Читать книгу La tinta en su piel - Ana Goffin - Страница 13

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CAPITULO VI

Eso intento. Vivir sin temor. Por eso acepté con entusiasmo los planes de mi madre para nuestras vacaciones. Dediqué dos días enteros a elegir la ropa que me llevaría. Bajaba y subía por las escaleras sin respiro, hasta tener mis maletas llenas. En el último momento, casi al salir, recordé mi Libro de Recuerdos y corrí por él para meterlo en la maletita de mano.

Viajé con mi madre a visitar a los familiares de mi papá. Atravesamos la frontera sin darme cuenta, hundida en mis sueños a diecisiete mil metros de altura, y no desperté hasta casi llegar a Ámsterdam, un lugar casi igual de gris y lluvioso que Bruselas, pero lleno de tiendas, canales, restaurantes y gente apresurada caminando por sus callejones estrechos. Al despertar, miré al exterior. Me gusta mirar por la ventana del avión para imaginar las vidas de las personas que habitan en las ciudades bajo las nubes. Hago historias en mi cabeza de lo que podrían estar viviendo, de sus caras, de cómo son sus casas por dentro y las cosas que les preocupan o los hacen sentir dichosos.

Me sacó de mi fantasía la grabación pidiendo que nos abrocháramos el cinturón para aterrizar.

Subimos a un taxi y le dimos al conductor la dirección de la casa de la tía Alegra. En verdad se llama así, no es un invento mío. Es un nombre que, según ella, viene de Italia y, como para ella la moda es su pasión, le va bien. Es hermana de mi abuelo paterno, el único arquitecto en la familia.

Cuando el taxi se detuvo, mi madre y yo bajamos para tocar el timbre de su grandiosa casa, cubierta de enredadera verde y rodeada de un colorido jardín. Desde la ventana de su cuarto se ve de cerca uno de los canales, el agua roza su morada como si quisiera inundarla de todo lo visto.

Desde muy niña, cuando veníamos de visita, me gustaba sentarme en esa ventana a mirar a los turistas pasar riéndose, a las parejas abrazadas y a las familias tomándose fotos.

Una vez dentro de la casa se nos acercaron todos, nos abrazaron y saludaron muy animados, felices de vernos. Yo no encontraba el momento para escapar y subir por la escalera llena de fotos de antepasados que ni siquiera conocí, pero siento me miran directamente y quisieran decirme algo.

Como soy “educada”, saludé y me detuve a platicar un rato. Aproveché para escabullirme cuando se levantaron a pasear por el jardín y ver el nuevo huerto orgánico de la tía.

Ya en la escalera, al trepar al primer escalón, me encontré con la foto de un tío quien estuvo en la guerra, pero nunca regresó porque, según la versión oficial, se fue a buscar fortuna para sacar adelante a su familia. Es mentira, se enamoró de una mujer casada y vivió en un viñedo en Francia. A sus hijos los dejó sin nada. Eso me lo contó mi mamá y lo comprobé unos años después, cuando descubrí lo que ahora les voy a contar.

Unos escalones arriba hay muchas fotos, pequeñas y antiguas, en un marco barroco de filos dorados. Están colocadas en la pared, muy juntas unas a otras. Siento en ellas danzar el espíritu de mis antecesores, de verdad lo puedo sentir, aunque lo callo. ¡Sólo me falta que me crean loca porque percibo gente muerta!

Mi parentela es una tribu muy reservada en cuanto a la historia familiar, solamente discuten y bromean acerca de ella, pero consideran de mal gusto sacar a relucir sus secretos más íntimos. Descubrí que sí sacas los retratos de la escalera y los volteas, puedes ver escrito al reverso un texto en tinta sepia. Misteriosamente, el secreto de cada uno de ellos se fue pintando detrás de cada una de las viejas fotografías. Por eso, desde hace años, cada que vengo a esta casa saco ansiosamente las fotos y leo a escondidas, dentro del closet de los abrigos, los secretos de cada uno de mis parientes. Otro de los misterios ocultos de mi familia relacionados con la tinta.

El papá de mi tía Alegra, hermano de mi bisabuelo, era homosexual y en mi familia es recordado por su esnobismo y buen gusto. Fue un hombre muy rico. De sus amoríos no se habla. Puede ser que de ahí vengan los exquisitos gustos de su hija, el más puro ejemplo de la sofisticación y la delicadeza femenina.

