces en una misma casa objeto de burla, y un personaje sin el cual nada se decidía; pedir limosna en todas partes, y darla a todos los que la pedían en el convento; todas éstas eran cosas a que estaba acostumbrado un capuchino. Andando por las calles le era tan fácil encontrarse con un príncipe que le besase el cordón, como con un tropel de muchachos que, aparentando reñir entre ellos, le salpicasen la barba con lodo. La palabra «fraile» era en aquellos tiempos palabra de honor y de menosprecio, y los capuchinos, quizá más que otra Orden religiosa, eran el objeto de dos sentimientos contrarios, experimentando de consiguiente los dos opuestos destinos; porque no poseyendo bienes algunos, llevando un traje extrañadamente distinto del común, y haciendo profesión más visible de humillaciones, se exponían más de cerca a la veneración o al vilipendio, según el diferente humor y el distinto modo de pensar de los sujetos con quienes se rozaban.

Apenas salió fray Galdino, cuando Inés exclamó:

—¡Tantas nueces, y en este año!

—Perdone usted, madre mía —respondió la joven—, si hubiéramos dado una limosna como los demás, ¿quién sabe cuánto tiempo hubiera tenido que dar vueltas fray Galdino para llenar el saco? ¡Y Dios sabe cuándo con sus pláticas y sus cuentos hubiera vuelto al convento, y se hubiera olvidado!...

—Tienes razón, hija mía —dijo Inés—, y al cabo lo que se da de limosna nunca es perdido.

En esto llegó Lorenzo , y entrando con mal semblante echó despechadamente las gallinas sobre una mesa.

—¡Bravo consejo me dio usted! —dijo a Inés—. ¡A buen sujeto me ha enviado usted a ver! ¡Cómo ayuda a los pobres!

Y enseguida contó cuanto le había sucedido con el abogado. La buena mujer, aturdida con tan fatal resultado, se esforzaba por probar que el consejo era bueno, pero que quizá Lorenzo no habría sabido ejecutarlo; en fin, Lucía cortó la disputa, diciendo que ella esperaba haber encontrado un expediente mejor. Entregóse Lorenzo también a la esperanza, como les sucede a todos los desgraciados que se hallan metidos en algún embrollo, y después de varias razones, dijo que si el padre Cristóbal no encontraba remedio, él de un modo o de otro lo encontraría. Las dos mujeres le aconsejaron la prudencia y la paz.

—Mañana —añadió Lucía— vendrá sin falta alguna el padre Cristóbal, y verán ustedes cómo halla algún arbitrio de los que a nosotros por nuestra ignorancia ni siquiera pueden pasarnos por la imaginación.

—Así lo espero —dijo Lorenzo—, pero en todo caso yo buscaré una salida; que por fin en este mundo no deja de haber justicia.

Con tan tristes razonamientos, y con las idas y venidas que hemos referido, se pasó aquel día, ya empezaba a oscurecer.

—¡Buenas noches! —dijo tristemente Lucía.

—¡Buenas noches! —respondió aún más tristemente Lorenzo, que no acertaba a marcharse.

—Algún santo nos ayudará —replicó la joven—, ten prudencia y resignación.

Otros consejos de la misma clase agregó la madre, y el novio se marchó con el corazón angustiado, y repitiendo muchas veces: «Por fin en este mundo no falta quien haga justicia», ¡tan cierto es que el hombre que padece una gran aflicción, no sabe lo que se dice!

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