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LA TINTA EN SU PIEL

Lo más profundo del hombre es su piel.

Paul Valéry

El primer antepasado recordado en mi familia es Hans Luff. Nació y vivió en Wittenberg, una próspera ciudad comercial desde el siglo xvi. Aunque no tenemos ningún retrato suyo, me gusta imaginarlo pálido y delgado, con un discreto bigote rubio, caminando con pasos lentos sobre uno de los puentes que cruzan el río Elba. Quizá más de una vez lo atravesó con un ramo de flores en la mano, ansioso y emocionado antes de encontrarse con su amada.

En 1502, apenas ocho años después del nacimiento de mi tátara tatarabuelo Hans, se fundó la Universidad de Wittenberg, dando un gran impulso a la educación y florecimiento artístico de la ciudad, que hasta entonces sólo contaba con un modesto centro comercial en el corazón de Alemania. Cuando el abuelo Hans comenzó a ganarse la vida, eligió el oficio de impresor, elección que lo llevó a ocupar un modesto lugar en la historia y atrajo el mal para su familia. Nunca imaginó las situaciones inexplicables sufridas por sus herederos.

Con el tiempo, puesto que era inteligente y responsable, adquirió una gran destreza en su trabajo y llamó la atención de Martín Lutero, quien impartía clases de Teología en la universidad. Lutero le confió la primera impresión completa de la Biblia. Desde entonces, a Hans Lufft se le conoció como “el impresor de la Biblia” y en los siguientes cuarenta años imprimió más de cien mil ejemplares del libro sagrado. Es irónico saber que el invento que llevó a la ruina a Gutenberg fue la base de la riqueza de mi familia.

Cuando el abuelo Hans murió, sus hijos se encargaron del negocio y siguieron imprimiendo biblias. Ellos lo heredaron a sus propios hijos, de modo que el oficio de impresor se convirtió en una respetable tradición familiar. Todos los descendientes empleaban el mismo tesón y cuidado. Se jactaban de la limpieza de su trabajo: ni un sólo error en sus textos. Así debía ser, la obra dictada por Dios no podía contener errores.

Sin embargo, desde muy temprano en la historia de la imprenta algunos editores cometieron faltas. Y la Biblia no escapó de ellas. Unas no eran graves, pues consistían en pequeñas omisiones que, más que escandalizar, divertían. En 1653 se publicó una edición en Cambridge conocida como la Biblia de los injustos, pues en un pasaje de la primera carta a los Corintios, donde debía decir “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios?”, omitieron una palabra y terminó impresa así: “¿No sabéis que los injustos heredarán el reino de Dios?”.

Unos años antes, en 1631, se publicó en Londres una Biblia que incurría en el mismo error, pero el cambio de sentido fue más grave. En los Diez Mandamientos, dentro del Éxodo, apareció la frase “Cometerás adulterio”. A este libro se le conoce como la Biblia de los malvados. Los impresores fueron multados con 300 libras y privados de su licencia.

Mis familiares lejanos se burlaban de estos errores y aseguraban que nunca les pasaría algo semejante. Hasta la quinta generación, ocurrió la fatalidad.

En el siglo xviii, Conrad Lufft, descendiente de Hans Lufft, fue encargado de imprimir una edición de la Biblia para Norteamérica. Pronto conocida como la Biblia blasfema, en un pasaje, donde debía leerse la frase “It was God” (Fue Dios), los ojos de los lectores alemanes no advirtieron una pequeña omisión: la ausencia de la letra “t”. La frase se convirtió en “I was God” (Fui Dios). Conrad fue multado, pero más grave fue su remordimiento: lo llevó a la locura. Hasta su muerte, vivió obsesionado buscando errores en todas las páginas impresas que llegaban a sus manos. Imagino cómo se sentaba en su viejo escritorio de madera junto a la ventana que daba a la estrecha calle. Entonces, despeinado, con los ojos desorbitados y, un poco sucio, daba vuelo a su mente en busca de desaciertos en las páginas frente a sus ojos.

Desde entonces, en cada generación, alguno de sus descendientes resulta afectado por un fenómeno que mi familia ha llamado “la maldición de la tinta”.

La tinta en su piel

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