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CAPÍTULO IV

Infinidad de veces tuve el anhelo de poseer una piel como la de mis compañeras de la escuela: blanca o apiñonada, pero lisa, sin manchas que llamen la atención. Nunca se deslavó ese deseo.

Esta situación me ha colocado en un plano de constante insatisfacción, incluso de queja. Me lastima, desenfoca y no me permite ver la belleza de existir en un revestimiento con memorias inscritas de manera sólida y duradera.

¿La razón de que sean imborrables? El clima emocional donde las adquirí. Nunca han quedado impresas cosas simples o insustanciales.

La envidia me posee tantas veces, que no veo lo que sí hay frente a mí. No busco justificarme, pero haga lo que haga nunca seré una mujer con una dermis como puro y pulido mármol. Mi brillo es diferente.

Parece burla del destino, pero el nombre de mi mejor amiga es Clara. Hace unos días paseaba con ella. Quedamos de vernos por la tarde y, después de caminar por un parque, nos dirigimos a la Gran Plaza. Nos sentamos en un café y me distraje un rato observando los rostros de la gente, buscando lunares, observando la perfecta ondulación de los hombros de las mujeres en su uniformidad de color, pigmentación continua y reluciente. Clara, que conoce mi manía de interrogar con la vista la piel, se contentaba con mirarme paciente.

La música empezó a invadir el lugar. Un cuarteto tocaba una variación para piano y cuerdas de Gnossienne No. 1 de Erik Satie. Mi cuerpo, lleno de envidia, empezó a transformarse poco a poco, a adentrarse en los sonidos vibrando dentro de mí. Me transportaban a un caudal de sensaciones, tan profundas que me atiborré de notas musicales con un hambre feroz de sentirme construida, por el rencor de no ser como deseaba: blanca. Sin aviso, mis brazos se cubrieron completamente de acordes de piano y violín, armónicos y rítmicos.

La cadencia de la música me transportó a un estado de bienestar emocional olvidado. Salí del café con los brazos enteramente pintados de notas en blanco y negro, bajo la mirada aguda de los curiosos quienes no daban crédito. Pero, a diferencia de otras veces, iba junto a una querida amiga de piel muy tersa que me acepta tal cual soy, como no lo hago yo... Mientras nos alejábamos, escuchaba en un trance profundo la melodía del Adagio de Barber.

La tinta en su piel

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