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ОглавлениеCAPÍTULO IX
El sacudimiento del bote al tocar la orilla sacó de su enajenación a Lucía, la cual, después de limpiarse de oculto las lágrimas, se levantó como si despertase; saltó en tierra Lorenzo el primero, y dio la mano a Inés, quien, después de salir, se la dio a su hija, y los tres dieron con tristeza las gracias al barquero.
—No hay de qué: todos estamos en el mundo para ayudarnos unos a otros —respondió el buen hombre, retirando la mano con desdén, como si se le hubiese propuesto un robo, cuando Lorenzo quiso entregarle una parte de los cuartejos que tenía y que llevó consigo aquella noche para hacer una demostración a don Abundo después de que, aun mal de su grado, le hubiese servido.
Ya estaba pronto el carruaje: saludó el carretero a los tres viajantes, los ayudó a subir, arreó la bestia, dio un latigazo y tomó el camino.
Aquí no describe nuestro autor este viaje nocturno, y no sólo calla el nombre del pueblo a que se dirigió la pequeña caravana, sino que manifiesta expresamente que no quiere nombrarle. Por el progreso de la historia se saca el motivo de su silencio. Las aventuras de Lucía en aquel país están enlazadas con una trama escandalosa de cierta persona perteneciente a una familia, según parece, rica y poderosa en el tiempo en que el autor escribía.
Sin embargo, para dar cuenta de la conducta reprensible de la misma persona con respecto a Lucía, he tenido que referir en compendio su vida, y en ella la familia hace el papel que verá más adelante el que siga leyendo. Ésta es la causa de la circunspección del historiador; sin embargo, como aun a los hombres más advertidos suele a veces hacerles traición la memoria, él mismo, sin echarlo de ver, nos ha puesto en camino para descubrir lo que quiso ocultar con tanto empeño. En una parte de la relación, que nosotros omitiremos como no necesaria para la integridad de la historia, se le escapa decir que aquel pueblo era una villa noble y antigua, a la cual sólo faltaba el título de ciudad para serlo; añade luego inadvertidamente en otro paraje, que pasa por ella el río Lambro, y además que tiene un arcipreste. Con estos indicios no hay en toda Europa un hombre medianamente instruido que no conozca que aquel pueblo es Monza.
Poco después de salir el sol, llegaron nuestros viajeros a Monza. Paró el carretero en un mesón y como práctico del país y conocido del mesonero, hizo disponer un cuarto para los nuevos huéspedes, y los acompañó a él. Después de darle Lorenzo las gracias, trató de recompensarle; pero aquél, lo mismo que el barquero, se negó a recibir recompensa alguna. Contando con la del cielo, retiró la mano, y como huyendo, marchó a cuidar de su bestia.
Después de una primera noche como la que hemos descrito y del resto de ella, como cualquiera puede figurarse, pasada en gran parte con pensamientos tristes, con temor continuo de algún acontecimiento desagradable en el silencio y oscuridad, y entre el violento traqueteo del incómodo carruaje, que sacudía a los viajeros en el momento en que empezaba a vencerlos el sueño, a la inclemencia de un fresco más que otoñal, les supo bien descansar en el banco de una pieza medianamente resguardada del aire. Aquí comieron alguna cosa correspondiente a la penuria de los tiempos, a los escasos medios en proporción de las urgentes necesidades, a un porvenir incierto y al poco apetito.
Acordáronse todos sucesivamente del banquete que dos días antes esperaban tener, y cada uno a su vez dio un profundo suspiro. Lorenzo hubiera querido detenerse a lo menos todo aquel día, ver a las dos mujeres acomodadas, y asistirlas en aquellas primeras diligencias; pero el padre Cristóbal había encargado a las dos que le enviasen inmediatamente a su destino; alegaron de consiguiente dichas órdenes, con otras muchas razones, a saber, que la gente hablaría más de lo regular; que cuanto más tardase en irse, tanto mayor sería el sentimiento de todos al separarse, que podía volver presto a verlas, y en fin, tanto dijeron, que el joven determinó marcharse. Concertaron, pues, las cosas más por menor; Lucía no ocultó sus lágrimas; Lorenzo pudo apenas reprimir las suyas, y apretando las manos a Inés, dijo con voz ahogada: «¡Adiós!», y marchóse.
