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CAPÍTULO V

La piel es el abrigo en que vivimos, el límite entre nuestro ser y el de los demás. Entre nuestro interior y el exterior. Está expuesta a lo que sucede dentro y fuera del cuerpo. ¡Es muy chismosa! Nos delata cuando entramos en conflicto y, de pronto, aparecen irritaciones sin dar explicación alguna.

Me pregunto qué clase de aprieto hay en mi cabeza, pues mi piel sigue cubriéndose sin parar. Sinceramente preferiría algunas ronchas. Aunque son feas, no me hacen ver diferente en un mundo donde es mejor parecer igual a todos.

Hoy amanecí con una flor en la espalda, justo al lado de las mariposas. Las flores encarnan la primavera, la renovación, el despertar y el renacimiento ¿Qué significado tiene eso en mi vida? La forma simple de una flor es un mandala natural, ligado simbólicamente al movimiento, al amor, la belleza, la fertilidad, la alegría y la resurrección.

Me doy cuenta: el mensaje es muy simple, como la nueva flor que llevo incómodamente en la espalda. Todas ellas, las flores, son distintas y no sufren. La vida es una combinación infinita de posibilidades y a mí me tocó llevar por fuera mis historias. No me queda más que dejar las cosas seguir su curso y vivir. Por miedo a experimentar y que las acciones queden al descubierto, no me permito ser tocada por los demás profundamente. Me cuido para no sentir y seguramente aparecerá a manera de símbolo en el exterior de mi alma, la piel, el órgano más grande del cuerpo, el vehículo que me vincula con los demás.

Vivir y existir no es lo mismo. Quien existe experimenta lo mismo todos los días: duerme, come, trabaja... Sobrevive limitado a ser parte de la masa, sin cuestionarse quién es, para qué está aquí o si trascenderá.

Me lo cuestiono porque para mí, la existencia no ha sido complicada. Lo difícil ha sido vivir, aunque después de la aparición de la flor en mi espalda, deseo ir más allá, saberme profunda y real. Para llegar a un nivel real del ser, debo aceptarme como soy, uno de los retos más difíciles del ser humano. No es nuevo el arriesgarse e ir más allá de lo establecido, lo comprendo. Lo que no entiendo es cómo romper con mis circunstancias. Con nacer físicamente diferente a los demás pero humanamente igual. No soy mis circunstancias, pero me definen. Me siento señalada y apuntada por el dedo de gente que quizá sólo existe. Cuando coincido con personas que viven, el asunto es otro y me siento bien recibida.

Miro los trazos de mi cuerpo en el espejo. A veces parecen tan vivos, tan autónomos. Es como si me dijeran: “¡Mara, ya muévete! No temas y vive. Sabes que por más grabados y dibujos en la piel, el deseo de vivir nunca te delatará o te pondrá al descubierto.”

*

Tuvo una infancia rara, si se compara con la de otros niños. Hasta la fecha él mantiene grabada la imagen de una madre, siempre sorprendida. Recuerda su cariño como un sentimiento ambivalente de amor y rechazo, algo confuso para cualquiera.

“Los sucesos” de su existencia comenzaron con un fuerte dolor en el pecho cuando tenía tres años. Al inicio sus padres no le dieron importancia, creyeron que pescó por ahí una pulmonía. Lo llevaron al médico y le extendió una receta: en efecto, escuchaba un soplido en su pecho pero desaparecería en unos días.

No fue así. Su dolor era difícil de definir, iba y venía. Le apretaba, punzaba y otras veces, le liberaba el espíritu. Pasó el tiempo y el diagnóstico cambió: era un niño tan aprensivo y extraño, que desarrolló un padecimiento psicosomático.

Cuando entró a la escuela primaria en Bonn, no fue sencillo para él ser el único moreno en el salón y con un color de ojos realmente raro. Sin embargo, eso no lo hacía diferente a los demás.

Una tarde llegó a casa y, como todos los días, su madre le esperaba con una deliciosa comida caliente. No tenía hambre y se excusó alegando un terrible dolor en el alma. La reacción de su madre parecía hija de la histeria: “¡El dolor en el alma no es posible, ni siquiera se sabe dónde está, si es que existe. Estás loco, ya déjate de tonterías!” No dejaba de gritar. Él corrió a su cuarto y cerró la puerta para llorar a solas.

La reacción de su madre lo lastimó más. Lloró y lloró, tanto que imaginó sus lágrimas como un diluvio cobrando vida. El furioso rugido del agua lastimaba sus oídos y cada uno de los elementos de esa escena se formó claramente ante sus ojos. Era una alucinación tan realista que vio la figura de un hombre ahogándose en el agua con unos libros en la mano, desesperado, luchando por vivir. “Nadie ha visto llover así”, decía aquél hombre con un tono angustiado y tembloroso. No consiguió sostenerse de algún objeto que flotara, los caudales de agua eran inmensos, y en un instante desapareció.

¿Era un sueño vívido? Estaba despierto, tenía los ojos abiertos y un gran dolor en el alma que seguía punzante.

La tinta en su piel

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