Mi tía Joséphine, hermana de mi padre, tuvo dos hijos, uno de ellos era hijo de su amante, nadie lo sabe aunque es el único con unos enormes ojos grises con tonos plateados. Yo sé que cuando encuentre al hombre que más amaré en la vida, su mirada será como la de mi primo. Es una premonición, lo siento.

El padre de mi abuelo, mi bisabuelo, es recordado por sus medallas, todas ellas colgadas en su uniforme de general. La familia lo admiraba. Él sufría en silencio, fue un espía y tenía un saldo de varias muertes que lo avergonzaban.

La foto del otro hermano del bisabuelo cuelga un poco chueca y maltratada. Es reconocido en la familia por haber emigrado a Estados Unidos, donde fundó una de las casas editoriales más importantes hasta el día de hoy. Aparentemente se fue buscando fortuna, pero en realidad le turbaba el ánimo su desteñida piel. Padecía vitíligo, una enfermedad degenerativa que provoca la desaparición de la pigmentación. No había un remedio que lo curara y él creía que era un castigo de Dios por estar perdidamente enamorado de su trabajo y no de su mujer. Yo rumiando por mis colores, mientras que a él se le había ido el color…

La hermana de Alegra, Micaela, era muy fea, tanto que la foto colgada de la pared fue tomada en una fiesta de antifaces y ella porta uno de ellos lleno de plumas de pavorreal para distraer a la vista su disformidad. Sin embargo, su secreto es de los mejores: aún siendo la “pobre tía fea”, fue la que más se divirtió. Era una mujer como Afrodita, toda una diosa del amor. Pocas mujeres hay en la historia familiar con esos dones que la hicieron ser deseada por tantos hombres.

Las apariencias sí engañan, los secretos familiares más. Uno se cree un cuento y resulta que era sólo lo que la familia quería ver; pura ilusión, un espejismo aparentemente real, reflejo imaginario de las creencias familiares acurrucadas en la mente como verdades.

La foto que más me gusta es la de mi abuela. Ante los ojos de todos era una mujer distinguida, culta, de “buena familia” y muy educada. Falso, falso, falso. Mi abuelo, único hijo varón del general, nunca siguió sus pasos en la milicia y se fue a estudiar arquitectura a Florencia. Ahí conoció a mi abuela, quien vendía flores debajo del Puente de Santa Trinidad. Cuando la miró supo que era la mujer de su vida, pero había un gran problema, su familia no la recibiría bien. Era imposible que una simple vendedora de flores portara el apellido. No contaban con mi abuelo: cual buen arquitecto, construyo su fachada y el clan quedó realmente fascinado con una joven huérfana, quien desplegaba tanto encanto y amaba con locura y sin razón a mi abuelo. Quizá la flor en mi espalda podría ser señal de que en algo soy como ella y, si es así, pronto me enamoraré. Lo sé.

Envuelta en mis quimeras, apenas me di cuenta que me llamaban a comer.

—Mara, baja ya. —llamó mi madre— Todos están sentados y la mesa te impresionará, cuelgan flores color lavanda de todas sus esquinas, tu tía Alegra puso una mesa como de cuento.

Pensé para mis adentros que en efecto, en esa casa, todo era puro cuento.

Tras una deliciosa comida –todavía sentía en mi boca el sabor del queso brie mezclado con manzana y pasta de hojaldre– todos hablaban, reían y cantaban. A mis parientes les gusta cantar y uno de mis tíos toca la guitarra. Me escapé a darle una última mirada a las fotos de la escalera antes de irnos. Tienen un imán.

Camino al hotel, mientras el viejo chofer de mi tía conducía lentamente, sentí cosquillas en el cuello bajo mi collar. Llegando al cuarto me bañaría, a ver si me quitaba la picazón y se calmaba el ardor.

Una vez desempacada nuestra ropa con cuidado, fui al baño y prendí el grifo de la tina para llenarla de agua caliente y esencias de esas que ponen en los hoteles bonitos y huelen riquísimo. Al desvestirme frente al espejo me quedé perpleja ante el collar grabado alrededor de mi cuello. Era dorado y de él colgaban pequeños óvalos con garigoles. Por dentro llevaban impresas en intenso color sepia las fotos de la escalera.

Ahora que recuerdo la historia, viene de inmediato a mi memoria una frase de Françoise Dolto: “Lo que calla la primera generación... la segunda lo lleva en el cuerpo.”

La tinta en su piel

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