Más empantanadas se hubieran hallado las dos mujeres, a no haber sido por aquel buen carretero que tenía orden de conducirlas al convento, dirigirlas y asistirlas en todo cuanto hubiesen necesitado. Guiadas por él se encaminaron, pues, al convento, que, como todos saben, dista de Monza un corto paseo. Llegados a la portería, el carretero tiró de la campanilla e hizo llamar al guardián, que no tardó en presentarse y recibir la carta.
—¡Hola, fray Cristóbal! —dijo conociendo la letra.
El tono de la voz y los movimientos de la cara indicaban claramente que pronunciaba el nombre de un grande amigo suyo.
Es indudable que el padre Cristóbal en aquella carta recomendaría con mucho calor a las dos mujeres, y referiría circunstanciadamente su desgracia, porque el padre guardián daba de cuando en cuando muestras de sorpresa y de indignación, y levantando los ojos, miraba a las dos mujeres con expresión de lástima y de interés. Así que acabó de leer la carta, estuvo algún tiempo poco pensativo, y luego dijo para sí:
—No hay sino la señora... como la señora tome sobre sí este empeño...
Llamó luego a la madre algunos pasos aparte en el atrio del convento, le hizo algunas preguntas, a las que Inés satisfizo, y volviéndose después a Lucía, dijo a las dos:
—Amigas mías, yo buscaré, y espero encontraros un asilo más que seguro y honesto, hasta que Dios disponga otra cosa mejor. ¿Queréis venir conmigo?
Contestaron las dos respetuosamente que sí, y el padre continuó diciendo:
—Vamos al convento de la señora; pero quedaos algunos pasos atrás, porque la gente se complace en murmurar de los religiosos, y quién sabe los cuentos que forjarían si viesen al padre guardián por la calle con una muchacha hermosa, quiero decir, con mujeres.
Con esto marchó delante. Lucía se puso colorada, y el carretero se sonrió mirando a Inés, a quien también se le escapó una ligera sonrisa, y en cuanto estuvo el padre a cierta distancia, los tres echaron a andar, siguiéndole con unos diez pasos de su separación. Preguntaron entonces las mujeres al carretero lo que no habían osado preguntar al guardián: quién era la señora.
—La señora —contestó el buen hombre— es una monja; pero no una monja así como quiera, no porque sea abadesa o priora, pues al contrario, según dicen, es de las más jóvenes, sino porque es de la costilla de Adán, y sus abuelos eran grandes personajes que vinieron de España, de donde son los que nos mandan ahora. La llaman la señora para dar a entender que es una señorona, y en todo el país no la conocen por otro nombre, porque dicen que en este convento nunca ha habido una persona de tanta nobleza, y sus parientes de ahora allá en Milán pueden mucho, y son de los que siempre tienen razón, y todavía más en Monza; porque aunque el padre no vive aquí, es el más poderoso de todos; de forma que ella puede en el monasterio revolverlo todo de arriba abajo. También las gentes de fuera la respetan mucho, y como tome un empeño, se puede apostar a que se sale con la suya. Si ese buen padre que va allí consigue poner a ustedes en sus manos y ella las admite, estarán ustedes tan seguras como en un sagrario.
Llegado el padre guardián a la puerta de la población, flanqueada en aquel tiempo por un torreón antiguo, y un trozo de castillo derribado, que quizá más de diez de mis lectores se acordarán haber visto casi entero, se paró volviendo la cabeza por ver si le seguían: entró después, y se dirigió al convento. Así que llegó, se paró de nuevo en el umbral, aguardando a las viajeras. Rogó al carretero que diese una vuelta por el convento a recoger la respuesta; quedó en ello el buen hombre, y se despidió de las dos mujeres, que le encargaron diese las más expresivas gracias al padre Cristóbal manifestándole su agradecimiento.
Hizo el padre guardián que Inés y Lucía entrasen en el patio del monasterio, las encomendó a la demandadera, y entró solo a hacer la solicitud. Volvió al cabo de pocos minutos muy contento a decirlas que entrasen con él; y su presencia fue muy oportuna, porque la madre y la hija no sabían cómo librarse de las preguntas impertinentes de la demandadera. Atravesando otro segundo patio, las instruyó el padre guardián acerca del modo cómo debían conducirse con la señora.
—Está bien dispuesta —dijo— en favor vuestro, y puede haceros muchísimo bien. Habladle con humildad y respeto; respondedle con sencillez a las preguntas que tuviere a bien haceros, y cuando no os pregunte, dejadme hablar a mí.
