Читать книгу La tinta en su piel - Ana Goffin - Страница 16

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CAPÍTULO IX

Debo admitir que me ha costado crecer, tener una identidad propia y separarme de mi madre. La separación genera mayor dificultad con el contrato, una iniciativa mía. Con todo y ese convenio yo la abandonaré, me siento desleal.

Quiero estudiar literatura, convertirme en escritora, y necesito irme a otra ciudad, dejar a mi familia. No puedo creer que sea yo quien se va por gusto propio y, no sólo eso, cuando ella sepa la profesión elegida, se asustará. Mi madre esperaba que fuera abogada o cualquier otra cosa alejada de la maldición familiar.

He pensado decirle que es un impulso intelectual, ya hay computadoras para escribir, no necesito una pluma con tinta, y no tendré relación con el mundo de la imprenta. La pura verdad, mi madre no padece de apagones cerebrales, no tiene un pelo de tonta y eso no me ayudará a arrancarle el miedo.

Además, pienso estudiar donde comenzó la maldición familiar, pues elegí la Universidad de Bonn: Rheinische Friedrich Wilheims Universität, fundada por el rey Federico de Prusia en 1818. Años más tarde se convirtió en el alma mater de dos premios Nobel de Literatura: Luigi Pirandello y Paul Johann Ludwig von Heyse. ¿Tendrá algún significado? Cómo sí ellos pudieran, casi por ósmosis, transmitirme todos sus conocimientos. Ideal y mágicamente, este desvarío de la tinta podría ser un regalo y, al estudiar ahí, puedo darle la vuelta al absurdo familiar cuando escriba un buen libro. La literatura es mi manera de reivindicar la historia de mis ancestros, quizás a través de mí, encuentren el perdón ya tan añejo.

Tampoco a mi tía Alegra le gusta este proyecto, pero lo tengo decidido y soy obstinada. No cambiaré de rumbo, aunque me cueste un tatuaje en la palma de la mano izquierda, la que por ahora permanece en blanco.

Cuenta mi tía Alegra que de niña era tan testaruda que una vez con algo en la cabeza, no existía forma de cambiar mi parecer. La idea quedaba insertada fuertemente como obsesión. Un helado día amaneció nevando, en una de sus visitas. Yo quería ver las decoraciones de Navidad, pasear a pie y admirar los escaparates decorados. Constantemente me siento atraída por la belleza, desde muy temprana edad pasaba horas admirando algo hermoso.

Como casi siempre, me salí con la mía y fuimos a pasear a la zona de tiendas más linda de la ciudad, la Avenue Louise. Cuando evoco ese momento siento los árboles congelados abrazándome como conteniéndome entre sus ramas y calmando mis miedos.

A pesar del frío, caminaba de la mano de mi elegante tía. Me sentía orgullosa de pasear a su lado. La gente nos veía por su belleza y estilo. Me sentía tranquila, pues mis tatuajes estaban ocultos bajo un abrigo de terciopelo azul marino. Debajo, llevaba un vestido gris de lana con encaje en el cuello y mis mallas invernales de suave cachemire. Me sentía bella y femenina.

Mi cara es excepcionalmente armoniosa, a pesar de las marcas. En esa época era lisa y muy blanca. Mis ojos son de un raro verde opalino y desde niña llamé la atención. Igualmente me dicen cómo mi mirada es intimidante y penetrante.

El clima era muy frío, la nieve caía a raudales, la calle estaba cubierta de blanco, mucho viento y la temperatura bajaba cada minuto. Mi tía decidió tomar té en un hermoso hotel. Entramos tomadas de la mano, su piel me transmitía el cálido abrigo de su cariño. Adentro nos abrazó el ambiente caldeado por la calefacción central y la cantidad de personas reunidas.

Al centro del lugar había un enorme árbol de Navidad con cientos de luces, rodeado de mesitas con sillas doradas afrancesadas. Los manteles almidonados rozaban una alfombra india con influencia persa. Las mesas tenían pequeños floreros de Baccarat con flores de lisianthus de color blanco y morado. En las paredes, los murales estaban pintados a mano y representaban escenas de día de campo típicas de la época impresionista.

Los amables meseros estaban impecables, muy al gusto de mi tía y no puedo negar mí agrado a esos lugares. Hasta el día de hoy, cuando viajo, los hoteles son mi fascinación.

Me sentí verdaderamente abrigada y cobijada por mi tía, su amor, el tibio té, las galletas de especies, la música de Navidad, el lugar, la gente y el ambiente casi irreal que brinda un hotel de lujo. Todo parecía extraído de un cuento.

Pocas veces la vida brinda momentos tan perfectos a una niña huérfana de padre, sin hermanos y cuya madre trabaja hasta el agotamiento. La familia de mi padre es adinerada pero mi padre, quien se dedicó a los negocios editoriales sin mucho éxito, murió sin riquezas que heredar.

En mi memoria danzan imágenes que hoy no podría asegurar como reales, aunque así las recuerde. Mi tía Alegra estaba a punto de beber de su taza de té cuando ocurrió un fenómeno extraño. Se quedó inmóvil, con la taza suspendida en el aire y, un instante después, escuché con claridad los murmullos de la gente ocupando las otras mesas. Miré a mi alrededor. Todos volteaban al techo con la boca abierta. Desde lo alto caían copos de nieve, flotaban con suavidad, como en una visión en cámara lenta. Las flores blancas con morado de los floreros se multiplicaron ante la mirada de todos, confundiéndose en el vacío con la nieve. Formaban un cuadro perfecto y armonioso. La nieve era tan tibia y aromática, como las galletas de esa tarde. A nuestros ojos, también los murales decorando las paredes comenzaron a danzar, como si la pintura cobrara vida y los campos se llenaran de lisianthus.

Llegué emocionada hasta las lágrimas a contarle a mi madre con todo detalle. Ella tomó mi rostro entre sus manos y me dijo: “Hija, seguramente fue el truco de un escenógrafo teatral contratado para ambientar el lugar y promocionarlo. ¡Se ven tantas maravillas durante las Navidades!”. Pero ella también se emocionó al ver mis lágrimas y me dijo que le alegraba ver mi alma sensible. Me sentí un poco confundida, no me creía, yo sabía que fue real. A este pasaje de mi vida le debo la estampilla en la palma de mi mano derecha. Es un dibujo con el salón de té, el tapete, las mesas, la gente, los lisianthus volando por cientos y la nieve tibia, que aún hoy puedo sentir al recordarla.

Rememoro la sala de té tan vívidamente que podría pintarla a detalle, pero en cambio la veo a diario en mi piel.

Tal como aquel helado día, llevo la huella cual impresión de deleite, por el placer que me provoca mi determinación para llegar siempre a donde deseo. Cuando lo hago, mi alma entra en un estado de éxtasis y queda totalmente embargada por admiración y alegría por la vida, me conecta con la contemplación de la belleza, del amor, y la sensación de ligereza nacida del ejercicio de los sentidos de mi cuerpo.

Evidentemente iré a la universidad, la idea está en mi cabeza y ya corre por mis venas.

La tinta en su piel

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