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Preparación

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Las ideas creativas no surgen mágicamente de manera espontánea. Ya se ha visto que, más bien, son el fruto de una cadena de asociaciones y conexiones que se producen sobre la información almacenada en nuestra mente. Por tanto, ser creativo requiere poseer conocimiento y habilidad. Un conocimiento específico del tema es un prerrequisito para la creatividad.

La etapa de preparación comprende la incorporación de conocimientos y habilidades que permitan establecer más tarde asociaciones novedosas. No se trata solo de acumular información relevante sobre el tema, sino también de percibir rutas de ataque al problema. Es una etapa de análisis, en la que se busca información, se plantea el problema, se observan las carencias y se evalúan las barreras, a la vez que se establecen criterios de aceptabilidad para la solución.

El planteo del problema es una parte sensible del proceso creativo. Muchas veces, la dificultad en encontrar respuestas satisfactorias radica en que no se están haciendo las preguntas adecuadas. Ensayar planteos alternativos del problema amplía notoriamente la posibilidad de hallar respuestas satisfactorias. Al respecto, pueden utilizarse algunas técnicas, como reformularlos con otras palabras, extenderlos, reducirlos, etc.

En el ámbito científico, un intenso período de preparación resulta una condición necesaria para la generación de ideas y soluciones creativas.

Sin embargo, la historia de la ciencia revela que en no pocas ocasiones, los grandes descubrimientos fueron producto de felices coincidencias. A pesar de ello, es bueno tener en cuenta que para que la percepción de un determinado fenómeno derive en un descubrimiento, ha de haber una mirada preparada que le preste atención.

El descubrimiento de la penicilina por Alexander Fleming es un buen ejemplo, en el que una mente preparada y alerta alcanza a detectar una anomalía que deriva en el hallazgo.

Tras finalizar la Primera Guerra Mundial, el Dr. Alexander Fleming trabajaba en el St. Mary's Medical School de la Universidad de Londres, buscando sustancias antibacterianas que no dañaran los tejidos animales. Al parecer, Fleming era poco ordenado y a fines de julio de 1928, antes de irse de vacaciones por un par de semanas, se olvidó sobre el microscopio varias placas inoculadas con una bacteria patógena, el Staphylococcus aureus. Cuando regresó de sus vacaciones, Fleming observó que en algunas de sus placas había crecido moho. Al disponerse a tirarlas, notó algo extraño en una de ellas: el moho azul verdoso formado parecía haber destruido la bacteria que había estado creciendo en la placa. La observación microscópica le mostró que las colonias de estafilococos más cercanas al hongo estaban muertas, mientras que las más lejanas se habían reproducido normalmente. Inmediatamente, dedujo que el hongo en cuestión, conocido como Penicillium notatum, había liberado alguna sustancia bactericida que había afectado a las bacterias. Fleming bautizó a esa sustancia como penicilina.

El descubrimiento de Fleming tuvo una buena cuota de azar. No solo por el desorden de su laboratorio, que motivó la contaminación de sus cultivos con el hongo, sino porque durante su ausencia, en Londres, hubo bajas temperaturas al principio, que motivaron el crecimiento del hongo (crece entre 15 y 20 ºC), seguidas por días de alta temperatura que permitieron el crecimiento de la bacteria (crece a temperaturas entre 30 y 37 ºC). Esto posibilitó el crecimiento de colonias de ambos microorganismos en la misma placa.

Sin embargo, independientemente de la suerte, cabe destacar que la mente alerta de Fleming al advertir la anormalidad, así como su conocimiento y experiencia para interpretar el fenómeno, resultaron claves para el descubrimiento, lo que confirma la importancia de la preparación en el pensamiento creativo. Aquí se aplica plenamente la frase de Louis Pasteur “En el mundo de la observación, la suerte solo favorece a la mente preparada”.

Para finalizar la historia, cabe mencionar que Fleming fracasó en sus intentos de purificar la penicilina, por lo que quedó olvidada durante diez años, hasta que Howard Florey y Ernst Chain, del Oxford Institute of Pathology, se interesaron en su efecto bactericida y lo lograron. Los tres recibieron el Premio Nobel de Fisiología y Medicina por este descubrimiento en 1945.

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