Entraron en un cuarto bajo, de donde se pasaba al locutorio, y antes de entrar en él, dijo el padre en voz baja señalando la puerta: «aquí está», como para recordar a las dos mujeres las advertencias que acababa de hacerles. Lucía, que nunca había visto un convento, así que puso el pie en el locutorio, miró a todas partes, y no viendo persona alguna quedó como alelada. Advirtiendo que el padre se dirigía a un punto, y que Inés le seguía, volvió los ojos a aquel paraje, y vio un agujero cuadrado a manera de media ventana con dos rejas muy gruesas, distantes una de otra como cosa de un palmo, y detrás de ellas una monja en pie. Su aspecto representaba una mujer de unos veinticinco años, que podía llamarse hermosa; pero de una hermosura abatida y casi ajada. Ceñíale la cabeza un velo negro que caía a derecha e izquierda separado algún tanto de la cara. Debajo del velo, una toca de blanquísimo lienzo cubría hasta la mitad su frente, que era de distinta, mas no de inferior blancura, y bajaba rodeándole el rostro con menudos pliegues hasta dar vuelta por bajo de la barba, extendiéndose por el pecho lo suficiente para cubrir el escote de una túnica negra. Pefo aquella frente denotaba de cuando en cuando en sus arrugas cierta contracción dolorosa y entonces dos negrísimas cejas se acercaban entre sí con rápido movimiento.
A veces sus ojos, también negrísimos, se fijaban imperiosamente como para escudriñar los pensamientos de la persona a quien se dirigían, y otras, se bajaban de pronto como para ocultar los suyos. En algunos instantes, un observador experimentado hubiera creído que solicitaban afecto, correspondencia, compasión, y otras, se hubiera figurado descubrir en ellos señales de un odio inveterado y reprimido, y aun ciertos indicios de ferocidad. Cuando estaban parados, porque ella no fijase la atención en cosa alguna, denotaban cierto desdén orgulloso, la preocupación de un sentimiento profundo, o tal vez el continuo torcedor de una pena más poderosa que los objetos que tenía delante. Aunque el contorno de su palidísimo rostro era delicado y fino, se advertía en sus mejillas cierto caimiento y flaqueza, resultado al parecer de una lenca extenuación. Los labios, aunque apenas teñidos de un levísimo color de rosa, sobresalían en la palidez del semblante, y sus movimientos, iguales a los de los ojos, eran vivos, prontos y llenos de una expresión misteriosa. El continente de su persona, alta y bien formada, desmerecía algún tanto por cierto descuido y abandono habitual, o chocaba por varios movimientos repentinos, irregulares, impropios, no sólo de una religiosa, sino de cualquiera mujer; y hasta en su modo de vestir se echaba de ver por una parte mucho estudio, y por otra no poco desaliño, lo que manifestaba una monja de un carácter original.
Llevaba la túnica con afectación secular, y dejaba salir por entre la toca la extremidad de un negro rizo en la sien, que indicaba olvido, o acaso desprecio de la regla que prescribía tener siempre bien rapado el pelo, como quedaba en la ceremonia de la profesión.
Nada de esto notaron las dos mujeres, que no sabían distinguir monja de monja; y el padre guardián, que no era la primera vez que veía a la señora, estaba ya acostumbrado, como otros muchos, a aquella irregularidad de su hábito y modales.
Estaba entonces, como acabamos de decir, de pie cerca de la reja, apoyada lánguidamente en ella con la mano, cruzando por las aberturas sus candidísimos dedos, y con la cara inclinada para ver a los que entraban.
—Madre reverenda e ilustre señora —dijo el padre guardián con la cabeza baja y una mano en el pecho—, ésta es la pobre joven, por quien no creo haber implorado en balde su protección, y ésta es su madre.
Las dos no cesaban de hacer grandes reverencias, hasta que la señora, haciéndolas señas de que bastaba, se volvió al padre, diciendo:
—Tengo mucha satisfacción en poder servir a nuestros buenos amigos los padres capuchinos; pero sírvase usted contarme por menor d caso de esca joven para ver mejor lo que podré hacer por ella.
Lucía se puso colorada y bajó la cabeza.
—Ha de saber usted, madre reverenda... —empezó a decir Inés.
Pero el padre le cortó la palabra con una mirada, y contestó de esta manera:
—A esta joven me la encomienda, como ya he dicho, uno de mis hermanos. Ha tenido que salir de oculto de su país, por librarse de graves peligros, y necesita por algún tiempo de un asilo en que pueda vivir sin que se sepa su paradero, y en donde nadie se atreva a venir a molestarla, aun cuando...
—¿Y qué peligros son ésos? —interrumpió la señora—. Perdone usted, padre guardián: no me diga las cosas can enigmáticamente; ya sabe usted que las monjas somos curiosas, y deseamos saber las historias con codos sus pelos y señales.
—Son peligros —contestó el guardián— que a los castos oídos de la reverenda madre deben indicarse apenas...
—Cierto, cierto —dijo apresuradamente la monja poniéndose algún poco colorada.
¿Efecto acaso de rubor? El que hubiese visto la rápida expresión de despecho que acompañó a aquella alteración, cal vez lo hubiera dudado, y mucho más, comparándole con el que de cuando en cuando coloreaba la cara de Lucía.
—Bastará decir —prosiguió el guardián— que un caballero prepotente... No todos los grandes de este mundo emplean los bienes que Dios les ha concedido en honra y gloria suya y en utilidad del prójimo, como lo hace la señora... Un caballero prepotente, después de haber perseguido largo tiempo a esta infeliz, para seducirla, viendo por último que todo era inútil, tuvo valor de perseguirla abiertamente por medios violentos, de manera que la pobre se ha visto precisada a huir de su casa.
—Acércate, niña —dijo la señora a Lucía, haciéndola señas con el dedo—. Sé que el padre guardián es la boca de la verdad; pero nadie mejor que tú puede estar al corriente de este negocio. Tú, pues, debes ahora decirnos si efectivamente aquel caballero era para ti un perseguidor odioso.
En cuanto a acercarse, obedeció Lucía inmediatamente; mas por lo que toca a responder, ya era otra cosa. Una pregunta de aquella naturaleza la hubiera puesto en confusión, aun cuando se la hubiera hecho una persona igual a ella; pero hecha por aquella señora, y con cierto tonillo como de duda, la dejó enteramente sin ánimo para responder.
—Señora... Madre reverenda... —dijo con voz trémula.
Y como daba indicio de no poder proseguir, Inés, que seguramente, después de su hija, era la que mejor debía estar impuesta, se creyó autorizada para ayudarla, por lo cual tomó la palabra diciendo:
—Señora, yo puedo asegurar en mi alma que mi hija odia a aquel caballero más que el diablo al agua bendita; quiero decir que él era el diablo. Vuestra señoría me perdonará si hablo mal, porque nosotras somos gente como Dios nos ha hecho. El caso es que esta pobre muchacha estaba para casarse con un mozo, igual nuestro, hombre de bien, timorato, y bastante acomodado; y si el señor cura hubiese sido un hombre como yo me entiendo... Sé que hablo de un sacerdote, pero el padre Cristóbal, amigo del padre guardián, también es sacerdote como él; y es un hombre muy caritativo, y si estuviera aquí, pudiera decir...
—Muy pronta estáis para hablar sin que os pregunten —interrumpió la señora con cierto tono de autoridad orgullosa, y un ceño que la hizo parecer fea—. Callad: yo sé que a los padres nunca les faltan excusas para disculpar a sus hijos.
Abochornada Inés, dio una mirada a su hija como diciéndole: Mira lo que padezco por no saber tú hablar; también el padre guardián indicaba a Lucía con la cabeza y los ojos que aquélla era la ocasión de animarse, y no dejar fea a su pobre madre.
—Reverenda señora —dijo entonces Lucía— , cuanto ha dicho mi madre es la pura verdad. El mozo que me pretendía (aquí se puso como la grana), era un joven con quien yo me casaba a gusto. Perdone vuestra señoría si hablo con este descoco: lo hago para que no piense mal de mi madre; y por lo que toca a aquel señor (¡Dios le perdone!), quisiera morir mil veces antes que caer en sus manos; y si vuestra señoría hace la buena obra de ponernos en salvo, ya que nos vemos en la triste precisión de mendigar un abrigo y molestar a las personas caritativas (pero hágase la voluntad del Señor), puede vuestra señoría estar segura de que nadie pedirá a Dios con más fervor por vuestra señoría que nosotras.
—A vos os creo —dijo la monja con menos aspereza—, sin embargo, tendré gusto en oíros a solas no porque necesite —añadió volviéndose con estudiada cortesía al religioso— de otras averiguaciones ni de otros motivos para servir al padre guardián; antes por lo contrario he pensado en ello, y he aquí lo mejor que por ahora se me ha ocurrido. Hace pocos días que la demandadera del convento ha casado la última de sus hijas: estas mujeres podrán ocupar el cuarto que con semejante motivo ha quedado vacío, y suplir la falta de aquella muchacha en los pequeños cargos que ella desempeñaba. A la verdad (aquí hizo señas al padre guardián para que se acercase a la reja), a la verdad que atendida la carestía de los tiempos, se pensaba en no poner a nadie en su lugar; pero yo hablaré a la madre abadesa, y una palabra mía... luego un empeño del padre guardián... En fin, doy la cosa casi por hecha.
Quiso el padre guardián darle las gracias; pero la señora le interrumpió diciendo:
—Dejémonos de cumplimientos; yo también, en caso de necesitarlo, me valdría del favor de los padres capuchinos; al cabo —continuó con una sonrisa equívoca—, ¿no somos nosotros hermanos y hermanas?
Con esto llamó a una de sus criadas legas, pues por un privilegio especial se le concedían dos, y le mandó que diese noticia de todo a la madre abadesa, y que llamando después a la demandadera, acordase con ella y con Inés las medidas correspondientes. Dio licencia a ésta para que se retirase, se despidió del capuchino, y se quedó sola con Lucía. El guardián acompañó a Inés hasta la puerta principal, haciéndole de paso algunas advertencias, y se volvió a su convento a contestar a la carta del padre Cristóbal.
—¡Qué cabecilla es la tal monja! —decía para sí en el camino—. ¡A la verdad que es rara! Pero el que sabe acomodarse a su genio hace de ella lo que quiere. Sin duda no se aguardará mi amigo fray Cristóbal que yo le haya servido tan presto. ¡Qué excelente religioso es! ¡Qué empeño toma siempre en hacer bien a los desgraciados! Ya verá él que aquí también nosotros valemos alguna cosa.
La monja, que delante de un anciano capuchino había estudiado todas las acciones y palabras, en cuanto se quedó mano a mano con una pobre aldeana, muchacha sin experiencia ni conocimiento del mundo, no puso ya el mayor cuidado en contenerse, y sus discusiones llegaron a ser al último tan extrañas, que en vez de trasladarlas, creemos más oportuno relatar sucintamente su historia, esto es, lo que basta para que se comprenda la razón de cierto carácter misterioso que hemos notado en ella, y los motivos de su conducta en los hechos que tendremos que referir en adelante.
Era ésta la hija menor del príncipe de***, magnate de Milán, y uno de los más ricos de aquella ciudad; pero por el exagerado concepto de su calidad, consideraba sus riquezas apenas suficientes para sostener el decoro de su casa, y su grande empeño era el de conservarlas perpetuamente reunidas en el estado en que se hallaban entonces. No consta por la historia cuántos hijos tenía; sólo resulta que había destinado al claustro a todos los segundos de ambos sexos, para que los bienes recayesen sin disminución en el primogénito que había de perpetuar el nombre de la familia, esto es, engendrar hijos para sacrificarlos luego de la misma manera con vocación o sin ella.
El hijo de que hablamos aún no había salido del vientre de su madre, cuando ya su suerte estaba echada para siempre; sólo faltaba decidir si sería fraile o monja, porque para esto se necesitaba su presencia. Cuando salió a luz, queriendo el príncipe su padre ponerle un nombre que despertase la idea del claustro y fuese de una santa de ilustre prosapia, la llamó Gertrudis. Los primeros juguetes que se pusieron en sus manos fueron muñecas vestidas de monjas, y estampas de monjas, encargándole siempre que las cuidase mucho. Cuando el príncipe, la princesa o el heredero, que era el único de los varones que se criaba en casa, querían alabar la bella presencia de la niña, no hallaban mejor modo de expresarse que el decir: «¡Qué hermosa abadesa!» Pero ninguno jamás le dijo: tú debes ser monja, porque era cosa ya decidida y tocada sólo por incidente todas las veces que se hablaba de su destino futuro. Si alguna vez la niña Gertrudis cometía algún acto de orgullo a que propendía su carácter dominante y altivo: «Eres todavía demasiado niña, le decían; cuando seas abadesa, entonces mandarás a zapatazos.» Cuando otras veces el príncipe la reprendía por ciertos modales algo libres, que igualmente solían ser de su gusto: «Ea, le decía, ésos no son modales de una niña de tu clase; si quieres que algún día te respeten como conviene, acostúmbrate desde ahora a guardar más decoro; acuérdate que en todos los casos debes ser siempre la primera del convento, porque la sangre debe distinguirse donde quiera.»
Palabras de esta clase imprimían en el cerebro de la niña la idea implícita de que debía ser monja; pero las que pronunciaba su padre hacían más efecto que todas las demás juntas. Los modales del príncipe eran habitualmente los de un amo severo; y cuando se trataba del estado futuro de sus hijos, se notaba en su rostro y en sus palabras una inflexibilidad de carácter, una ambición suspicaz de autoridad que infundía la idea de una absoluta obediencia.
A la edad de seis años, Gertrudis fue colocada, no sólo para su educación, sino también para encaminarla a la vocación que se le impuso, en el convento en que la hemos visto; y la elección no fue sin misterio.
El buen carretero que condujo a Lucía y a su madre a Monza, dijo que el padre de la señora era el primer personaje de aquella ciudad, y combinando esta aserción, valga por lo que valiere, con algunas indicaciones que de cuando en cuando se le escapan por descuido a nuestro anónimo, podemos inferir que era el señor feudal de aquel territorio. Como quiera que sea, su autoridad allí era muy grande; y así creyó sin duda que en aquella ciudad, mejor que en otra parte, tratarían a su hija con toda la distinción y las atenciones que pudiesen lisonjeada, cuando eligió aquel convento para su perpetua morada. Con efecto, no se equivocó. La abadesa de entonces, y algunas monjas de las que, como se suele decir, tenían la sartén por el mango, hallándose enredadas en ciertas contiendas con otro convento y con varias familias del país, tuvieron a gran suerte que se les proporcionase semejante apoyo; recibieron con gratitud la honra que se les hacía, y correspondieron en todo a las intenciones que el príncipe dejó traslucir con respecto a la colocación de su hija, intenciones que, por otra parte, estaban en grande armonía con el interés de las mismas monjas. Apenas entró Gertrudis en el convento, se llamó por antonomasia la Señorita, y se le señaló lugar distinguido en la mesa y en el dormitorio. Proponían además su conducta a sus compañeras como por norma, se la regalaba con dulces y caricias sin término, acompañándolo todo con aquella familiaridad respetuosa que tanto engríe a los niños cuando ven que la gastan con ellos aquellas personas que tratan a los niños con tono habitual de autoridad. Sin embargo, no todas las monjas se ocupaban en hacer caer en el lazo a la pobrecilla. Muchas había muy sencillas y ajenas de toda trama, las cuales se hubieran horrorizado sólo con pensar que podían ser capaces de sacrificar a una muchacha por miras de interés; pero de éstas, unas se ocupaban únicamente en sus negocios particulares, otras no advertían semejantes manejos, otras no conocían la gravedad del delito, otras se abstenían de discurrir sobre ello, y otras callaban por no dar escándalo inútilmente.
Alguna había también que, acordándose de haber sido seducida del mismo modo para que hiciese una cosa de que se arrepintió, se lastimaba de aquella pobre inocente, y se desahogaba con hacer melancólicas caricias, estando muy lejos Gertrudis de sospechar que en aquéllas había un misterio. Entretanto, la trama iba adelante, y quizá hubiera continuado de la misma manera hasta el fin, si no hubiera habido más muchachas que Gertrudis en el convento. Pero entre sus compañeras de educación, algunas había destinadas a casarse. Gertrudis, criada en las ideas de superioridad, hablaba con énfasis de su futuro destino de abadesa, esto es, de princesa del convento; en una palabra, quería a toda costa ser objeto de envidia para las demás, y se admiraba y sentía que algunas no se la tuviesen ni poco ni mucho. A las imágenes majestuosas, pero limitadas y lánguidas, que puede suministrar la primacía en un convento, contraponían las otras las imágenes extensas y brillantes de esposo, de banquetes, de tertulias, de ciudades, de justas, de vestidos, de galas, de coches, etc. Estas imágenes produjeron en el cerebro de Gertrudis aquel movimiento y deseo que excitaría un canastillo de flores frescas colocadas en un rincón. Sus padres y sus maestros habían fomentado y aumentado en ella su vanidad natural, contrayéndola al claustro, pero en cuanto estimularon esta pasión ideas más análogas a su carácter, se entregó muy presto a ellas con ardor más vivo y más espontáneo. Para no ser menos que sus compañeras, o para ceder al mismo tiempo a sus nuevas inclinaciones, respondía que en resumidas cuentas nadie podía ponerle la toca sin su consentimiento; que ella también podía tener un marido, vivir en un palacio, y disfrutar de las diversiones del siglo mejor que todas ellas; que podía hacerlo siempre que quisiere, que quizá querría, y realmente la inquietaba el deseo. La idea de la necesidad de su consentimiento, que hasta entonces había estado como aletargada en su mente, se desenvolvió manifestándose en toda su fuerza. A cada instante la llamaba Gertrudis en su auxilio, para recrearse tranquilamente en la perspectiva de futuros placeres; pero detrás de esta idea venía siempre la de que era preciso negar aquel consentimiento al príncipe su padre, que ya contaba con él, o a lo menos lo aparentaba, y con esta idea el ánimo de la hija estaba muy lejos de tener aquella seguridad que ostentaban sus palabras. Comparábase entonces con sus compañeras, cuya suerte no era dudosa, y entonces experimentaba aquella envidia que pensó excitar en ellas. Envidiándolas las odiaba; a veces el odio se evaporaba en desaires, groserías y sarcasmos; otras le adormecía la conformidad de inclinaciones y esperanzas, y de aquí resultaba una aparente y lisonjera intimidad.
Otra veces, queriendo gozar entretanto de alguna cosa real y presente, se saboreaba con las distinciones que le hacían, procurando herir el amor propio de las demás con tal superioridad; y otras, en fin, no pudiendo soportar en silencio sus temores y sus deseos, iba casi humillada a buscar a aquellas mismas compañeras, implorando de ellas benevolencia, valor y consejos. Entre estas deplorables alternativas de pequeña guerra consigo y con las otras, pasó Gertrudis la puericia, y entraba ya en aquella edad peligrosa, en la cual parece que se introduce en el ánimo una fuerza misteriosa, que excita, embellece y aviva todas las inclinaciones, todas las ideas, y a veces las transforma y las hace tomar un curso enteramente imprevisto. Lo que hasta aquí había lisonjeado más a Gertrudis en sus sueños de un estado futuro, había sido el fausto y la pompa exterior; y un cierto no sé qué de tierno y afectuoso, que al principio era como niebla imperceptible en su imaginación, empezó entonces a desenvolverse y a ocupar el primer lugar en su fantasía. Habíase formado allá en lo más recóndito de su mente una especie de brillante retiro, donde, apartándose de los objetos presentes, se acogía con frecuencia, y recorriendo confusas memorias de su infancia, de lo poco que pudo ver en sus primeros años, y de lo que había oído a sus compañeras, se fraguaba ciertos personajes ideales y a su manera. Con ellos conversaba, preguntaba y se respondía, daba órdenes y recibía obsequios. De cuando en cuando llegaban a turbar tan lisonjeras imágenes pensamientos de religión; pero la religión, según se la habían enseñado a la infeliz, lejos de proscribir el orgullo, lo santificaba, proponiéndole como un medio para ser feliz en la tierra. Despojada de esta manera de su esencia, ya no era la religión sino una ilusión como las demás. En los intervalos de esta ilusión que ocupaba el primer lugar y dominaba en la imaginación de Gertrudis, acosada la infeliz de oscuros temores, y agitada por una idea confusa de sus obligaciones, se figuraba que su repugnancia al claustro y la resistencia a sus mayores con respeto a la elección de estado, eran culpas, y se proponía en su interior expiarlas encerrándose voluntariamente en el convento. Era ley que ninguna joven pudiese recibirse en calidad de monja sin haberla examinado antes su vicario, u otro eclesiástico nombrado al intento, para que constase su vocación, y este examen no podía verificarse sino un año después de haber expuesto en un escrito en forma sus deseos. Aquellas monjas que habían admitido el triste encargo de hacer que Gertrudis se ligase para siempre con el menor conocimiento posible de lo que hacía, se aprovecharon de uno de aquellos instantes que acabamos de describir, para hacerle copiar y firmar semejante solicitud. Y para inducirla con más facilidad, no dejaron de decirle e insistir en lo que realmente era cierto; esto es, que aquélla por fin no era sino una mera formalidad, que no tenía efecto si no la acompañaban otros actos posteriores que dependían absolutamente de su albedrío.